SOCIEDAD › DIANA, DIEZ AÑOS DESPUES

Lección aprendida

Su muerte puso contra las cuerdas a los Windsor diez años atrás. Pero la monarquía británica se recuperó gracias a unos pocos cambios y a una sabia campaña de imagen.

 Por Lola Galán *

Todavía perdura en el Reino Unido el recuerdo del duelo nacional por Diana, princesa de Gales, tras su trágica muerte a los 36 años de edad. La reina Isabel II y, con ella, los Windsor se recuperaron del bache de popularidad sufrido tras la crisis, pero nadie olvidó del todo las imágenes de aquel espectáculo desbordante de lágrimas y lamentos provocado por el accidente que se produjo en París, el 31 de agosto de 1997. Mucha gente recuerda aquellos días con un poco de vergüenza. “Fue como una explosión de catolicismo latinoamericano, al estilo de lo ocurrido a la muerte de Eva Perón”, concede Richard Kay, especialista en asuntos de la realeza del Daily Mail, el periódico de las clases medias profundamente británicas. Los súbditos de Diana que lloraban su pérdida eran precisamente la gente de a pie que se emociona con las peripecias de las series de televisión.

En un país donde las clases populares aportaron poco a la idiosincrasia nacional –construida sobre el patrón de la nobleza estirada y las clases altas, famosas por su impasibilidad emocional–, Diana representaba, con su carácter efusivo, a una masa sin voz.

Los Windsor nunca calibraron adecuadamente las dimensiones de la figura mediática que se había construido, y que crecía además a costa de la reputación de la familia real. Cuando el Mercedes en el que viajaba la princesa junto a Dodi al Fayed, de 42 años, hijo mayor del patrón de Harrod’s, se estrelló contra uno de los pilares del túnel del Alma, en París, Diana llevaba un año divorciada del príncipe Carlos, del que había comenzado a separarse en diciembre de 1992.

Durante el sórdido litigio previo, la reina de corazones, como se definió a sí misma, había perdido el tratamiento de alteza real, aunque había arrancado a los Windsor una cuantiosa indemnización por los 11 años de desastroso matrimonio con Carlos, nada menos que 17 millones de libras (unos 23 millones de euros). Vivía como un eslabón suelto en la rígida cadena dinástica. Salía y entraba sin escolta oficial, porque ella misma la había rechazado, temerosa de que fuera una forma subrepticia de espiarla.

Así que cuando la noticia de la muerte de Diana llegó aquel domingo de agosto al castillo de Balmoral, los Windsor no consideraron ni siquiera la posibilidad de interrumpir las vacaciones y regresar a Londres. Mary Francis, entonces una de las asistentes de más confianza de Isabel II, contó recientemente su estupor ante la respuesta que recibió de sus colegas de palacio cuando llamó ese día desde el extranjero para ofrecer su ayuda: “No te molestes en venir, suponemos que su familia querrá un funeral privado”, le respondieron. En aquellas horas febriles, Francis sintió el temor de que alguno de los diputados republicanos hiciera un llamamiento público pidiendo el fin de la monarquía, en vista de la frialdad que mostraban los Windsor hacia la fallecida.

No fue la única persona que temió seriamente por el futuro de la institución. Pero si la gigantesca tormenta no trajo vientos republicanos, sirvió al menos para erosionar considerablemente a la monarquía. “Ni siquiera Isabel II se ha librado de las consecuencias de aquel episodio. Su popularidad no es la de hace veinte años, y cuando, quizá dentro de diez, la suceda en el trono su hijo Carlos, las cosas empeorarán”, vaticina Smith.

Cercados por las masas que les reclamaban de manera confusa y brutal más sentimientos y menos rigidez, y espoleados por el terror, los Windsor salieron de su tradicional autismo. Con enorme esfuerzo lograron aparecer conmovidos también ante la profusión de flores y mensajes de afecto a Diana. Y lo que es más importante, tomaron buena nota de la necesidad urgente de afrontar cambios en la relación con sus súbditos. Ni siquiera en aquellos momentos de repudio generalizado la popularidad de la reina descendió por debajo de un 66 por ciento. Aun así, en los despachos del gobierno de Tony Blair se encendieron todas las alarmas.

Diez años después, la crisis parece totalmente superada y el corazón británico sigue latiendo con la monarquía. Según el instituto de encuestas MORI, sus súbditos devolvieron la confianza a Isabel II y su índice de popularidad se sitúa en un confortable 85 por ciento. A esta remontada espectacular contribuyó un importante trabajo de relaciones públicas, en el que brilla con especial luz la película The Queen, de Stephen Frears, donde los acontecimientos de la muerte de Diana y el posterior duelo son vistos desde la óptica de la soberana. Pero también fue necesario introducir pequeños cambios, modificar siquiera ligeramente la carrocería de la gran máquina real, eliminando aquellos aspectos que, en palabras del republicano Graham Smith, “eran los más detestados por la gente”.

Hasta hace bien poco, los Windsor podían presumir de ser la familia real más rancia de Europa. Encerrados en sus palacios y residencias campestres como en torres de marfil, vivían rodeados por una tupida corte de servidores, asistentes civiles y militares, nobles muchos de ellos, y sin la más mínima noción del mundo exterior. En su reciente libro Las crónicas de Diana, la periodista Tina Brown cuenta algunos detalles de los complicados rituales que rigen la vida palaciega, construida en torno de la reina. Cuando su marido, el duque de Edimburgo, quiere cenar con su majestad, envía una nota a través de uno de los pajes del palacio y espera la respuesta.

Nadie sabe cuánto cambió por dentro la vida de los Windsor, pero en los últimos tiempos han hecho grandes esfuerzos por confraternizar con sus súbditos. Finalmente comprendieron que mantener la corona sobre la cabeza, por más que se posean los derechos hereditarios, exige un ejercicio de relaciones públicas permanente.

“Aprendieron la lección de Diana”, dice Richard Kay, periodista y amigo de la princesa. “Ahora se mezclan con la gente cuando hacen visitas y redujeron un poco el séquito gigantesco de militares de uniforme y de miembros de la nobleza que normalmente los acompañaba. Aun así son incapaces de tocar a la gente, eso los horroriza.”

Los cambios formales fueron acompañados de otros más importantes con la llegada de Gordon Brown al número 10 de Downing Street. El nuevo jefe del gobierno preparó un paquete de medidas para modernizar la monarquía. Su deseo es terminar con la tradición de que sea la reina en majestuoso traje de raso, con capa forrada de armiño, la que lea el programa de gobierno en la sesión de apertura del Parlamento. Esa tarea corresponde al primer ministro en otras monarquías constitucionales del mundo. Y la prerrogativa real que permite a la soberana autorizar a los jefes de gobierno a firmar tratados y declarar la guerra sin contar con el Parlamento tiene los días contados.

La aceptación de estos cambios por parte de la Firma (sobrenombre de la familia real británica) fue presentada por los seguidores de Diana como uno de los logros de su vida. Uno de sus principales legados. Lo cierto, sin embargo, como recordaba recientemente un editorialista de The Observer, es que la princesa, lejos de ser una modernizadora, deseaba una monarquía humana al estilo casi medieval. En las crudas palabras de un gran experto en el tema, Anthony Barnett, su deseo era regresar “a una monarquía anterior al siglo XVI; una monarquía querida, capaz de curar a los súbditos mediante la simple imposición de las manos”.

Por el contrario, sí puede considerarse crucial en la superación del bache entre la reina y sus súbditos la actitud de los hijos de Diana y Carlos, los príncipes William (25 años) y Harry (22). Sin dejar de aparecer ante el mundo como dos chicos amorosos, hundidos en el dolor por la pérdida de su madre, ambos se han adaptado perfectamente al ritmo de vida de los Windsor.

Y ambos apoyaron en todo momento a su padre, Carlos, en el delicado episodio de su segundo matrimonio con la amante de toda la vida, Camilla Parker Bowles –celebrado en 2005–. El papel de William y Harry fue clave a la hora de restaurar la imagen de unidad de la familia real, especialmente por las buenas relaciones que parecen mantener con la mujer de su padre y, al menos en el caso del mayor, con su abuelo y esposo de la reina, el duque Felipe de Edimburgo.

Como era de esperar, este entendimiento levantó ampollas entre los seguidores y admiradores de Diana. “Yo los veo totalmente Windsor, parece que les hubieran lavado el cerebro, no tienen nada de su madre. Están pendientes sólo de las cacerías”, opina Patti Hisse, dependienta de la librería de la cadena Waterstone’s en High Street Kensington, donde Diana compraba sus libros. A Patti le impresionaba, además, la dedicación de la princesa a los más desfavorecidos.

La Diana compasiva, que abrazaba a niños moribundos en Angola, acariciaba a ciegos y tocaba a leprosos, conquistaba portadas y corazones. Encumbrada por los medios de comunicación, que establecieron con ella una perfecta simbiosis, una relación de intercambio de favores mediáticos, la princesa llegó a creerse totalmente su personaje. Aprendió a dosificar a la perfección los ingredientes que componían su persona mediática. Repartió el último verano de su vida entre cruceros de lujo en yates de 20 millones de euros, junto a Mohamed y a Dodi al Fayed, y visitas humanitarias, como la que hizo a Bosnia para denunciar el peligro de las minas antipersona.

Mucho se criticó la persecución de que fue objeto, sobre todo por parte de los paparazzi de todo el mundo y de los tabloides británicos, pero se olvida que la propia princesa alimentaba el fuego de su mito. Diana llamaba muchas veces a los reporteros para advertirles de sus intenciones de ir a un determinado restaurante o a una tienda. Estuviera donde estuviese, mantenía largas conversaciones telefónicas con sus amigos y conocidos, algunos de ellos periodistas o directamente emparentados con personalidades de la prensa.

Sus amigos apuntan más bien a otros logros, al referirse al legado de la princesa. “Lo más importante fue su dedicación a los enfermos de sida y su denuncia de las minas antipersona, algo que ahora puede parecer fácil, pero que no lo era en absoluto hace quince años. Desgraciadamente, todo ese legado ha quedado un tanto oscurecido por las circunstancias de su muerte y por todas las especulaciones sobre si fue o no un accidente”, dice quien fuera su amigo, Richard Kay. Se refiere a la infatigable campaña de Mohamed al Fayed, multimillonario egipcio dueño, entre otras cosas, de los almacenes Harrod’s, y padre de Dodi, muerto junto a Diana. Al Fayed –un personaje detestado por el establishment– proclama desde hace diez años que el accidente del túnel del Alma no fue tal, sino un asesinato urdido por los servicios secretos británicos a las órdenes de Felipe de Edimburgo, y con la colaboración de agentes de Francia.

La investigación judicial francesa determinó que la muerte de la princesa y de su novio fue un accidente provocado por el estado de embriaguez del chofer que conducía el automóvil en el que pretendían llegar al departamento parisino de Dodi. Henri Paul, jefe de seguridad del hotel Ritz (propiedad también de los Al Fayed), enfiló el túnel del Alma al doble de la velocidad permitida. La autopsia detectó además abundante alcohol en su sangre y restos de medicamentos antidepresivos. Pero nada de esto consiguió despejar todas las dudas.

La policía británica decidió entonces abrir una investigación destinada a desbaratar todas esas hipótesis. Una diligencia que rozó aspectos íntimos de la vida de la princesa para rechazar la alegación de Al Fayed de que su hijo y Diana iban a anunciar su compromiso matrimonial cuando se produjo el accidente, y de que ella estaba embarazada.

Las esperanzas de cerrar completamente el caso, como último tributo a Diana coincidiendo con el décimo aniversario de su muerte, quedaron, sin embargo, frustradas. Una década después de aquella madrugada de domingo, todavía está pendiente la investigación judicial oficial que se realiza en el Reino Unido sobre cada muerte violenta de un británico en el extranjero.

La muerte de Diana llevó el silencio a los palacios de Buckingham, Saint James y Kensington. Con los tabloides en el ojo del huracán por las circunstancias de su fallecimiento, los Windsor reclamaron respeto para los príncipes William y Harry, y lo obtuvieron. “La prensa los dejó en paz. Habrá que ver qué ocurre a partir de ahora, porque William tiene ya 25 años y no pueden protegerlo eternamente”, comenta Kay, para quien el interés por los miembros de la familia real cayó en picada. “Ninguno tiene una personalidad tan atractiva como la de Diana. Por eso se los sigue menos y se publican menos historias sobre ellos. Por un lado es bueno, todo está más tranquilo, menos revuelto. Pero por otro es malo, porque la monarquía necesita cierta visibilidad para sobrevivir.”

La princesa sigue siendo una figura poderosa de la iconografía nacional en el Reino Unido. Su vida, y sobre todo su muerte, siguen inspirando libros, algo razonable si se piensa en la abrumadora fama internacional que alcanzó y en la desesperación provocada por su muerte repentina, a los 36 años, tanto en sus compatriotas como en admiradores de todo el planeta. Consciente del poder que encierra aún la memoria de Diana, la familia real británica preparó una ceremonia religiosa para recordarla mañana, en coincidencia con el décimo aniversario de su desaparición.

Será un acto sobrio, en el que el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, leerá ante unos quinientos invitados dos oraciones dedicadas a Diana. Pero ni siquiera las críticas esporádicas que publica la prensa alteraron el clima de calma y concordia que rodea este décimo aniversario de Diana de Gales.

Una cosa parece cierta: donde más se llora su ausencia, más que en las calles, en las iglesias, en los palacios o en los hospitales, es en las redacciones de los tabloides. Los paparazzi son los que verdaderamente la añoran. Los que probablemente nunca la olvidarán.

* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.

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