Domingo, 27 de diciembre de 2015 | Hoy
Por Miguel Angel Molfino
–¿Por qué duran tanto los besos? –pregunté.
–Avivate, Nene, así se besan en Hollywood, duran mucho porque meten la lengua en la boca y están ahí un rato –dijo mi primo Tito.
Yo recién había cumplido ocho años y mi primo andaba por los catorce y me había llevado al cine a ver El valle de la muerte con Randolph Scott y Angie Dickinson. La escena del beso final me arrancó la cabeza. El recio Scott y la jovencísima Dickinson se comían la boca como antropófagos. No sé por qué, esa escena –tantas veces vista por mí en tantos matinés anteriores– me reveló la vasta arquitectura del beso, su penetrante intensidad y me abrió las ventanas a una nueva curiosidad.
El viejo y ya muerto Cine Argentino de Resistencia imitaba las formas de un hotel de Teherán: imponente, de piedra color niebla y adusto como Gary Cooper. Su sala olorosa y mahometana, cruzada por murciélagos y alguna que otra paloma, una vez que se apagaban las luces, iluminados todos tan solo por el resplandor de la pantalla, nos iba borrando del mundo para depositarnos en los altos de la Sierra Madre, en las arenas de Iwo Jima, en las malvadas calles de Carson City o en la quilla belicosa de un barco pirata. Ese sueño nos duraba una semana. Pues bien, el impúdico avistamiento del beso de Scott y Angie, como se imaginarán, me cambió la vida o mejor, los besos para siempre. Me dije que si besar era todo eso, esa selva de labios, lengua y saliva, me tenía que entrenar para hacer frente a los retos que se avecinaban.
En 1992, ya en San Telmo, buscando un tema para un cuento, me atropelló este recuerdo. Y así escribí “El simple arte de besar”. Tuvo un buen debut público: fue premiado por la revista Crisis como el cuento del mes. En 1994, integró mi libro de cuentos El mismo viejo ruido publicado por Beas Ediciones.
Les mando a todos un beso. Chau.
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