SOCIEDAD › EL MIEDO A LA GRIPE A SE HIZO PRESENTE EN CASI TODAS LAS MESAS ELECTORALES

Votando con barbijo y alcohol en gel

Muchos votantes fueron con barbijo; algunos presidentes de mesa y fiscales también los tenían. El comando electoral mandó almohadillas y alcohol en gel. Hubo algo de prevención y un poco de paranoia. Aquí, la crónica de un día de elecciones y gripe.

 Por Horacio Cecchi

–¿Que le alcance qué...? –preguntó extrañado el presidente de mesa.

–... la almohadilla –respondió uno de los fiscales que a su vez retransmitía o traducía el pedido de la votante, una mujer muy mayor que esperaba dentro del correspondiente cuarto oscuro, que no era estrictamente un cuarto sino que parecía un biombo oscuro, o un tríptico porque tenía tres caras, siempre oscuras, claro. La mujer estiraba la mano y el brazo, que se asomaban por fuera del tríptico –como hacía la Monroe con sus piernas–, con la palma abierta a la espera de la almohadilla que no llegaba.

–En esta mesa no trajeron almohadilla –susurró el presidente de mesa al oído del fiscal, y el fiscal, vuelta a transmitirle a la mujer del otro lado del biombo de tres caras, explicando que por algún motivo desconocido, la almohadilla y el alcohol en gel provistos a cada mesa por las autoridades electorales no había llegado. Había que pedirla prestada a la mesa de al lado, aunque la estaban usando y habría que esperar. A todo esto, debían haber pasado unos cinco minutos, que en términos de domingo frío y de elecciones, con la idea del sufragio rápido y de vuelta al calorcito, al asadito o a dormir la siesta para después palpitar el resultado, digo, cinco minutos, es demasiado.

–¿Y qué pasa ahora? –preguntó el presidente de mesa.

–Dice que ni loca pega el sobre con la lengua –susurró el fiscal, que parecía preocupado por la fila de futuros votantes que se iba acumulando frente a la mesa.

La gran variante de estas elecciones fue, sin lugar a dudas, la preocupación por la aglomeración, no por escándalo ni disturbio ni desmán, sino por la insoportable multiplicación geométrica de temibles cardúmenes de virus A H1N1 distribuidos en minusculísimas gotititas a cada estornudo, arrebato de tos, y hasta por abrir la boca para decir algo. En estas elecciones, cualquier comentario de sufragante, por más anodino que fuere, cargaba en su médula más oculta el cardumen portador de desconfianza.

Por eso, la mujer, dispuesta a cumplir con su deber cívico por más edad que tuviera, orgullosa de hacerlo, con todos sus oros puestos como fiesta dominguera de pueblo, esperaba detrás del tríptico oscuro con la mano estirada.

Lejos, en Caballito –porque lo de la Monroe porteña tras el tríptico oscuro ocurría en una escuela del Abasto–, una de las mesas amagaba no abrir hasta que su presidenta, imbuida de sus responsabilidades cívica y sanitaria –que en estas elecciones fueron visiblemente equilibradas entre sí–, no recibiera la correspondiente almohadilla y el alcohol en gel. “Más grave es que haya que cerrar el cuarto oscuro y por contagio toda la escuela”, explicó uno de los fiscales de la mesa a este cronista, haciendo chapa de médico y con base en el argumento de que ya se pasó la fase A de contención de la pandemia (fase típica por los cierres de escuelas) a la B de mitigación, y un cierre hoy día podría implicar un retroceso de gravedad institucional y niveles desconocidos.

En una escuela sobre la calle Moreno al 2100, los/las presidentes/as de mesa llegaron a un acuerdo preelectoral y decidieron que alrededor de las mesas no debía agolparse ninguna multitud, teniendo en cuenta la amenaza de las microgotitas o gotititas siniestras: dispusieron que los votantes sin importar sexo ni número de DNI, aguardaran en masa en un exiguo vestíbulo y pasaran de a cinco a medida que se liberaban los espacios. La solución adoptada puso a coto al A H1N1 en el primer piso, donde estaban las mesas, pero dejó un flanco desguarnecido en el vestíbulo, donde aguardaba la multitud en convivencia con frío, bufandas, pañuelos, barbijos o tapabocas, ojos vidriosos, moqueos inevitables y algún estornudo liberador de espacios. Más allá, colaboradora pero preventivamente distanciada de la aglomeración, una promotora de una marca de lavandina repartía sobrecitos del líquido y ahora vital elemento.

En otra escuela, en Maza y Constitución, habían adoptado el mismo esquema, aunque en la decisión de los presidentes primó el pensamiento sanitario generalizado: en un orden de valores y jerarquizaciones, decidieron que era preferible que los votantes aguardaran en la planta baja, pero no en el vestíbulo (más pequeño que un monoambiente con kitchinette) sino en la calle, una fila para hombres y otra para mujeres, manteniendo la distancia igual al largo del brazo extendido hasta el hombro del compañerito de adelante, que en la adultez viene a significar algo así como un metro.

En Curapaligüe al 1100, Parque Chacabuco, una presidenta de mesa confió a Página/12 su sorpresa por “la cantidad de personas que trajo su frasquito de pegamento de la marca que fuera. Eran muchos, estuvo bueno. Hasta que tuvimos que abrir los sobres. Estaban todos pegoteados con las boletas, los abríamos y se rompían”.

Para dar un panorama generalizado de la pandemia porteña, en Piedras y Garay una señora avanzaba con bastón, nieto y barbijo (ambos), ella con guantes no de seda sino de cirugía, voligoma al bolsillo y frasquito de alcohol en el otro, dispuesta a enseñarle a su nietecillo cómo es esto del sufragio y el acto electoral.

En Abasto, la Monroe porteña ya se retiraba del tríptico oscuro. Tenía la mitad de su rostro tapado con su barbijo, que se inflaba y se de-sinflaba al ritmo de su respiración o de alguna palabra que mascullaba, de malhumor por lo de la almohadilla ausente, al gendarme que también con barbijo la escuchaba atentamente mientras uno de sus brazos le servía de apoyo.

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Aunque su uso fue minoritario, los barbijos se veían por doquier en mesas y filas electorales.
Imagen: Vera Rosemberg
 
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