PSICOLOGíA › NIñOS, ADOLESCENTES Y EL MUNDO VIRTUAL

Chicos de la pantalla

La pantalla, lo digital, lo virtual, suscita en los chicos –desde antes de cumplir el primer año de vida– “una violenta atracción”, advierte el autor de este texto y promueve un análisis libre de prejuicios para este universo que “concierne al cuerpo, cuyos límites no se pliegan ya a lo anatómico”, y a “lo grupal, que se amplía en nuevos diseños”.

 Por Ricardo Rodulfo *

La pantalla: elegimos este término entre otros igualmente posibles –lo digital, lo tele-tecno-mediático, lo virtual–: la pantalla despierta una violenta atracción, pasión, cada vez más temprano, ya con claras manifestaciones hacia el fin del segundo semestre de vida del bebé. A lo cual se añade enseguida una similar pasión por los teclados. El psicoanálisis se ha ocupado mucho, pero sin entenderla del todo, de la primera pantalla que conocemos: el lago en el que se miraba Narciso. Ahora lo virtual, la complejización de los espejos, brinda una ocasión privilegiada para captar lo esencial de lo que se dio en llamar narcisismo, desenredándose de perspectivas moralistas en las que quedó envuelto (el vanidoso, el egoísta). El héroe del mito se reduplica con la comunicación a distancia sin el soporte de un cuerpo de carne y hueso.

El juego inventado por un pequeño de cuatro años nos enseña algo de la clave para conceptualizar toda esta problemática. Valentín está en un cuarto grande con dos de sus abuelos y alguna otra persona. Se da una casualidad de esas que la capacidad lúdica de un niño atrapa al vuelo y se constituye toda una singular escena de escritura. La abuela le habla por un celular, él responde con otro que tiene en la mano, que ha aprendido a usar para contestar una llamada; el descubrimiento de que puede conversar con ella, celular mediante, haciendo como si ella no estuviera allí de cuerpo presente, creando de este modo una situación de no presencia que se yuxtapone a la presencia concreta, borrándola, esfumándola, le produce un júbilo total, grandes risotadas, repetición del juego. Puede deslumbrarnos la sutileza de la estructura; el modo como se abre otro lugar en la hasta ahora homogénea superficie del espacio sensoriomotor. Valentín ha vuelto a descubrir lo que descubrió Narciso, héroe cultural que fue el pionero en enseñárnoslo. Algo tan específicamente humano como es el irse a vivir a una pantalla, yendo y viniendo de ella a la vida cotidiana ordinaria (según los padres de muchos adolescentes, esa vuelta puede ser difícil de conseguir y algunos arriesgarán la idea de una adicción a ese espacio suplementario). Se producen auténticas mudanzas a la pantalla, donde todo lo esencial pasa por el chateo, el mensaje de texto, Facebook, los juegos en red: nos enteraremos de que el “estuve con...”, “me encontré con...”, de un paciente adolescente, no se refiere al encuentro cuerpo a cuerpo tradicional, sino a uno virtual; inclusive “transar” ingresa en el “caber”, y en ese terreno se juega mucho de la perversidad polimorfa de la sexualidad infantil.

Nos consulta una madre que, llevada por ciertas sospechas, aprovechó su maestría en computación para atravesar filtros y contraseñas y violar el espacio íntimo virtual de su hija, a la sazón de 14 años. Descubre en estas circunstancias un intercambio epistolar de alto voltaje con otra chica que parece ya una lesbiana hecha y derecha. Pues bien, cuando empezamos a ver a esta hija, no bien comienza a confiar en nuestra discreción, nos enteramos de que la lesbiana es un personaje enteramente creado por ella, en el que se ha desdoblado. Un verdadero producto ficcional, que no hay que tener la grosería de tomar como una revelación puntual de la homosexualidad de su inventora sino, más bien, como el deseo de lo exploratorio y secreto, lo que enriquece su identidad femenina en ciernes y la vuelve opaca a la percepción materna, eso por lo que se convierte en un personaje extraño a los deseos e ideales de la madre.

Este nuevo mundo es responsable de muchas reconfiguraciones: una, primordial, concierne al cuerpo, cuyos límites no se pliegan ya a lo anatómico; diríamos, por ejemplo, que los chicos de hoy vienen con celular. Reconfiguración de las escrituras que hacen al grupo; lo grupal se amplía en nuevos diseños que ya no se atienen a los límites del barrio, de la clase social o del grupo étnico. Bien podríamos decir que se musicaliza la categoría de grupo, teniendo en cuenta la dimensión universalista de lo musical, incomparablemente más vasto que lo lingüístico. En lo musical se vuelca la intimidad, quizás, entre otras cosas, porque la intimidad tuvo siempre un doble fondo: invocada como derecho inalienable, deja ver también una dimensión de prohibiciones morales, imposiciones de que tal o cual aspecto debe invisibilizarse y no hacer ruido: la intimidad, en no pocos casos, ha funcionado al servicio de la represión, del famoso “de esto no se habla”. No es tan difícil reconocerlo si se advierte el escándalo de tantas almas bellas horrorizadas por todo lo que se hace público.

Este nuevo lugar para vivir tampoco se opone rígidamente al de costumbre. Se da la mezcla, el ir y venir que Winnicott consideraba una buena señal. A veces, predomina lo exploratorio; a veces, el buscar refugio y evasión defensiva. Pero los que se ceban en este último aspecto deberían tomar nota de los numerosos casos donde la pantalla permite a alguien profundamente inhibido, esquizoide o sujeto por barreras autistas, emprender esa tentativa de curación que Freud llamaba retorno a la realidad, revinculándose con partenaires y dobles a través de la imagen y el teclado. El carácter de lugar de encuentro está antes que cualquier consideración patologizante. Un nuevo lugar de encuentro, como lo fue en su momento el rock, invención de jóvenes y adolescentes, no sujeto a códigos montados por gente grande a través de una tradición superyoica.

Es imposible fijar o identificar con nitidez las direcciones que todo este movimiento puede tomar. Y se hace doblemente imposible si se lo analiza a través de un prisma nostálgico que signa todo cambio, toda mutación, como “pérdida” (de límites, de discriminaciones, de valores, de ideales, etcétera). Pero parece fundamentado considerar, en primerísimo término, los efectos ligados a la velocidad, incluso a la instantaneidad. La neutralización de las distancias no es sólo espacial: la niña ya no es aquella que nada sabría del erotismo y sus zonas tortuosas; su adolescencia se anticipa, si no la pubertad. Y la pantalla introduce en la supuesta placidez de la casa la noticia detallada de cómo asesinaron después de raptarla a una vecinita de la misma ciudad o barrio. Las condiciones de enunciación hacen que esto no tenga el mismo estatuto discursivo que las noticias policiales de los periódicos de hace medio siglo. Es un proyectil que hace un impacto mucho más “musical” en el cuerpo de los oyentes, es otro tipo de significante que el de la letra clásica. Introduce además una dimensión de lo anticipado, que Derrida fue el primero en trabajar cuando hablaba del duelo por anticipado y que aquí se aplica a lo traumático en general. Los pasos de una secuencia se comprimen o se superponen, la TV nos anuncia: “Esto te está por pasar a vos o a tu familia”. No se trata de una narración que eventualmente pudiera suscitar alguna identificación: es una información global de lo que está sucediendo, lo que está por acontecer, y no una noticia localizable en un pasado, así fuese cercano. La pantalla da acceso a un espacio heterogéneo y fragmentario; su consistencia es la de un manojo de contradicciones y yuxtaposiciones, sin aquellas relaciones lógicas que teníamos instituidas. A menudo, en la demonización imperante, se comete el error de imaginarla homogénea, hecha de un tirón, cuando se trata de un verdadero cambalache, solo que también en un sentido positivo que no estaba presente en Discépolo.

Un chiquito se despide de la sesión tocando un punto de la pared mientras murmura “pause”. Es su estilo de dejar en suspenso, hasta la próxima sesión, el juego que venía desarrollando. Un adolescente nos habla de que su amigo “se tildó” o de que tiene que “reconfigurar” la relación con su novia. Otra chica nos menta su “disco rígido”. No son meras maneras de decir, sino una nueva manera de imaginarizar el cuerpo, como antes lo fue la máquina (“se dio cuerda”; “esa mina es una máquina”; “el reloj biológico”); las “conversiones” a las que se refirió Freud respondían a una sintaxis mecanicista. Se trata así de diversas formas de pensar y sentir el cuerpo, y de producirle efectos bien específicos.

Los pacientes van descubriendo y proponiendo nuevos formatos de consulta y de tratamiento, que se apoyan en la no presencia y tornan anacrónico el “aquí y ahora” que se quiso esgrimir como esencial para la constitución de la situación analítica. Como era de esperar, niños y adolescentes van a la cabeza en la iniciativa de tales innovaciones, muchas veces por medio de los mecanismos más sencillos: una paciente de 15 años me llama para proponerme que hoy la sesión la tengamos por Skype; tiene prueba de lengua al día siguiente y perdería mucho tiempo viajando hasta mi consultorio. Otro chico pide lo mismo a raíz de una angina con un poco de fiebre. Un joven biólogo que se va a vivir a otro país descubre que no tiene por qué cambiar de analista o pasarse sin terapia si no quiere.

Lo de la pantalla, lo digital, no se reduce a un adelanto técnico entre tantos otros, ya que la pantalla supone un nuevo espacio donde jugar y disponer las cosas de la subjetividad, tal como en su momento el cuerpo de la madre o la hoja de papel. Un nuevo espacio de escritura de nuestra existencia. En él pareciera que lo verdaderamente singular de la experiencia narcisista –su dar lugar a “la vida propia de las imágenes”, parafraseando a Saussure– culmina en un grado e intensidad de realización sin precedentes.

* Texto extractado de Andamios del psicoanálisis, que distribuye en estos días Editorial Paidós.

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Imagen: Corbis
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