VERANO12

Crónicas

 Por Enrique Raab

Mirtha Legrand y el teatro japonés

También Japón tuvo su Guerra de las Dos Rosas: durante cuarenta años –precisamente entre 1145 y 1185 a.C.– dos poderosas familias feudales, el clan Minamoto y el clan Taira, se disputaron encarnizadamente la hegemonía de las provincias orientales. Por fin, la famosa batalla de Dano-ura puso fin al largo pleito: Yorimoto, conductor de los Minamoto, derrotó a los Taira, desmembró a la extensa familia y adoptó, a partir de entonces, el título de Sei-i-tai Shogun; o sea, “el gran General que venció a los bárbaros”.

Por varios siglos, se enfundaron los sables y reinó la paz: a modo de represalia, el clan vencedor mandó castrar a los dirigentes Taira, mientras sus mujeres eran “destinadas a los prostíbulos del puerto de Shimonoseki”. Hasta el siglo XVIII las infelices mujeres alternaron la profesión con el culto de un género teatral sin precedentes en el mundo: un teatro gestual, sin más sentido racional que el mero ejercicio de la grafía física.

Las palabras –dicen los estudiosos japoneses, que vinculan el espectáculo de las Tairas con el posterior bunraku– no tenían ninguna importancia: la mujer se sentaba en medio del escenario, simulaba tomar el té o un vaso de sake, se abanicaba, recibía a las amigas- , airaba sus floridos kimonos, cambiaba quince o veinte atuendos durante la función y producía rápidos gestos con las manos, los antebrazos, las piernas y el cuello.

Practicado ante los comerciantes y marineros de Shimonoseki, el rito incluía sonidos y sílabas velocísimamente susurradas, frases corteses pero inconexas como música de fondo para este torneo gimnástico, donde lo importante era la multiplicidad de poses, la presteza en la mutación de los kimonos, la fabricada elegancia del signo físico. Expertos occidentales, como Emile Dujois, ven en el teatro japonés de las Tairas una clara tentativa de conjurar, mediante el vértigo de los gestos, una vieja angustia de la Humanidad: el horror al vacío.

Probablemente sin proponérselo –o sea, como simple intuitiva, no como erudita del teatro oriental–, Mirtha Legrand reedita en una de las salas del complejo Estrellas esta vertiente perdida del teatro japonés. Es ciertamente superfluo señalar que usa esta vez un texto ligeramente marchito y encantador de W. Somerset Maugham, como antes había usado las frivolidades de Barillet y Grédy o las peripecias jurídico-criminales de la pobre Mary Duggan.

Ni el texto, ni las situaciones, ni el espacio dramático tienen otro propósito que el de proyectar en dimensión suprapersonal los gestos, las manías, los guiños, los golpes de taquito y las apoyaturas de cadera de esta Mirtha que todos conocen. La modista Henriette proporciona los talleurs y vestidos que cumplen aquí la función de los kimonos en el rito Taira y el más eficaz de los gestos de Mirtha –de profundidad casi ontológica– consiste en un rítmico repicar de los dedos sobre ciertas partes de su cuerpo y, ocasionalmente, sobre su reloj pulsera: este memorable momento ocurre cuando la mucama le anuncia, al comenzar el segundo acto, que un remise espera con las valijas listas para la partida y Mirtha echa una veloz ojeada sobre su relojito, acomete con el golpeteo y le dice a su marido que todavía tiene tiempo de tomar el té.

Una constante del teatro de Mirtha Legrand –la complicidad de la actriz con su público– se verificó puntualmente en este estreno de Constancia, desde el pugilista Carlos Monzón hasta el ex presidente de la Cámara de Diputados Raúl Lastiri, pasando por una gama extensa de eso que la última página del vespertino La Razón llama la farándula, respondió sin desmayos al vértigo de robes, pasaditas y vueltas que Mirtha les proponía. Menos perfectos –quizá porque están menos imbuidos del rito–, los hombres que rodean a Mirtha en el Estrellas ensucian con algunos desplantes corporales esta fiesta de la diva: por ejemplo, Alberto Argibay, entrenado en otro tipo de teatro, occidental y post-stanislavskiano, quien se siente visiblemente incómodo en los sucesivos disfraces con los que el director Daniel Tinayre insiste en vestirlo.

Que la gran Ethel Barrymore haya estrenado The Constant Wife en Nueva York en 1926 es un dato apenas relevante, aunque ayudará a comprender –ya que la puesta no lo hace– algo de lo que Somerset Maugham quiso decir con su pieza. Las rígidas formas del teatro eduardiano sirvieron, se sabe, al autor de Servidumbre humana para marcar las tensiones implícitas entre los códigos morales de la década y el libertinaje subyacente: sin la profundidad de la Cándida, de Bernard Shaw, la Constancia de Maugham apunta en dirección similar y la gran madre de ambas, con otra garra, es nada menos que la Nora ibseniana.

Quienes han visto la versión que John Gielgud montó en Londres, hace dos años, para Ingrid Bergman, sostienen que el parentesco entre Constant Wife y Casa de muñecas se volvía evidente: nadie, en cambio, podía prever esta inesperada versión arqueológica, de raigambre nipona, que Tinayre ha inventado para Mirtha Legrand.

Porque, ¿desde cuándo el lugar físico de una obra puede transcurrir en Buenos Aires en el primer acto y en Nueva York en el segundo, sin que uno solo de los jarrones del living denote un cambio de domicilio? ¿Desde cuándo un brazalete, comprado en Ricciardi, cuesta unos cuantos millones de pesos al comenzar la obra, para costar hacia el final dos mil quinientas libras esterlinas? ¿Desde cuándo, por fin, los personajes tienen apuro, en el primer acto, para llegar al Colón y luego, en el segundo, en el mismo living, parlotean sobre la urgencia que tiene uno de ellos por irse de Nueva York?

Distracciones del traductor Augusto Ravé justificarán a algunos ávidos por minimizar esta experiencia casi vanguardista de Mirtha. La verdad es otra: Mirtha ha desestimado soberanamente los lastres de la dramaturgia burguesa; no ha vacilado en confundir monedas, ciudades, relaciones entre personajes porque su objetivo es, esta vez, la restitución de una vieja expresión, meramente gestual, del teatro japonés. Por eso, más que el complejo Estrellas, este espectáculo insólito parece destinado a otros ámbitos más experimentales: podría augurársele un éxito fulgurante si los organizadores del Festival de Nancy se animasen a invitar esta expresión insólita a su próxima competencia.

Pruebas al canto: en el puerto japonés de Shimonoseki, una vez cumplidos los cambios de kimono, los parloteos y los abanicos para incitar a su clientela, las Tairas decían: “Waga nanji o aisuruga gotoku nanjimo wareo aiseyo”. O sea: “Ven y ámame, como yo te amo a ti”.

Sorpresa de las sorpresas: después de seis siglos, el programa de Constancia, confeccionado por el Estrellas, dice lo mismo: “Mirtha Legrand. Aquí está. Es de ustedes. Su público”. Y culmina con esta orden: “¡Amenla, como ella los ama a ustedes!”.

(La Opinión, 15 de agosto de 1975)

Borges en la Galería del Este

Las mojadas baldosas de la Galería del Este de Buenos Aires comenzaron a ensuciarse con el barro de la calle cuando, cerca de las 18 del jueves, unas doscientas personas confluyeron desde Maipú y desde Florida y se ordenaron disciplinadamente frente a las vidrieras de la librería La Ciudad. Casi a las 18.30, el escritor Jorge Luis Borges avanzó por la galería, pálido, con los labios musitando alguna inaudible plegaria y sostenido por su ocasional cicerone y secretaría Anneliese von der Lippe. La pequeña multitud se abrió y Borges, vacilante, fue empujado hacia una mesa. Sus manos se aferraron intuitivamente a una forma discernible: un florero –que él no veía– lleno de rosas rojas. Iba a comenzar la firma de ejemplares de su último libro de poemas, La rosa profunda.

La ceremonia no transcurrió sin incidentes. Por razón desconocida, la disquería El Agujerito, ubicada frente a la librería, interrumpió sus emisiones de Pink Floyd y de Mae MacGraw y esperó la entrada de Borges a La Ciudad para colocar en el plato del tocadiscos la versión de “La marcha peronista” cantada por Hugo del Carril. Borges decidió no darse cuenta, aunque luego, ya en pleno trámite de firmas, demostró poseer un oído finísimo al alabar cinco compases (de Debussy, provenientes de otro parlante). “Me gusta Debussy –acotó–, y también Stravinsky... Hay una gran felicidad en esa música.” La servicial señora Von der Lippe, ajetreada con el trámite del recambio de volúmenes bajo las manos del escritor, consintió: “Sí, Borges... claro... Pero yo soy muy anticuada... Prefiero a Haydn, Mozart, Bach...”.

Esta polémica musical no fue la única: minutos después de su entrada, Borges utilizó el inglés para protestar contra esa rutina mercantil que la fama le estaba imponiendo. Al firmar el tercer volumen, levantó su rostro inquisitivo hacia la señora Von der Lippe y estimó: “This will last for ever...”. Y luego, más enfáticamente, con cierta desesperación: “For ever and a day...”. El idioma de los británicos no tiene término más vasto para definir la eternidad, pero allí estaba, tranquilizadora, la señora von der Lippe: “Don’t worry, Borges... lt will be short...”.

Fue una mentira piadosa: a las 20.15, Borges seguía estampando, maquinalmente, firmas sobre libros que no veía. Un señor depositó sobre la mesa con el florero la edición alemana de sus poemas. Advertido sobre la variante lingüística, Borges chanceó: “¿Debo firmar en letra gótica?”. Y aprovechó la pausa para acotar: “Los alemanes... Un pueblo equivocado... Pero no es el único... Hay otro, que emitió siete millones de votos...”.

Un filólogo japonés, una alumna del colegio Champagnat y señoras de variada índole intentaron entablar diálogos. Borges se excusó siempre, aduciendo estar resfriado. Diligente, la señora von der Lippe hizo traer una naranjada y ofreció: “¿Un Desenfriol, Borges?”, a lo que Borges contestó con una sonrisa cansada.

La misma sonrisa cansada con la que contestaba a quienes, aparte de la firma, querían una dedicatoria. “No puedo... Estoy ciego”, repitió una y otra vez. Hasta que, en medio de los fotógrafos, un joven intimó con voz arrogante: “Una dedicatoria... Para Sánchez Sañudo... Sobrino del almirante...”. Borges inclinó la cabeza y preguntó: “¿Para quién?”. “Sánchez Sañudo”, repitió el muchacho. “Sobrino del almirante.” Borges esperó un momento, estampó su firma, apartó el libro con cierto fastidio y repitió: “No puedo... Estoy ciego”.

(La Opinión, 21 de septiembre de 1975)

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