SOCIEDAD › LOS QUE APROVECHAN LA TEMPORADA EN LA COSTA PARA HACER PLATA DESDE EL CIELO

Estamos en el aire

 Por Soledad Vallejos

Desde Pinamar

La playa queda lejos. Acá, a once kilómetros de la arena, hay tres hangares, algún avioncito con cabina individual, avionetas en las que pueden plegarse hasta tres intrépidos y sentarse un piloto. Hay un cielo turquesa surcado por nubes que suenan a cuadro. Tendido en un galpón, un hombre plancha un paracaídas recostándose sobre él, mientras alguien pide un mate, “dale, antes del próximo vuelo”. Pero en el Aeródromo de Pinamar eso no es todo. También están las risas de quienes combaten la ansiedad del bautismo en paracaídas viendo a los pastores ingleses: corren, frenéticos, atraviesan el campo hasta la zona donde la avioneta, que viene de sobrevolar la línea de la playa con publicidades, se acerca para enganchar una nueva bandera. Entre los hangares y la pista verde esmeralda, la mañana pasa despacio pero resulta intensa, porque hay que aprovechar la temporada. A las puertas de su oficina, con un mapa inmenso de fondo, con una batalla de gatitos cachorros a sus pies, Fernando Roig, responsable del lugar, explica que la batalla es contra el tiempo. “Estamos desde el 15 de diciembre, terminamos el 15 de marzo”, y en esas semanas hay que recorrer la costa atlántica la mayor cantidad posible de veces, ‘bautizar’ en el aire a la mayor cantidad posible de gente, hacer piruetas imposibles casi todos los días.”

La fábrica de vuelos

Pura lógica publicitaria: “Si tenés una de yerba, pasás a las doce, o un poco después del mediodía. Si tenés algo más para adolescentes, salís después de las cinco de la tarde, porque antes los chicos no se levantan. Así vas calculando”. Las pasadas por “el circuito de publicidades”, dice Roig, se hacen “en horario de playa”, y pueden llevar poco menos de hora y media entre ida y vuelta “hasta el fondo de Villa Gesell”. Así se decide qué avioneta cruzará primero hacia el sur, regresará, otra vez en línea recta, otra vez a velocidad constante, camino al norte.

Sólo después de haber cumplido su misión, de haberse paseado ante cientos, miles, de ocupar en el paisaje su lugar, como antes lo hicieron las sombrillas, las lonas, los churreros, los mates, la avioneta vuelve. Y como hay mucho trabajo, la ruta de las banderas es un eterno empezar y terminar. Sobre el verde esperan, alternativamente, recomendaciones viales, consejos sobre localidades en las cuales invertir, medicamentos de venta libre, direcciones de páginas web, paseos por zonas turísticas que no son éstas.

Es como una ronda de nunca acabar, pero que pareciera tampoco empezar: el avión nunca carretea para irse, nunca regresa para quedarse. Todo sucede en pleno vuelo.

–Mirá, mirá: lo deja y ahí va a arrastrar el otro.

Basta que Roig lo adelante para que una avioneta descargue la bandera sin dejar el aire; con unas cuerdas y una maniobra apenas perceptible, engancha otra también en pleno vuelo, casi rasante, sobre la pista de césped prolijísimo. A lo lejos, en diez minutos, quince a lo sumo, sonará un motor que irá acercándose, y otra avioneta dejará que los perros crean que pueden cazarla, descargará, dará un rodeo sin tocar el suelo, volverá a enganchar, partirá.

Dice Roig que la tarea es sencilla y mansa, que también en estos aviones se suelen hacer vuelos de bautismo por la costa. “Dos, tres personas por día, serán. A veces hay más. Ayer, sin ir más lejos, vinieron cinco” para probar cómo se ve la costa desde el agua y desde el aire.

¿Riesgo? “Bueno, riesgo hay en tantas cosas. Igual, yo creo que más peligroso es el colectivo en Buenos Aires.” A su lado, aunque hasta ahora venía jugando a que no es cierto que en un rato tendrá por primera vez un paracaídas y estará ante el vacío, a tres mil metros de altura, Carlos Celotti mira sin saber si preguntar o guardar silencio. En un rato contará que él y sus amigos, Philippe y Andrea y sus hijos, “la familia suizo-argentina”, piensan en este día desde hace sólo una semana. “En realidad, habían planeado embarcarse todo el día, para pescar”, pero resultó que en el camino entre la chacra donde paraban y la playa un día vieron el Aerodrómo. “Y tuvimos que preguntar”, recuerda Carlos ante la sonrisa de Roig, que se tienta porque sabe que enseguida el futuro bautizado contará que desde ese día visitaron el lugar “casi todos los días, para preguntar alguna otra cosa, sacarnos dudas”. “Así que la culpa es de Fernando, que nos convenció. Tranquilizándonos, pero nos convenció. Lo tomamos como un paseo en familia. Un poco extremo si querés, pero un paseo”, remata Carlos.

Claro que estos paseos, a veces, dependen del arbitrio de algo tan incontrolable como el clima. El viento demasiado fuerte, la lluvia que amenaza y no comienza, o que comienza y no parece dispuesta a terminar: cualquiera de esos factores altera el producto. Las personas que hoy esperan, por ejemplo, lo mismo que este diario, hoy está aquí sólo por obra y gracia del pronóstico meteorológico. “Hasta ayer a la noche no sabíamos que saltábamos hoy”, cuenta Carlos. “Ayer nos llamó Fernando y nos dijo ‘prepárense’.” Es así, es así siempre, ratifica Roig. Y a veces eso se vuelve en contra, porque “el que está interesado, a veces viene un día, pregunta, y después cuando el tiempo está bien y le avisás, por ahí no aparece”.

Desde el borde de la pista llega un grito: ese puntito lejano que se aproxima a la zona es el avión con el próximo paracaidista.

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Imagen: Sandra Cartasso
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