SOCIEDAD › LOS QUE DEBUTAN EN PARACAíDAS

El gran salto

 Por Soledad Vallejos

Dice que hace mucho tiempo, en Alemania, cuando no tenía estos hijos todavía pequeños pero ya altísimos, se subió a una avioneta pertrechado de paracaídas y todo lo necesario. A bordo iban, también, otras tres, cuatro personas. “Pero cuando el avión llegó a la altura y era mi turno, me dio miedo. Fui el único que no se tiró. ¡Y hoy me quería venir en ojotas! Sabía que no iba a poder con eso. Así que me cambié, porque dije ‘hoy sí me tiro’.” Philippe Zellweger, suizo, radicado en Argentina, chocolatero y señor de hablar tranquilo, lo recuerda sin saber que hace un rato uno de sus hijos, el nene rubio sobre cuya cara permanecían las marcas coloradas de las antiparras, sonreía ante la cronista al contar la misma historia y concluirla, radiante, con un “hoy se tiró”.

–Y hoy sí me tiré. Si no, no lo hacía nunca más –concluye Philippe.

Camina por el pasto despacito, mientras allá, más cerca de la pista, su esposa Andrea cede la cámara de fotos que no pierde detalle a Ezequiel, el nene rubio. Hoy ella será la única en no tirarse. No está convencida “por motivos de salud”, responde vagamente, y parece tan lejana de los nervios, la ansiedad y hasta el miedo que de a ratos flota alrededor. Los chicos juegan con los cachorros cerca de la oficina donde los modelitos de aviones a escala alternan con alguna foto en el aire, un mapa inmenso, detallado, algún recuerdo de los casi veinte años que el Aeródromo lleva con Roig como alma pater. Las nubes, despacio, van moteando el cielo.

En el hangar, enfundado en su mono negro y con los anteojos firmes sobre la cabeza, Mario mira el cielo y pide un mate antes del próximo vuelo. Ser el instructor de cada persona que se anima a dejarse caer a un promedio de 200, 250 kilómetros de velocidad, tiene su encanto, dice. Aun cuando indica los movimientos en tierra (literalmente en tierra: cada inminente bautizado practica sobre el pasto los gestos que deberá hacer en el aire) y los hace repetir “hasta que se los incorporen, hasta que no tengan que pensar, porque en el aire no podés”, es él quien guía los pasos fundamentales en la altura. Así como acá, en la seguridad terrenal, enseña que en el aire pegar un brazo al cuerpo cambia la dirección de la caída y que soltar una pierna pero no la otra puede hacer girar hacia otro lado imprevisto, antes de que el motor se encienda se mete al avioncito con el audaz y juega a que están allá arriba. Señala cuándo hay que arrodillarse, cuándo estar en cuclillas, abre la puerta para ir a jugar al vacío, y enseña que primero sale una pierna y después la otra. Dice a esa persona que durante un segundo estará al borde de la nada a tres mil metros de altura. “Pero tranquilo, eh.”

–¿Cómo es tirarse?

–Es algo fuerte. Tenés que tener algún estímulo para hacerlo, ¿no?, decir “voy a hacer algo que me va a hacer vibrar”. Pensá: vas volando, se abre la puerta del avión y tenés que salir –dice Mario, que es piloto y fumigador, y adoraría vivir todo el año ayudando a probar qué se siente tirarse desde el cielo, aunque entrado marzo, terminada la temporada, volverá a su taller de botas de polo, piezas de carpincho, que es “un negocio de familia”.

–Está buenísimo. Hay un momento que te da miedo, pero después, cuando te tirás, está buenísimo –dice Ezequiel.

–En un momento, cuando abre el paracaídas, sentís como un tirón, como que te vas de nuevo hacia arriba. La boca te hace así –dice Roig, y mueve los labios, gesticula, como un dibujo animado de sí mismo cayendo a mucha velocidad–. Y no podés hablar porque la boca te hace así. Yo me tiré tres veces.

–No sé, yo voy último porque soy el más gordo –advierte Carlos–. Pero te aclaro que yo tengo pánico a los aviones.

–¿Y entonces cómo va a hacer con el paracaídas?

–No sé, no sé. No quiero ni pensar. Pero es por los chicos, también un poco. Creo que ellos tienen que hacer de todo, ver que pueden hacer de todo. Tener otras experiencias. ¿No?

Es verde, rosa, amarillo, naranja, azul. Todos esos colores tiene el paracaídas que un asistente planchó hasta convertirlo en una mochila pequeña, mientras René, el paracaidista deportivo que aprovecha a sumar horas para su licencia cuando hay vuelos de bautismo, ceba mates por el hangar. Pasan sólo algunos minutos, los suficientes para que Carlos haya logrado, con su verborragia desatada porque finalmente es el momento de la verdad, que alrededor estén sus amigos, los hijos de sus amigos, Roig, alguno de los asistentes de las publicidades, algún perro.

–Voy a hacer el salto del lechón –dice Carlos a la cámara que registrará el tiempo en el avión, la caída, la llegada.

Y suben a bordo. Un carreteo corto, unos minutos y el avión desaparece de la vista. Roig dice que después del primer salto, durante un tiempo, unas semanas, quizás unos meses, “soñás”. “Soñás que estás en el avión, que vas a saltar, que saltás. Soñás con toda la situación de nuevo. Es que es muy fuerte. Es muy linda también, pero muy fuerte.”

Alguien avisa que el avión vuelve, y en cuestión de minutos todos los colores del paracaídas se despliegan contra el cielo. Mario y Carlos van cayendo, se detienen, vuelven a caer pero más morosamente, finalmente pisan el verde.

–Cuando estás ahí arriba, antes de saltar, pensás: qué estoy haciendo acá, para qué hago esto, y mi hijo, y esta altura –dice Carlos–. Pero después estás en el aire y no lo podés creer.

Se adelanta unos pasos Andrea, que vino con falda y de algún modo misterioso acaba de conseguir un pantaloncito para ponerse debajo: acaba de decidir que va a tirarse.

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Imagen: Sandra Cartasso
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