VERANO12 › VICENTE BATTISTA

Nacimiento

Quique cierra la puerta con llave. Para que no nos molesten, piensa Omar. No tiene nada de extraño, cerrar la puerta y no permitir la entrada de nadie: solos en la pieza hasta el final de la obra. La Navidad anterior, y también la otra, Quique se había negado. Cuando empieces el cole, le había dicho. Ahora, por fin, accedía: en marzo Omar ingresaba a Primero Inferior y prometió que iba a ser un testigo silencioso, aprender mirando.

–Cuidado con la latas –dice Quique.

–Ahí está lo que horas después será la admiración del barrio. Visto así desilusiona bastante: unas cuantas latas de aceite vacías, pedazos de espejos rotos, un paquete de harina, algunos cables engrasados. Para la iluminación, explica Quique. Sobre la mesa: el Niño, la Virgen, pastores, los Reyes, vacas, ovejas, palmeras y otro montón de muñecos.

Hay que tomarlo con naturalidad, aunque da algo de pena estar de este lado de las cámaras. A Omar ya no le asombrará el Pesebre: termina de descubrir que el revés del papelmontaña es sólo papel madera y que este pastor, que más tarde estará arrodillado junto al Niño, ahora apenas es un simple muñeco rodeado de estopa. Para que no se arruine, explica Quique. Fuerza, comenzaba a ser el Constructor.

–Andá limpiando los espejos –dice Quique–. Cuidado con cortarte. No tenés pinta de aguantarte un tajito. Decime, ¿de dónde sacaste esa ropa? Tiene razón. No es la primera vez que se burlan de su conjunto: una blusita celeste, con canesú y tablitas sobre el pecho, y un pantaloncito, demasiado corto y apretado, haciendo juego.

–Me lo hizo –mi mamá, piensa– la vieja –dice, intentando una voz gruesa e irónica.

–Te queda lindo dice Quique y le alcanza los trozos de espejo. Dejalos suaves, como tus piernas.

Y con la punta de los dedos le roza, apenas, la pierna izquierda

Omar frota una y otra vez los trozos de espejo, observa su cara en el espejo más grande.

–¿Qué hago? –pregunta.

–Nada –dice Quique, sin mirarlo, ocupado en cubrir las latas con el papel montaña.

Omar, resignado, pasa otra vez el paño por los espejos; ahora, meticuloso, los acomoda en el suelo, por forma y tamaño. Se aburre. ¿Te aburrís? pregunta Quique.

–No, no –dice Omar.

–Andá preparando la harina, para la nieve ordena Quique.

Omar abre el paquete dispuesto a blanquear las montañas, Quique se lo impide, le quita el paquete y sólo permite que Omar esparza algo de harina sobre un sector de poca importancia.

–Vamos a probar la iluminación dice Quique y se dirige a un interruptor disimulado a un costado de las montañas más altas. Acciona el interruptor, comienzan a titilar las luces del Arbol. Otras lámparas, fuera del Arbol y sabiamente ocultas, le dan brillo a los lagos y a las montañas.

–¿Qué tal? pregunta Quique.

–Maravilloso –dice Omar.

Quique acciona nuevamente el interruptor y la pieza otra vez vuelve a la semioscuridad.

Es tiempo de acomodar el Pesebre. Quique lo coloca, aún vacío, en la montaña adecuada. Se agacha, distribuye algunas ramas y pasto, y ubica a la vaca y al burro que con su aliento darán calor al Niño. Observa un instante y reacomoda a uno de los pastores que están junto al lago, luego se dirige a Omar.

–Alcanzame a la Virgen –pide.

Omar se acerca a la mesa y encuentra a María junto a un paquete de musgo, algunas guirnaldas y tres ovejas. Pone a la Virgen en la palma de su mano, la oprime, orgulloso, y se sienta al lado de Quique.

–¿Esta? –dice.

Quique asiente y entonces Omar pregunta lo que desde hace mucho lo inquieta.

–¿Cómo es que siendo virgen tuvo a Jesús? No es que las mujeres cuando...

Quique sonríe.

–Porque es el Hijo de Dios, gordito –dice y le pellizca la mejilla. Omar esperaba esa respuesta, pero no el tono. Instintivamente, echa la cara a un costado. Va a creer que soy una nena, piensa, violento por el gesto. Quique, indiferente, busca el mejor lugar para la Virgen.

–Pero las mujeres cuando tienen hijos –dice Omar y se acerca de nuevo.

La Virgen ya está en su sitio. Quique gira hacia Omar.

–En este caso es un milagro dice y le arregla el cuello de la blusa. Te queda linda la blusita.

–¿En serio? A mí mucho no me gusta... quizá con el botón de arriba abierto, pero mi mamá dice que no, que se usa toda abrochada.

–Tu mamá está equivocada, así te queda mejor dice Quique y le desabrocha tres botones.

Omar pasa su mano por debajo de la camisa abierta y comienza a acariciarse el pecho. Quique no lo mira, está acomodando a los Reyes Magos.

–A lo mejor en aquella época no nacían como ahora dice Omar. –¿Qué?

–Digo que a lo mejor...

–No, gordito. Salvo Adán y Eva, y Jesús, todo lo otro siempre así dice

Quique, hace un círculo con la mano derecha y lo atraviesa repetidas veces con el índice de la izquierda.

–¿Siempre? –pregunta Omar.

–Siempre –dice Quique.

–Pero en la Edad de Piedra, no asegura Omar.

–En la Edad de Piedra también.

–Pero en Africa no –arriesga Omar.

–En Africa también.

–¿También? –repite, decepcionado.

Quique asiente en silencio y le acaricia la rodilla. Durante toda la discusión había puesto su mano sobre la rodilla de Omar y ahora se la acaricia.

–Escuchame, che... –comienza a decir Omar.

Quique convierte la acaricia en un apretón.

–Trae a Jesús –dice y señala la mesa.

Omar se pone de pie. No quiere aceptar lo que desde hace un rato lo inquieta. Tantea, imaginando a los muñecos que están sobre la mesa, hasta que finalmente tiene a Jesús en su mano. Le quita la estopa con cuidado y otra vez se acerca a Quique.

–Tomá –dice.

Quique sonríe.

–Ponelo vos –pide.

–¿Yo?

–Sí, vos, ponelo.

Omar se arrodilla, es el único modo de colocarlo sin que se caigan las montañas. De rodillas, en el piso, una mano apoyada en el suelo, para lograr equilibrio, y con la otra llevar al Niño hasta la puerta del Pesebre. Hay que introducirlo con cuidado, llegar a la cuna y ahí depositarlo. El Salvador tiene los brazos en alto y sonríe con ternura. Omar siente la mano de Quique apretando su mano, y la voz de Quique diciendo, muy bajo:

–Así no.

Los labios de Quique casi pegados a la oreja de Omar.

En este instante recuerda lo que se cuenta de Quique. Beto lo cuenta, pero como bien se sabe, Beto es un charlatán.

–¿Por qué así no? –pregunta Omar.

–Porque así queda mejor –dice Quique.

Beto no es un charlatán: las manos de Quique acarician suavemente las piernas de Omar.

–¡Qué hacés, loco! –dice.

Ambos continúan arrodillados. Omar con su brazo izquierdo por encima de las montañas y su mano derecha dentro del Pesebre. Quique, detrás. El cuerpo del discípulo sosteniendo el cuerpo del maestro. Es muy simple terminar con todo, basta con aflojar los brazos, dejarse caer y ¡patapun!, el gran ruido: el Pesebre con el Niño, José y su madre rodando por las montañas, y su cuerpo y el de Quique (porque Quique caería sobre el) volteando lagos, palmeras, montañas; aplastando pastores y Reyes. El Diluvio Universal. Nunca se atrevería a tanto.

–¡Sos loco! –repite Omar– ¡Esto es de marica!

–No digás boludeces, se hace desde que el mundo es mundo –dice Quique, sin dejar de acariciarlo.

Desde que el mundo es mundo, como los de la Edad de Piedra o los de Africa, que nacen igual que nosotros.

–¿No es de marica? –pregunta.

–Andá que te enseñe tu mamita –dice Quique, y se aparta.

Omar no se mueve. Mi mamita, repite en voz baja y lentamente saca la mano del Pesebre. Con el codo voltea a un pastor. No siente a Quique, pero sabe que continúa ahí, detrás. Levanta al pastor y después, dirigiéndose al pastor o a Quique o a él mismo, dice:

–¿Seguro no es de marica?

Desde el suelo, boca abajo, el Pesebre se ve distinto. Las montañas parecen lomitas con enanos. Gulliver en el país de los enanos. En un país de enanos quietos y silenciosos. Enanos de gesto eterno: la sonrisa, unos; el pie en alto o el cansancio por la leña sobre los hombros, otros. Un país de ovejas y burros y camellos, todos muy chicos y todos de espaldas a él, sin saber ni importarles nada de él, porque ahora, quietos como siempre, deberán cruzar las montañas para honrar al recién nacido, a Jesús, el Nazareno, que allá en la cuna alza los brazos, sonriendo, con la vaca y el burro, con María y José. Ellos tampoco saben nada de él. También ellos están obligados a esa única sonrisa, siempre arrodillados y siempre aguardando a pastores que nunca van a llegar. Porque para que todo sea hermoso, debe ser así: hermoso, pero estático. Santo. Arde. Se muerde los labios. Otra vez cierra los ojos, gira la cabeza y vuelve a abrirlos: encuentra un paisaje distinto, se alcanzan a distinguir las patas de algunas sillas y, más gordas, las de la mesa. Quique es pesado, le aprieta los hombros y le clava los dedos. Omar logra estirar los brazos y nuevamente ve las montañas. Fija su vista en una palmera de plomo caída sobre un lago de vidrio. Ya no hay peso y nadie le aprieta los hombros. Arde, pero no tanto.

–Toma, limpiate con esto.

La voz viene de arriba, a su lado cae un trozo de estopa.

Ahora Quique y Omar miran el Pesebre.

–Quedó lindo –dice Quique y, palmeándolo, agrega–: Lo hicimos lindo. Omar asiente en silencio. Se agacha y con cuidado pone de pie a la palmera caída. Quique le revuelve el pelo.

–Vamos –dice y lo obliga a caminar–. Si lo querés ver con todas las luces volvé esta noche.

Otra vez el sol y la calle y Omar de pie, solo, en medio de la cuadra silenciosa y desierta. Mira las casas: en el tercer piso del edificio de enfrente arman un Arbol de Navidad. Mira la calle: el asfalto brilla y un perro vagabundo revuelve la basura arrinconada en el cordón. Sus amigos andarán detrás de don Pepe que seguramente, como otros años, se habrá disfrazado de Papá Noel para recorrer el barrio regalando caramelos y bolitas. No hay nadie y nadie se va a enterar que él ahora, en este preciso momento, necesita a toda la barra. Necesita correr y jugar. Necesita pelear y revolcarse por el suelo y romperse la blusita y rasparse; pero no solo, con todos los otros. Necesita reír con ellos, de cualquier cosa, pero reírse. Los imagina llegar con don Pepe a la cabeza y va corriendo hasta la esquina. Ahí se queda un rato, esperando; después camina hacia su casa, solo y despacio, con los brazos en cruz, haciendo equilibrio por el cordón de la vereda.

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Imagen: Vera Rosemberg
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