VERANO12

El cuarto levantamiento

 Por Carlos Gamerro

A Andrea Rabih

Esa mañana Ana, en contra de lo acordado, me despertó cuando se iba al trabajo. Era para decirme que los militares se habían vuelto a sublevar y habían tomado el Regimiento Primero Patricios de Palermo, el Edificio Libertador y una fábrica de tanques en Boulogne. Lo había escuchado en la radio mientras desayunaba, y le había parecido que valía la pena hacer una excepción.

–¿Qué hora es? –le pregunté.

–Las siete –me dijo–. Esto empezó como a las tres y media, parece.

Pensar que a esa hora yo todavía estaba levantado. Si hubiera tenido la radio prendida me habría enterado antes de ir a dormir, y le hubiera dejado una nota para que no me despertara. Necesitaba dormir por lo menos cinco horas y apenas llevaba dos. Bostecé.

–Bueno. Me voy al estudio.

–Escuchame –le dije–. Escuchame.

–¿Qué?

Estaba muy dormido, y no quería despertarme del todo. Pero algo le quería decir.

–No tomes el 152 ni el 60, que van por Palermo. Tomate el 168.

–Bueno. Chau.

–Eh. Pará.

–¿Qué?

–¿Me pusiste el despertador a las once?

–Sí. Chau.

A las once lo apagué y recordé vagamente la conversación. Prendí la radio mientras me duchaba, sacando la cabeza del agua cada tanto para pescar las noticias y las declaraciones, pero lo único que saqué en limpio, además de mi cuerpo, fue que el presidente había sido claro al respecto de algo, no entendí bien de qué, así que me resolví a pasarme a la tele y apagué la radio, después de secarme y apoyar los pies sobre el felpudo para no morir electrocutado.

Saqué dos medialunas del freezer y mientras se tostaban me hice un café con leche en polvo, ya que la heladera nueva llegada hacía apenas dos días andaba sólo de la mitad para arriba y la leche fresca se había cortado. Me senté en la cama con el desayuno y prendí la tele, a ver si pasaban imágenes del conflicto y se me pasaba un poco la bronca que empezaba a acumular.

Agarré justo un tiroteo entre el Edificio Libertador y Prefectura, donde después de jugar un buen rato al balero el camarógrafo consiguió ensartar la ventana desde donde salían los fogonazos: se veía un humito blanco y después se escuchaba un chancletazo, y el periodista gritaba excitado ahí está, vienen de la Prefectura, son tiros de FAL, desde esa ventana que hemos localizado, ahí se ve el caño del FAL, decía muy seguro, aunque a esa distancia bien podían estar sacudiendo la bombilla del mate.

En eso sonó el teléfono. Odio que me interrumpan el desayuno y pensé en no atender, al final resolví irme con todo y bandeja. Era Alejandra, que hacía poco se había separado de Roberto y se había puesto muy llamadora. Me preguntó por Ana. Se fue a trabajar, a pesar de los combates, le dije. ¿Qué, se estuvieron peleando?, me contestó, susceptible sólo a todo lo que se relacionara con su monotema. No, los de afuera, le digo. Su silencio me aclaró que no entendía. Los milicos, se están cagando a tiros justo por donde pasa el colectivo, expliqué. Todavía seguía un poco decepcionada cuando le corté, prometiendo hablarnos más tarde.

Cuando volví a la pieza había un periodista bañado en sangre y todos sus colegas intentaban entrevistarlo a la vez y entre una pregunta y otra pedían aire y a los demás que no se agolparan. Me enganché un buen rato y cuando miré el reloj me di cuenta de que iba a llegar tarde al trabajo si no almorzaba ya. Apenas me dio tiempo para tostar un pan del freezer –era nuestro primer freezer y Ana metía todo lo comestible en él, para probar– y hacerme un par de sandwiches.

En el colegio la directora me gritó por llegar tarde y los pibes estaban insoportables. Me había quedado hasta las cinco de la mañana corrigiéndoles sus putas pruebas y ahora todos chillaban por su nota a la vez. Terminé echando a dos y dando un portazo y amenazando al resto con represalias hasta que se callaron. No contesto preguntas, no contesto preguntas, le gritaba con furia al primero que levantaba la mano, lo que me proporcionaba un placer muy particular, como el de tener algo importante para decir.

Me había llevado la portátil de los partidos del domingo, pero los malcriados retoños de empresario se complotaron para no darme un minuto de paz. En el colectivo cacé fragmentos deformados por la estática: el presidente exigía la rendición incondicional y les daba plazo hasta las cinco. Faltaba una hora: podía hacerme un buen té para compensar lo escueto del almuerzo y sentarme a verlo por televisión.

En Palermo había un entrevero de periodistas que discutía ansioso si los tanques que se acercaban eran rebeldes o leales; el presentador desde el estudio teorizaba que debía tratarse de leales, pues el gobierno había anunciado su envío, pero a los diez escondidos detrás de la columna que apenas alcanzaba para uno no se los veía demasiado tranquilos: parecían estar esperando que alguno de puro histérico gritara son rebeldes para rajar chillando en todas direcciones dejándoles a las tropas invasoras los micrófonos y las cámaras como botín de guerra.

Ya en los alzamientos anteriores me había sorprendido de cuánto menos impactante resulta la filmación de un combate real que una película de guerra. Por un rato lograron enfocar a un cabo bastante fotogénico que gritaba órdenes a sus hombres y los hacía pasar corriendo de uno en uno una loma de tierra removida. Lo hacía bastante bien y no miró a cámara ni una vez, pero al séptimo culo con borcegos que se perdió tras los terrones resecos del montículo la toma no daba para más. El resto era bastante flojo: algunos travellings de troncos de árboles con tipos escondidos detrás, pero mal enfocados; cada tanto algún oficial en auto que se negaba a contestar preguntas con la ventanilla baja, una ambulancia que reculaba cuando debía avanzar, dos tanques que trataban de doblar la esquina sin subirse al cordón. No mejoró mucho cuando empezó el ataque final. Los bombardeos, por ejemplo, eran decepcionantes: si agarraban el disparo en el tanque se perdía el impacto del proyectil, y si te mostraban la explosión nunca se sabía de dónde había provenido. Lo mismo con los heridos: la cámara nunca sabe a qué sano seguir y cuando llega lo agarra siempre ya tumbado.

A eso de las cinco y media volvió Ana y me preguntó cómo seguía todo.

–Va a haber que llamar al service –le digo–. Se cortó la leche.

–¿Ves? Te dije que no enfría. ¿Con qué tomaste la merienda?

–Con té. Hay hecho si querés.

Miró un poco la tevé desde la puerta del cuarto.

–Casi no puedo llegar al trabajo. Los milicos nos desviaron en Luis María Campos.

–¿Tardaste mucho?

–Como dos horas. Está maldita esa zona, che. El lunes pasado la inundación y ahora esto.

–El día de la inundación fue peor. Te tuviste que volver.

–Y metí las patas en el agua. Hasta la rodilla. No me hablés. Mi único par de zapatos bueno.

Se sacó la camisa, y a la luz virada que el televisor traía desde los tanques en la esquina de Juan B. Justo y Santa Fe sus pechos altos y perfectos brillaron en una breve ráfaga de seducción.

–Mirá lo vacío que está Palermo. No vas a poder pasar –le señalé.

–¿Te parece que está peligroso para que vaya?

–Y... mirá.

–No me quiero perder la sesión –se demoró en silencio frente al placard pensando qué camisa ponerse–. Vos no querés que vaya porque justo estamos trabajando sobre vos. Raquel me dijo...

–Te pueden pegar un tiro. Dicen que está por empezar el asalto final. Esperá que termine.

–Cuando estás con el tenis me decís lo mismo, y después siempre hay un set más. ¿A qué hora empiezan?

–El ultimátum era a las cinco. Llevan media hora de retraso.

–Al último tardaron como una semana en reprimirlo. ¿Te parece que me voy a quedar una semana esperando que se decidan?

–Estás confundida. Ese fue el segundo, porque era en Entre Ríos y los tanques no llegaban.

–Me cago en si fue el segundo o el décimo. ¿Cómo sabés que van a atacar?

–Mirá, mirá, ya se están rindiendo.

En efecto un grupo de uniformados salía por el portón volado con las manos sobre la cabeza y trotaba por Cerviño hacia Santa Fe. Todos tenían la cara pintada con betún de distintos colores: negro, marrón y verde, seguramente para mejor confundirse entre el follaje si tenían que replegarse hacia el Botánico. Ahora que estaban al descubierto, en cambio, cumplía la función opuesta de delatarlos y seguramente les impedía mezclarse con los leales y tomarse el olivo como quien no quiere la cosa.

–Bueno, voy a pintarme para estar lista. A las seis tengo que salir.

–Me lo decís como si yo pudiera hacer algo.

–Che, nene, ¿qué te pasa? ¿Estás con el día masculino hoy? Yo no tengo la culpa si dormiste poco.

–Tu aporte hiciste.

–Qué, ¿preferías que no te avisara?

– Sabías que me acosté tarde.

–Bueno, no me reproches. Estaba nerviosa. Sabés cómo son los lunes a la mañana.

Del portón seguían saliendo grupitos escoltados. Un periodista que se había atrevido a salir al descubierto hablaba exageradamente exaltando la rendición, erguido del todo y hasta moviendo los brazos como aspas para hacer gala de su arrojo. Decía repetidamente “fuego graneado” y “ráfagas de ametralladora” y “se han apagado los últimos focos”. Estaba tan contento que no escuchó los gritos y los pistonazos que recomenzaron y los del estudio tuvieron que avisarle tres veces hasta que se avivó y se volvió a acuchar.

–¿Y?

–Ya casi.

–Yo salgo igual.

–No seas loca. Escuchá. ¿Por qué no la llamás a Raquel?

–¿Y qué le voy a decir?

–Que no vas.

No me contestó más que el ruido de la puertita espejada del botiquín abriéndose y cerrándose. Las mujeres son como los militares, pensé. Se pintan cuando quieren guerra.

–Ya palmaron cuatro. Uno civil. Y en Panamericana un tanque rebelde embistió un 60 lleno y mató a cinco. ¿Y vos justo querés tomar el 60?

–Yo voy para el otro lado - me llegó su voz resignada, como si estuviera explicándole algo a un chico

–¿En Palermo hay tanques rebeldes?

–No, pero mirá si te embiste uno leal. ¿Vos notarías la diferencia?

Tiró de la cadena.

Entró abrochándose el pantalón a mirar la televisión como quien mira por la ventana.

–¿Paró ya?

Los subtítulos de la imagen de los sargentos fumando en sus tanquetas rezaban rendición de los sediciosos en Palermo.

–¿Por qué no me avisabas que ya terminaron? Me estás haciendo llegar tarde a propósito.

–Recién lo muestran ahora, che. No me diste tiempo. Igual los colectivos todavía no pasan.

–Si lo tomo ahora para cuando llegue va a estar despejado.

–Hacé como quieras.

–¿Che, y dijeron por qué se sublevaron?

–Qué sé yo. Ya sabés cómo es. Empezaron con la costumbre de las fiestas y se les pegó. Para ellos será como tirar cohetes. Y después, ya sabés… Las fiestas en familia siempre terminan mal.

–Hablarás de la tuya. En la mía no.

–Porque son judíos. Festejan después.

–Antes.

–Es lo mismo. El año da la vuelta. Aunque en el primer levantamiento coincidimos, porque eran las Pascuas.

–¿No fue para Reyes?

Habían metido tanques por el boquete de los cañonazos y ahora dos o tres se paseaban por adentro del regimiento como taxis acechando a algún pasajero potencial.

–No, ese fue el segundo –le contesto tratando de prolongar la conversación. Acordate que estábamos en Bariloche, y el tío de Mario que en ése era leal nos convidó cerezas negras que le llegaron del regimiento de Esquel. En el primero estuvimos los cuatro días con Alejandra y Roberto, ¿te acordás? Fuimos a la plaza a defender la democracia. Y en la tele pedían que la apagáramos y saliéramos a la calle, ¿te acordás? Yo me acuerdo bien porque fue la primera vez que vi un programa de televisión intentando suicidarse.

–Me acuerdo de que hacía mucho calor.

–Seguís confundiéndote. Estás pensando en el tercero.

–Ah. Hacía frío.

–No, esos fueron los saqueos. Qué poca memoria.

–Vos siempre lo sabés todo, ¿no?

–¿Eh?

–Eso le voy a decir a Raquel. Que no soporto esa pose de sabelotodo que tenés. Vas a ver que me va a dar la razón.

–Supongo que sí –le contesté–. Entre camaradas de armas...

Se fue con un portazo y puse Canal 13, que anunciaba el inminente bombardeo aéreo del Edificio Libertador, último bastión de la rebelión carapintada en la Capital. Llegué a tiempo para observar los primeros vuelos rasantes de los Canberra, brillantes al sol como peces de plata sobre el cielo índigo de Puerto Madero. Supongo que todos los civiles estábamos ansiosos como chicos esperando los primeros inpactos –así pronunció la palabra un periodista sobreexcitado– sobre la fachada brillante del Edificio Libertador. En cambio los militares al ser entrevistados ni se inmutaban. Uno dijo lacónico intimidatorio y el periodista agradecido recogió la limosna y repitió varias veces “vuelos intimidatorios como aquí se dice en la jerga militar”. Se veía que entre ellos los milicos se conocían las mañas, como en las peleas de familia o de pareja, donde los de afuera que no saben bien cuál es el juego ven la acción donde no está y sonríen incautos durante los momentos de mayor furia homicida.

Subí el volumen para escuchar los inpactos desde la cocina y me fui a preparar unas galletitas con salame para llevarme a la cama junto con un vaso de Coca. Si terminaban pronto por ahí me daban tiempo para cenar y después ver Splash, que estaba anunciada para las diez. Yo ya la había visto en el cine, pero como ningún canal ofrecía nada mejor estaba dispuesto a verla nuevamente. Trata de un muchacho que conoce a una sirena en la costa y después ella cae a visitarlo en Nueva York, pero él no sabe que es una sirena porque cuando sale del agua y se seca le aparecen piernas de mujer. Pero después la mojan y todo se descubre: él creía estar encamándose con una escandinava de aquellas y en realidad era un besugo o una merluza. Al final los persigue el ejército y para salvarse se arrojan al mar y él se convierte en sireno y se van nadando hacia el reino submarino y no vuelven nunca más. Esa era la parte que más me gustaba.

Como Ana regresaba a eso de las nueve y media pensé que teniendo la cena lista daba el tiempo para comer y después ver la película desde el principio. Normalmente el proceso de compatibilizar mis dietas carnívoras con sus dietas vegetarianas me lleva cierto tiempo de deliberación y es fuente de no pocas discusiones, pero esta vez me decidí casi de inmediato por una ensalada de atún con aceitunas y canturreando de contento me dediqué a prepararla, olvidando que el atún no podía catalogarse como vegetal ni aun con la mejor de las buenas voluntades. ¿Por qué, entonces, lo había elegido? Fue sólo unos días después, reflexionando sobre el episodio, que advertí la oculta cadena de asociaciones inconscientes que me llevaron a tomar esa decisión. El funcionamiento de la mente humana es siempre para mí una fuente de constantes asombros.

Echando las últimas aceitunas picadas en la fuente me acordé súbitamente del levantamiento y volví al dormitorio esperando ver más no fuera que los últimos bombardeos. En la pantalla me encontré con un alto oficial del arma que decía “se acabó. Tenemos la situación bajo control”, y después con enojo a los periodistas “no me atosiguen”. Tuve unos segundos de agitación hasta que aclararon que era leal, y los titulares con fondo del edificio intacto –pero ahora en sombras– rezaron “la insurrección ha sido dominada en su totalidad. El Edificio Libertador fue recuperado sin recurrir a la Fuerza Aérea”. Por eso no escuché los inpactos desde la cocina pensé, tenía miedo de perderme la derrota y en lugar de eso me perdí la rendición.

Sonó el timbre cuando mostraban a los rendidos. Estaban sentados sobre canteros de flores y los habían dejado sin armas y sin botas. Eso me hizo acordar de una vez que fui al cine en mocasines y me saqué uno y cuando salí a la calle como tenía el pie dormido no advertí que lo llevaba descalzo hasta que la gente señalando burlona me alertó. Pocas veces en mi vida sentí tanta vergüenza, y supongo que si además de estar descalzo de un pie lo hubiera estado también del otro y con el rostro pintado de betún de distintos colores no me hubiera atrevido a salir del cine, que imagino era lo que querían los leales con los rebeldes rendidos en los canteros, dejarlos ahí plantados.

Era Ana.

–¿Viste el final del levantamiento en la tele? –le pregunté cuando entró.

–Hiciste atún.

–¡Ganaron los leales!

–Sabés que soy vegetariana. ¿Por qué hiciste atún?

–No sé, se me ocurrió, así, de golpe. Mi cabeza fue tomada por la idea, podríamos decir. ¿Sabés lo que dan por la tele a las diez?

–¿No sos capaz, no? –dijo lloriqueando con ojos de gato que vio el canario–. Tengo que hacer terapia por tu culpa y ni siquiera sos capaz de tenerme algo para comer cuando llego.

Imaginando los inpactos sobre la fachada compuse una sonrisa.

–No me atosigues, por favor –le pedí de buen modo.

–Y mirá la casa. Mirá qué desorden. ¿No podés ordenar, alguna vez? ¿O siempre tengo que hacerlo yo?

Evidentemente las operaciones se desarrollaban de acuerdo a lo planeado. Todos los lunes era igual. Pero quizá todavía fuera posible evitar un ataque frontal. Intenté negociar.

–¿Te corto una manzanita? –le pregunté, apretando los dientes hasta que los sentí crujir.

–¡Media! Sabés que estoy a dieta.

–Está bien, media –dije con esfuerzo– ¿La querés con azuquita?

–¡Azúcar no! ¡Sacarina! ¡Cómo vas a ponerme azúcar!

La manzanita me temblaba en la mano y concentrándome para no cortarme hice un último esfuerzo y le clavé el cuchillo.

–¡Ese cuchillo! ¡Cortaste salame! ¡Cómo me vas a cortar la manzana con ese cuchillo! –empezó a chillar con las facciones deformadas por el odio. Los Canberra giraron como peces de plata en el cielo índigo y se lanzaron luego en picada ciega sobre la mesa de la cocina, ametrallando platos y cubiertos, haciendo volar la ensalada de atún y papas y aceitunas por los aires, convirtiendo la manzanita en puré, barriendo la habitación con una metralla de sacarina, azuquita y rodajas de salame. Una serie de explosiones levantó la mesa por los aires y tres o cuatro ráfagas aisladas dieron cuenta de los platos y vasos que todavía seguían en pie en la mesada. Los tanques luego avanzaron sobre todo aquello convirtiéndolo en polvo y cuando terminé de pisotear lo poco que quedaba mi vista se encontró con la figura de Ana, acurrucada detrás de la mesa volcada tratando de cubrirse la nuca con las dos manos entrelazadas.

–Qué te pasa, mi amor, qué te pasa –dijo asomando la cabeza cuando empecé a llorar.

–Estoy harto –le dije moqueando–, estoy harto de vivir así.

–¿Así, cómo? –me preguntó asustada, pensando que me refería exclusivamente a ella.

–Así –le dije, señalando con las dos manos como una brújula loca a mi alrededor. Trataba de encontrar un gesto o un objeto que pudiera resumirlo todo y no era capaz de encontrar nada que no estuviera confundido con todo lo demás–. Así –le dije de nuevo, dándome por vencido–. Así.

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