EL PAíS › OPINIóN

Tiempos veloces

 Por Edgardo Mocca

El programa de restauración neoliberal se ha puesto en marcha con una velocidad inusitada. La transferencia masiva de ingresos hacia los sectores más poderosos de la sociedad que se consumó con el quite de retenciones y la megadevaluación –a lo que pronto se sumará el tarifazo en los servicios de luz, gas y transporte–, el intento de suprimir la división de poderes introduciendo empleados del Poder Ejecutivo en la Corte Suprema, la redefinición pro Estados Unidos de nuestra política regional producida por Macri con su ataque al gobierno legítimo de Venezuela y el avasallamiento institucional contra dos agencias, la Afsca y la Aftic, creadas por ley como organismos autárquicos, conforman un cuadro de cambio vertiginoso de la situación política argentina. No hubo campaña de miedo en los días previos al ballottage, hubo un alerta a la sociedad, cuya pertinencia está siendo duramente demostrada: el macrismo es una nueva manera de presentarse del viejo proyecto oligárquico de dominación. Claro que la nueva manera tiene una extraordinaria significación histórica, puesto que consiste principalmente en su acceso pacífico y democrático al gobierno nacional.

El resultado del ballottage fue concebido por la derecha como el punto de partida de una contrarrevolución legal. Es decir, se terminó el verso de la alternancia, el diálogo y la activación del Congreso. El mensaje parece ser: todo eso está bien pero tiene una condición previa, la de extirpar la enfermedad populista; vamos a fondo contra la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, despejamos los medios públicos de voces críticas, controlamos a través de la pauta oficial a aquellos medios privados que no están totalmente articulados con el macrismo y tomamos las medidas más enérgicas del cambio de rumbo económico, con el Poder Judicial como reaseguro legal y constitucional de última instancia. Es decir, apuntamos a las bases materiales y culturales del populismo; solamente desde ahí se puede construir la nueva Argentina.

Hasta aquí las enormes e inéditas ventajas que provee a la derecha el origen democrático de su poder político. Son ventajas temporales, claro, pero no hay nada más político que una ventaja de tiempo. Cuando se especula sobre la posibilidad de que un determinado proyecto se afirme o no, estamos hablando de tiempo. O mejor dicho de tiempos distintos que se articulan y conforman una coyuntura política. Macri utiliza “su tiempo”, el de las expectativas sociales que todo cambio de gobierno abre, para producir hechos cuya significación se proyecta fuertemente hacia el futuro porque crea nuevos contextos, nuevas realidades. Las reglas de juego institucionales, por su parte, constituyen otro tiempo; el tiempo que dice que cada dos años se renueva el Congreso y cada cuatro años el poder ejecutivo. Y el tiempo institucional dice que en medio de esas definiciones que hace el pueblo como electorado, existen modos de organizar la diferencia y el conflicto que tienen su vértice en las decisiones que toman los tres poderes de la república. Puestas estas abstracciones en la actual escena quiere decir que entramos en el tiempo en que el sistema político –las bancadas parlamentarias, los partidos, las coaliciones, los movimientos sociales, la opinión popular– se constituye como la arena en la que se resuelven los conflictos. Se está empezando a discutir cómo se construye el dispositivo político de la derecha en el gobierno y cómo se articula la oposición al proyecto político gobernante.

El gobierno y sus aliados parecen haber radicalizado su interpretación del hecho kirchnerista como accidente histórico, como aventura de grupos minoritarios aupados tramposamente en la tradición del peronismo y legitimados por la profunda crisis de principios de siglo, como captura de la renta estatal sobre cuya base se construye una falsa militancia capaz de reproducir incondicionalmente un relato construido en las alturas. La interpretación no es ni cierta ni falsa porque no es una hipótesis científica sino una apuesta política; la cuestión es entonces si la interpretación logra o no logra imponerse políticamente. Que esta descripción de los años del kirchnerismo se imponga significaría que el peronismo se incorpore orgánicamente a un juego político en el que la oposición es eso, una oposición. No es una alternativa orgánica al proyecto de país de quienes ejercen el gobierno que como tal defiende las conquistas alcanzadas y se enfrenta a los planes de restauración, sino que es un partido que reconoce la nueva realidad, se adapta a ella y establece tácticas y estrategias adecuadas para volver a administrar el país bajo las nuevas condiciones creadas por el neoliberalismo. La apuesta central es por la normalización del peronismo que es otra forma de hablar de la extirpación de la enfermedad. Hay mucha plata, muchas ventajas, muchas oportunidades en esta nueva Argentina para quienes participen en el proceso de normalización nacional que ha comenzado. Y muchas amenazas claramente formuladas para quienes rechacen la propuesta normalizadora: el “protocolo” de respuesta oficial a la protesta popular ya se presentó en sociedad con la brutal represión a los trabajadores de Cresta Roja. El Congreso, y particularmente el Senado, será dentro de poco tiempo el escenario más visible del intento. Macri abrirá una amplia negociación con un conjunto de provincias gobernadas por el peronismo en la que intentará intercambiar ventajas particularistas por apoyo parlamentario. Será sin duda uno de los procesos dignos de ser seguidos con mucha atención.

También se abre la escena institucional interna del peronismo, la renovación de sus autoridades. Es una cuestión clave para todos los actores políticos, particularmente para el gobierno. Como se sabe, los límites estatutarios de la pertenencia al Partido Justicialista son sumamente borrosos. ¿Pertenecen, por ejemplo, Massa, De la Sota y Rodríguez Saá al PJ? No está muy claro. Pero lo que sí está claro es que eso no se definirá en términos de la hermenéutica de los estatutos partidarios sino en una mesa de negociación en la que se apostará fuerte de todos lados. Habrá una ofensiva “normalizadora” del PJ en clara sintonía con la necesidad de Macri de contar con una oposición complaciente que, como el tero, grite en un lado y ponga los huevos en otro. Esta estrategia tiene a su favor el peso del gobierno nacional y su capacidad de premiar a quienes jueguen a su favor. Desde el punto de vista del cinismo político que se hace llamar realismo parece la mejor opción disponible para buena parte de los jefes provinciales y locales del justicialismo. Pero si todo se resolviera con recursos y desde arriba, la política sería muy fácil; y no es el caso. Aquí se trata de la reorganización de una fuerza política que tiene un “otro” muy claro frente al cual colocarse, que es el macrismo. Y no se trata de una vaga referencia identitaria ni una marca ni un color de los globos sino de una maquinaria política que redistribuye ingresos hacia arriba y establece un gobierno directo de las grandes corporaciones multinacionales y locales. En ese sentido, Macri no ayudó mucho a sus amigos en el justicialismo. No les dio una tregua ni pagó un rescate populista, fue por todo y muy rápido. Probablemente los tiempos del brutal ajuste macrista se superpongan con el proceso de activación parlamentaria y de reorganización justicialista. Habrá que ver cuál es el margen de maniobra que el poder económico pueda facilitar al presidente para morigerar durante un tiempo las inevitables secuelas regresivas de la nueva orientación estatal y consolidarse en su lugar.

Se trata de un cruce temporal dramático como empezó a insinuarse en estos días. No funcionó ninguna tregua. Hay un estado de alerta de hecho en el mundo sindical y social. Hay una reactivación de las redes de autoconvocados y un grado de movilización callejera de lucha contra las medidas de gobierno que no tiene antecedentes en los primeros días posteriores a su asunción. Desde algunos intérpretes de la política esto aparece como la acción de grupos minoritarios; “minorías intensas” se apresuran a decir mostrando credenciales de politólogos algunos comentaristas. La noción está mal empleada: las minorías intensas son grupos de presión y de acción en defensa de intereses particulares o sectoriales. Cuando un grupo de la sociedad sale a la calle enarbolando un proyecto orgánico de sociedad estamos en presencia de otro fenómeno. Podríamos hablar de otro “partido” en gestación. Nunca más oportuna la discusión del tema cuando en España un partido (Podemos) que nació en una plaza se convirtió en las últimas elecciones en un actor central de la política. Claro que el “partido de la plaza” argentino no está naciendo en un vacío de representación. Todo lo contrario, es inconcebible sin la experiencia kirchnerista, de la cual es heredera aún cuando lo sea críticamente. Y esa herencia crea fortalezas y también problemas políticos a resolver. No existe la posibilidad de que esa fuerza se desarrolle al margen del kirchnerismo que es, por otro lado, una experiencia surgida en el interior de los avatares del peronismo. Es decir que un partido callejero y de redes sociales que intente crecer desde el vacío político e institucional es una perspectiva que puede terminar facilitando el operativo macrista de captación del peronismo para una oposición amable y sensata. La fuerza de la plaza y la fuerza institucional, partidaria y parlamentaria de quienes se oponen al giro neoliberal es un mismo sistema de fuerzas que interactúan y se condicionan mutuamente. La calle tiene que ser un límite para la reacomodación burocrática del peronismo y quienes en el interior del justicialismo sostienen el proyecto alternativo al neoliberalismo tienen que encontrar canales y formas nuevas de interacción con el nuevo actor político que está en formación. La pretensión de crear una nueva etapa del movimiento popular con prescindencia de las fuerzas existentes conduce al aislamiento. La pretensión de ningunear a los miles que se movilizan, a la hora de emprender rumbos y tomar decisiones puede hacer colapsar una representación política. Es una hora que exige mucha audacia y mucha inteligencia política.

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