SOCIEDAD › LA NOCHE DE VILLA GESELL, COPADA POR LOS JOVENES, SE PROLONGA HASTA LAS 10 DE LA MAÑANA

“El que quiere paz, que vaya a Las Toninas”

Los adolescentes, sin padres a la vista, son dueños de la peatonal. Se reúnen en departamentos, donde no faltan las bebidas alcohólicas. “¿Las generaciones anteriores nunca armaron algún descontrol?”, responden a quienes se sienten molestos.

 Por Carlos Rodríguez

Desde Villa Gesell

“Si yo fuera una persona mayor, no estaría en Gesell para el verano, me iría a Las Toninas.” En el balcón del cuarto piso del edificio que está en la esquina de la avenida 3 y 104, cerca del escenario en el que acaba de cantar Nito Mestre, para alegría de “viejitos” nostálgicos y de “jóvenes–viejos” que se sabían las canciones de Sui Generis, Matías, de 20 años, larga la frase en tono reflexivo, sin intención de lastimar a nadie. “La verdad, reconozco que esto es un quilombo”, refuerza luego mientras señala a su alrededor, un entorno de quince pibes y pibas que bailan envalentonados por un clericó con todas las letras que les sirve de aperitivo para después seguir la joda en algún boliche, cuando el reloj pase la frontera de las cuatro de la mañana. Página/12 se introdujo como okupa por unas horas en uno de los tantos bastiones de jóvenes ruidosos que tiene la villa y que siguen despertando palabras de temor o de censura entre funcionarios, vecinos y turistas mayores de 40.

Lo curioso fue que la puerta de entrada a la ciudad de los niños quilomberos, en el edificio ubicado sobre el clásico bar Barajas, fue abierta por una mujer mayor, una ítalo-argentina que rezongaba en cocoliche por el desenfreno reinante, que queda puesto en evidencia si, para colmo, alguien deja la puerta abierta del ascensor en el cuarto piso y hay que subir por las escaleras. Antes de la italiana enojada, Página/12 quiso entrar de la mano de dos jóvenes que fueron brutalmente sinceros: “No te puedo llevar al departamento porque es un descontrol. Están todos en bolas, en pedo, mal”.

La mujer que abrió la puerta sin la menor intención de ir a jugar llegó al cuarto piso, al departamento donde la espera su resignado y hasta sonriente marido, diciendo que está arrepentida de haber comprado ese lugar, al que vienen sólo para los meses de verano. “Non se puede más e’ inaudito”, insiste antes de cerrar la puerta luego de permitir que Sandra, la fotógrafa del diario, haga unas tomas aéreas de la avenida 3, asomada a un balcón famélico, sin ninguna flor.

Recién entonces, en el departamento vecino, aparece un sonriente Matías, acompañado por su amigo Ariel, clericó reglamentario en los vasos, para mostrar con cierto orgullo el lugar que alquilaron este verano junto con otros chicos del barrio porteño de Villa Urquiza, en el que están, como invitadas de honor, un grupo de lindas chicas llegadas a Gesell desde la localidad bonaerense de Castelar.

Semisentada sobre un mueble del comedor, Gimena también analiza el panorama, mientras otras cuatro chicas ensayan un baile sensual y logran su cometido: erotizan a los chicos que las miran, mientras echan a volar sus mejores deseos. “Estamos de vacaciones. Estudiamos, trabajamos y también nos queremos divertir. Yo me pregunto una cosa: ¿las generaciones anteriores nunca armaron algún descontrol? Digo, pregunto. Nosotros sólo queremos divertirnos y no hay intención de molestar a nadie.” La conversación deriva, entonces, en la mala memoria de los buenos momentos. “¿Esta no era un playa llena de hippies? Digo, pregunto, ¿los hippies eran aburridos o también querían gozar de la vida?” Sofía y Gaby asienten y aseguran que ellas disfrutan “sin intención de joder a nadie”.

Están de vacaciones, sin padres a la vista, y se compraron veinte botellas de “suero de emborracharse”, porque es mejor que sobre y no que falte. En las escaleras del edificio, el panorama es complejo, sobre todo si se lo ve con los ojos de la señora de acento italiano. Subir hasta el cuarto piso supuso pasar por una larga hilera de chicos y chicas en éxtasis, con bailes y gritos, y algunos casos de desmayos en la escalera porque es obvio que a muchos les falta eso que entre los bebedores sociales se llama “cultura alcohólica”.

En la calle, sobre la atestada avenida 3, un policía llegado de Las Flores, en la provincia de Buenos Aires, dialoga con algunas vecinas suyas que encontró de casualidad y afirma que los chicos “se portan bastante bien, no hay grandes quilombos. En años anteriores se dieron algunas peleas, pero ahora no”. Los tarjeteros de Le Brick, la disco que cada noche alberga a no menos de dos mil chicos, aseguran que este año “todo está muy tranquilo, no pasa nada, más allá de algunos excesos lógicos cuando se está de vacaciones y sin padres”. En la calle no se advierten situaciones violentas, más allá de algún desubicado que, apoyado en una columna de alumbrado, se echa un meo salvaje, una lluvia dorada que salpica como las olas en el muelle.

Frente a Dixit, otro de los boliches del centro, una cola interminable de chicas empieza la peregrinación hacia las pistas de baile y las barras. Un rubio con cara de encargado o de dueño y que, se nota, ha tenido alguna pesadilla, se enoja con la fotógrafa del diario, porque retrata en la vía pública a chicos que posan y piden ser fotografiados. “¿De dónde son? ¿Por qué se meten en mi intimidad?”, increpa el rubio, mientras por el celular llama a la policía para que ponga en caja a los periodistas desacatados. De nada sirve, para tratar de calmarlo, que le digan que su foto no le interesa a nadie y que la vía pública es eso: vía pública.

La policía llega, una hora después, cuando ya la discusión está acabada y el rubio siente que ha fracasado en su intento de amedrentar. Los policías saludan y se van, sin darle importancia al incidente. En la noche y en la madrugada de Gesell, los chicos –y a veces hasta ciertos periodistas como los de Página/12–, pueden resultar molestos. Por alguna razón, las actuales autoridades municipales suspendieron los conciertos de rock que se hacían en el viejo autocine, en la entrada a Gesell, y que, de algún modo, sacaban los “ruidos molestos” del centro de la ciudad. Hoy, bandas “tributo” de escaso valor artístico meten ruido en los pubs del centro, sin capturar los gustos de los más pibes.

Por alguna razón, en la ciudad de los jóvenes, como se dijo de Gesell a lo largo de tantos años, hay funcionarios que insisten en señalar que a la villa llegan en verano “300 mil turistas, de los cuales sólo tres mil son menores de 20 años”. Por eso se prohibió a las pancherías que estén abiertas entre las 5 y las 9 de la mañana, para evitar la concentración de chicos en la zona céntrica, alrededor de esos negocios. El propietario de un comercio llamado Club del Pancho presentó un recurso de amparo y la Justicia lo autorizó a funcionar en ese horario, lo que genera una desigualdad con el resto de los comercios del rubro.

La ordenanza, además, no sirvió de mucho, porque los chicos y chicas se agrupan igual, comen y beben igual, y transforman a la avenida 3 en peatonal obligada hasta las 10 de la mañana. “Esto no se puede parar así nomás. El que quiere paz, que se vaya a Las Toninas”, insiste Matías.

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En la calle, los chicos “se portan bastante bien, no hay grandes quilombos”, comentó un policía.
Imagen: Sandra Cartasso
 
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