SOCIEDAD › EL PILOTO DE LAS ACROBACIAS

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 Por Soledad Vallejos

“Si a la gente la cansás, no le llama la atención. Ni mira. Por eso lo mío es poquito y cortito”, dice Jorge Malatini, el hombre de la chomba blanca con su apellido escrito en cursiva colorada y como recién dibujado por un avioncito. Malatini es el responsable de que una tarde cualquiera de playa irrumpa un sonido, quede suspendido en el cielo un rastro de humo blanco y un poco más allá, donde el trazo se vuelve intenso y fresco, un biplano avance ruedas para arriba. “Es el chico que hace las piruetas”, había sintetizado hace un rato Roig, el responsable del Aeródromo, cuando lo vio bajar morosamente de la camioneta recién estacionada y dirigirse derecho a lavarse la cara, “porque a esta hora es difícil” no arrastrar el sueño por todos lados. Sucede que Malatini suele trabajar por la tarde, o mejor dicho, a “las horas adecuadas”, que suelen ser después del mediodía, “entre las 2 y las 6 y media de la tarde”. La puntualidad de la cita es, más bien, extraña costumbre de otro universo, porque en éste, el que se abre cuando él sube a la cabina, cuál es la hora adecuada “depende de las ganas mías”.

Formalmente hablando, lo que Malatini hace tras los controles de su Pitts-S-2B, pintado cada temporada con colores y nombre de un sponsor distinto, son exhibiciones acrobáticas. “No anotés, tomá”, dice como apiadándose de la cronista mientras saca una hojita de una carpeta. El documento se titula “secuencia”, no es otra cosa que un machete de a bordo (“hay que hacer sólo lo programado”) y detalla en veintiún puntos lo que puede suceder más tarde un poco más allá de la playa, “pasando la primera rompiente, nunca sobre la playa, nunca donde está la gente”. Sencilla como resulta, la enumeración rezuma adrenalina poética: en el comienzo es “despegue e inversión”, le siguen tirabuzones de distintos volúmenes y velocidades, loopings varios, formas dibujadas según diferentes grados, “ascenso 90º”, “descenso 90º”, “caída de cola”, “lomzeback (vuelta carnero)”, “vuelo lento invertido”, “pasaje filo cuchillo con giro de 360º invertido”...

–¿Demanda mucho físicamente hacer todo eso?

–Claro: mirá cómo quedan los brazos –dice, remedando los gestos de esgrimir cuchillo y tenedor–, y esta panza, ves, ¡fierros! ¡Fierros de asado! No, no demanda mucho.

Y sin embargo en un rato el piloto que dice que todo lo que hace falta es “ser desconfiado”, reconocerá que volar cabeza arriba algo demanda. “A pesar de que te digan que sos loco, en realidad hay que tener disciplina, hay que hacer entrenamiento. Yo no tomo ni fumo. No, no.”

Ni trabajo, ni deporte, tampoco hobby. Malatini dice que es “una pasión”, que la descubrió en Estados Unidos en alguno de sus 30 años (“millones de horas de placer y segundos de terror”) como comandante de Aerolíneas Argentinas. La práctica es tan pasional que ayer, dice, voló “por placer”.

–¿Sabés qué hace un cartero el día que tiene franco? Sale a caminar. ¿Y un marinero? Va al puerto a ver barcos. Esto es igual.

En el Aeródromo las maniobras no asombran a nadie más que a los neófitos, todos a la espera de su turno en paracaídas. Esa mirada, mientras el cielo queda a los pies y la cabeza apuntando a la tierra, no se ve pero se percibe. Eso dice Malatini: que a los cientos de vacacionistas que más tarde detendrán la incursión en el agua, el mate, la siesta, para verlo pasar cerca de la playa, él no los ve. Son cosas que pasan cuando se profesa fidelidad al “enfoque situacional”: es, dice, “tener la conciencia del lugar donde hacés la acrobacia”. Saber que, cuando se dirige hacia el sur, a la derecha está la playa, a la izquierda el mar, debajo la línea de la rompiente, la sombra del avión que avanza. No lo dice, pero quizá parte del enfoque sea también tener la certeza de que alguien habrá mirando, quizás hasta alguna de las personas que dejan mensajes en el perfil de Facebook de su club de fans “oficial”.

Todavía en estos días, y hasta fin de mes, le queda por recorrer de ida y vuelta “toda la costa atlántica, desde San Clemente hasta Pinamar”, en trayectos que pueden llevar hasta tres horas pero puntuados por apariciones estelares sorpresivas y breves. La capacidad de irrumpir es lo último que se pierde. O que debería. De todos modos, “no hay difícil porque cada vuelo es diferente y siempre tenés que cuidarte”. Malatini, que el día de su primera cita con este diario acumula 27.600 horas de vuelo (“casi 14.500 horas” como piloto de línea), dice que la acrobacia aérea “es un deporte”, pero “no uno peligroso, sino uno de alto riesgo”.

–¿Cuál es la diferencia?

–Peligroso lo vuelve el que no sabe. De alto riesgo se vuelve cuando estás continuamente atento, hacés sólo lo programado y tenés cinco ases en la manga, uno solo no sirve.

Un día y unas horas después, un sonido rasante irrumpirá sobre las playas del centro de Villa Gesell. Será esa hora extraña en que suelen coincidir familias con niños pequeños en demanda de churros rellenos, adolescentes con heladeritas cargadas y algún torneo de burako de adultos mayores. Un biplano blanco y verde surcará el cielo de sur a norte, se elevará en línea recta uno, dos, diez segundos, hasta que el sonido se desvanezca. Trazará piruetas que parecieron cientos, volará patas arriba. Finalmente se irá. Entonces, posiblemente, suceda lo que Malatini sospecha: “La gente dice ‘¿todavía no pasó el de las acrobacias?’, ‘¡Sí, te lo perdiste!’. Y entonces se quedan con ganas. Y eso genera expectativa, impacto. A mí me gusta y a las marcas les sirve”.

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Imagen: Sandra Cartasso
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