Jueves, 27 de agosto de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › PARA ESCUCHAR A LOS CHICOS
“Muchas de las cosas que nuestros hijos manifiestan, que de ellos nos enojan, nos preocupan o nos gustan, nos dan información acerca de nosotros”, advierte la autora; explica cuándo y por qué “lo que un niño manifiesta es la demanda invertida de la madre” y señala, en todo esto, el lugar del padre.
Por Fernanda Trezza *
Los chicos hablan mucho más de lo que habitualmente uno escucha o comprende; todo el tiempo están diciendo cosas, tanto con palabras como con acciones; también con sus juegos, con historias que inventan, con los temas que de pronto los atraen. Si uno realmente está atento y tiene cierto entrenamiento de escucha puede darse cuenta de lo sensibles que son a lo que reciben de su entorno –aunque uno piense que no entienden–, y de cómo lo que les sucede está íntimamente vinculado con la interacción con su círculo más cercano, en general su mamá y su papá y la trama vincular que se teje entre los tres.
Pensemos que un bebé cuando nace es un ser inmaduro, muy dependiente, que necesita de sus padres para sobrevivir y, a diferencia de los cachorros animales, va a necesitarlos por mucho tiempo. Por este motivo un niño necesita agradar a sus cuidadores, asegurarse su amor, ser algo para ellos. Durante mucho tiempo los niños van construyendo su identidad tomando como soporte a las personas más cercanas y las cosas que a éstas les agradan. El deseo surge estructuralmente como identificación al deseo del otro, en parte porque, si se es lo que el otro desea, entonces uno se asegura en cierta forma el amor del otro (por ejemplo, mamá o papá valoran la creatividad, el orden, la inteligencia, los logros, la rebeldía...).
Tener que agradar al otro para que éste me quiera, me cuide, me asista, es un mecanismo constitutivo del psiquismo humano, que se supone uno tendría que poder soltar a medida que crece. El trabajo será entonces separarse del deseo del otro o en todo caso hacerlo propio, pero separarse del otro. Son dos fases constitutivas, lógicas y necesarias: alienación primero, luego separación.
Hay una situación muy frecuente para muchas madres y es la sensación, o a veces la evidencia, de que algunas cosas los chicos sólo “se las hacen” a ellas, o de que, aunque no sea una dinámica exclusiva del vínculo con la madre, se potencia sobre todo en el vínculo con ella, o se presenta una gran dificultad para manejar una situación determinada, produciéndose una especie de pegoteo, una dinámica viciada de la cual no se sabe cómo salir, cómo cortar. Hay ejemplos bien comunes, como que la madre sienta que no puede hacer nada cuando está con los chicos porque ellos la demandan todo el tiempo: es algo que realmente puede ocurrir, pero en ciertos casos pareciera que no puede frenarse y la madre queda devorada, atrapada por los niños. La madre puede sentir que le hacen caprichos especialmente a ella, que cuando están con ella de pronto dejen de hacer cosas que en el jardín hacen sin asistencia o que harían si ella no estuviese, como ir al baño solos y limpiarse.
Como siempre, habrá que ver cada situación en particular y el momento puntual del que se trata: podría pasar sencillamente que en algún momento un nene quiera un poco de mimos, busque la asistencia de su mamá en tanto presencia amorosa que lo cuida, lo acompaña, no porque él no pueda sino porque quiere hacer algo con su mamá. Cuando un chico pide algo (también vale para los grandes), por ejemplo agua a la noche, la demanda, más que referirse a una necesidad como sería la sed, es una demanda de amor, de saber si el otro está ahí para uno. La pregunta que me interesa plantear es si una madre tendría que estar respondiendo siempre a esa demanda y qué consecuencias tendría esto. Si seguimos la lógica de la que hablamos antes, para que haya separación hay que dejar de responder a todas las demandas: un chico tiene que saber que sus padres van a estar, sobre todo en ciertos momentos tiene que saber que puede contar con ellos, pero no siempre, no toda madre todo el tiempo.
Lo que un niño demanda o manifiesta muchas veces es la demanda invertida de la madre: a un nivel muy inconsciente, la madre le demanda algo a ese niño: que ocupe cierto lugar, cierta función en su sistema, en sus fantasmas; por ejemplo, ser el que le da problemas, ser el que la necesita o el que no puede sin ella, ser su frustración, ser lo que no la deja ocuparse de sus cosas, ser su orgullo, el que hace lo que ella no puede hacer. De todas las evidencias clínicas que dan cuenta de esta especie de reversibilidad entre el afuera y el adentro, me sirvo de la de una madre que pasó casi toda una entrevista contando cómo uno de sus hijos le daba problemas y ella tenía que estarle encima todo el tiempo para que hiciera las cosas porque si no él no las hacía, hasta que en un momento el inconsciente hizo su fugaz pero contundente aparición a través de un equívoco, un fallido, y dijo: “Necesito que me necesite”. Ya no había más que decir, al menos en cuanto a seguir ahondando en la lista de cosas que ese chico hacía para mantener a su mamá ahí. Mientras la mamá necesite que él la necesite –sea para no ocuparse de ella misma, sea para darle sentido a su vida, para no tener que encontrarse con su pareja, etcétera– va a ser difícil mover algo en el chico. Detectar esto, este ida y vuelta, esta reversibilidad en la dinámica vincular me parece fundamental para entender que, cuando en un niño hay algo problemático, sintomático, por lo cual en algunos casos se consulta con un psicólogo, será necesario tocar en otros puntos del sistema familiar, no sólo trabajar con el niño, para que, en el mejor de los casos, se disuelva, se transforme la dinámica en juego, y el chico ya no tenga que cargar con eso.
Jacques Lacan (“Dos notas sobre el niño”, en Intervenciones y textos 2, Ed. Manantial) decía que un niño es el síntoma de la pareja parental o el objeto de los fantasmas maternos. Tomando la primera de las posibilidades, un hijo representa, saca a la luz algo del vínculo entre la madre y el padre; algo de la particularidad de ese vínculo, de los lugares que cada uno ocupa, de aquello que “no anda” entre ellos (también de la relación de sus padres con sus propios padres, síntomas o patrones familiares que pasan de una a otra generación, etcétera). En el segundo caso, lo que expresa o encarna el niño es la fantasmática de la madre, sus propios fantasmas, pero a mi entender esto nos remitirá al padre y su posición en tanto es éste el que allí operaría un límite. Los niños son los que comúnmente con sus manifestaciones sacan a la luz algo que necesita esclarecerse, que está en cortocircuito, que no fluye armónicamente y genera malestar. Cuando un niño sintomatiza algo –cuando algo se vuelve un problema para él, o para sus padres–, hay una oportunidad de detectar un desequilibrio y transformar, evolucionar. Aquello que a veces no queremos o no podemos ver, el chico lo hace visible y hay entonces una oportunidad de trabajar con esto. A veces, sólo cuando esto pasa pueden abrirse camino ciertas preguntas que uno antes no se hacía. En verdad cualquier problema tiene un trasfondo de oportunidad; si se enfrenta el problema, algo nuevo se abre.
Más allá de la modernización de los roles femeninos y masculinos y de que lo materno y lo paterno son funciones simbólicas, además de personas reales de carne y hueso, el lugar que un hijo ocupa para la madre y para el padre suele ser distinto. Esta diferencia tiene que ver con diferentes cosas. Podríamos mencionar el hecho real de haber vivido la madre la experiencia de dar a luz un cuerpo de su propio cuerpo que luego se separó, lo cual tiene su efecto desde lo real y también a nivel imaginario, pero no alcanza: el lugar del hijo está muy vinculado también con el registro simbólico. A su vez, la constitución de lo femenino y lo masculino implica un entramado real, simbólico e imaginario que determinará que un niño en general no ocupe el mismo lugar para la madre que para el padre y que a su vez él mismo tenga diferentes experiencias en estos vínculos.
Hay una experiencia casi arquetípica y es que frente a lo materno hay cierto anhelo y a la vez temor de ser reintegrado, de fusionarse. Hay allí en juego un fantasma muy común, el de quedar atrapado en las fauces maternas, y es allí donde la entrada del padre –de la función paterna– se manda a llamar. Lacan metaforiza el deseo de una madre sobre su hijo con el ejemplo de la mamá cocodrilo, que se mete a sus hijos dentro de la boca para poder transportarlos pero el riesgo es que algo pase y llegue a tragárselos, y dice que la función paterna es la de ser el palo que trabe la boca para que no pueda cerrarse (El seminario, Libro 17: El reverso del psicoanálisis). Esto no quiere decir que las madres sean una suerte de monstruos que quieren devorarse a sus hijos y los padres los redentores. Lo aclaro porque es común que pueda hacerse esta interpretación a simple lectura, sobre todo porque la “culpa materna” puede contribuir a esto, a creerse una mala madre. El feminismo ha leído estas teorizaciones (tal vez más aún las freudianas del Edipo) como patriarcales, como desacreditadoras de la madre, como una intención del patriarcado de arrebatar al hijo de la madre y cubrir ese vínculo de culpa: creo que, aunque podamos discutir si el texto de Lacan responde a un discurso patriarcal, toca muy sensiblemente un punto nodal, estructural del ser humano y de ese vínculo tan particular que es el de una madre y su hijo. Es muy fuerte el lugar de la madre, porque es de algún modo el lugar del paraíso perdido, de un primer momento mítico de plenitud que luego ya nunca volverá a repetirse. Podríamos especificar que ni siquiera es la madre ese “objeto” mítico, pero ella está llamada a ese lugar del primer gran Otro de los cuidados, del amor, también de la agresión.
Por otro lado, y si bien distinguimos lo materno de lo femenino, en la madre esto se articula, y lo femenino tiene relación con lo ilimitado, lo infinito, lo sin borde (esto puede localizarse en el goce femenino pero también en otras cuestiones). Es por esto que un hijo puede aparecer como el depositario de ese exceso, y es aquí donde es necesario intervenir. Hay mucho para decir sobre esto, pero me interesa resaltar la intensidad, incluso arquetípica, del vínculo con la madre, y la necesidad de que, para que un niño pueda constituirse con su propia subjetividad, algo haga de límite, de corte en ese vínculo. La función paterna es la de ser un límite al exceso: límite a la madre y también al hijo; una intervención para que el niño pueda constituirse como sujeto, separado; para que pueda soltarse de la madre –no solo físicamente sino en el plano que no se ve: que deje de ocupar cierto lugar– y salir de la endogamia al mundo externo. Y aquí es donde suele aparecer la dificultad. En ocasiones esto se debe a la dificultad del hombre para enfrentarse a la mujer, para frenarla, por su propio fantasma en relación con lo ilimitado femenino (que puede verse en ciertas formas populares: “la bruja”, “la loca”, “la insaciable”, “la histérica”) y también por su propia dificultad de corte con la propia madre (haber formado una nueva familia con una mujer no implica necesariamente un corte bien resuelto con la madre; lo mismo para las mujeres). A veces tiene que ver con cierta comodidad, en el sentido de que puede ser más sencillo que la mujer se encargue de los hijos mientras él se ocupa de otras cosas, y en oportunidades la intervención del padre puede ser bajo la forma del enojo, la explosión, entrar a poner un “límite” cuando la dinámica del niño y la madre ya está muy viciada, gritando, pegando, castigando, dando generalmente por resultado, en lugar de un límite, un exceso, más exceso. Esto (además de dar cuenta de la dificultad del hombre para operar allí, de su propia impotencia al respecto, por eso la agresión), en lugar de separar, suele reenviar al niño a la madre; el padre no funciona como puente al exterior sino que, al ser tan atemorizante, empuja al chico a los brazos maternos.
Quiero aclarar que la función paterna, por ser una función, puede estar presente aunque el padre no lo esté, cumpliéndola otra persona, incluso la madre, si algo le permite esta regulación. De todos modos la presencia o no del padre real tendrá sus consecuencias, y en este caso me ha interesado referirme a los padres que sí están y a la importancia de su intervención en este pasaje.
De algún modo los vínculos que sostenemos son espejos en los cuales podemos ver y trabajar cuestiones que tienen que ver con nosotros mismos. Esto pasa también con los hijos; muchas de las cosas que ellos manifiestan, que de ellos nos enojan, nos preocupan o nos gustan nos dan información acerca de nosotros, acerca de lo que ellos ven de nosotros, de cómo somos con ellos y también de algunas cosas más profundas. La diferencia en el trabajo con un adulto (con los adolescentes se está en un punto intermedio, como es característico de la adolescencia) es que aunque los adultos también se presentan con problemáticas y fantasmáticas vinculadas con otros significativos que no han podido soltar, transformar, cuando uno es adulto ya es hora de hacerse responsable de su goce, y, si uno está enroscado en ciertos circuitos (siempre los mismos, pueden variar en apariencia pero el contenido suele ser el mismo), no tiene sentido responsabilizar a los padres o a otros por lo que en algún momento hicieron. Se trata de elaborar ciertas marcas y hacer algo distinto con eso, y esa decisión depende ahora de uno mismo. Pero, cuando se trata de un niño, es muy difícil que cambien algunas cosas en él si los otros elementos del sistema no se transforman. Es verdad que a veces algunas cosas no pueden cambiarse y en todo caso el trabajo con el chico puede ayudarlo a elaborar del mejor modo posible una situación que le toca vivir, pero si las partes en juego toman lo que sucede como una oportunidad de ver qué está pasando y transformar algo, el trabajo puede ser muy enriquecedor y los niños podrán seguir jugando.
* Psicóloga.
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