CONTRATAPA

Rituales

 Por Noé Jitrik

En un episodio de una serie de televisión que tiene su chiste, Doctor House, el núcleo es una situación que no parece ser una mera ocurrencia. Se dirá que reparar en la significación que presenta un efímero producto televisivo no es muy serio y que extraer de él reflexiones y consecuencias puede ser tan provisorio como el lugar del que procede: el tema que entrará en escena a continuación suele ser abordado con solemnidad, digno de todo respeto y veneración, o con vehemente indignación, creciente a decir verdad si la comparamos con las primeras décadas del siglo XX. Entiendo que no es así, no sólo porque esa serie en particular posee rasgos de una inteligencia notable, sino porque ninguna estructura verbal y visual que recorre el espacio social es un objeto inerte, huérfano de significación.

Una mujer es sometida a las bizarras revisiones que dan sustancia a la serie; declara, de entrada, que es judía ortodoxa y, por lo tanto, sean cuales fueren las indicaciones médicas, sólo seguirá las que no se opongan a sus creencias. En un momento culminante se le dice que debe someterse a una operación porque, si no lo hace, podrá morir en pocas horas. Ella se niega porque no puede admitir que la operen en ese momento, en pleno shabat. De nada vale un razonamiento como éste: “¿Puede querer Dios la muerte de alguien que cree en El sólo porque la salvación se le ofrece un día de guardar?”. No hay forma de convencerla, pero a alguien se le ocurre una argucia: la duermen un poco, tapan con cortinas todas las ventanas y, cuando se despierta, le dicen que ya se está en el día siguiente y, por lo tanto, la operación debe y puede hacerse sin violar esa estricta ley. El rito, que podía llevarla a la muerte, fue burlado y no pasó nada, Dios no se hizo presente, se ve que el rito que le daba existencia y crédito poco le importó.

La situación tiene a mi juicio mucho interés porque pone en evidencia un desplazamiento patético de la creencia, sea lo que fuere lo que es, o la fe, al rito, con cuya práctica parece confirmarse la creencia o la fe, como se la quiera llamar. Eso supone que para llegar a la atención que Dios podría brindar a los mortales bastaría con seguir ciertas normas o prácticas que, muy probablemente, no han sido enunciadas por ese Dios del cual se espera comprensión, amor, salvación, protección, iluminación y tantas otras muestras de un afecto que, en un terreno más modesto, entre gente que no es Dios, se suele desear o buscar.

Así, pues, de una especie de ocurrencia, no necesariamente antijudía pues es muy probable que creyentes de otras religiones tengan actitudes semejantes, se puede entender una situación mucho más compleja en la que, seguramente, muchos teólogos se deben haber detenido. Dicho de otro modo, ¿sólo el cumplimiento de los ritos conduce al esplendor de Dios? ¿No es concebible un contacto directo con la divinidad, tal como, al parecer, había ocurrido en los remotos tiempos bíblicos? ¿O no será que los ritos, y las palabras que los invisten son todo lo que Dios puede ser? En otras palabras la Iglesia es Dios, la Sinagoga es Dios, la Mezquita es Dios y así siguiendo, cultos paganos incluidos, y Dios, triste conclusión, ya no es Dios.

Rezar, arrodillarse cuando está indicado, usar sombreros antiguos y trajes oscuros en verano, vestir ropa talar, cubrirse la cabeza con peluca, pañuelo u otro sucedáneo, no comer carne ciertos días y ayunar otros, murmurar plegarias balanceándose en las procesiones, dejarse crecer las barbas hasta la nuez, ocultar la belleza con una burka, lavar a los muertos o echarse gotas de agua en la cabeza al entrar a una iglesia, beber de ciertos vinos y no tomar ningún vino, y muchas otras gestualidades derivadas, mediante todo lo cual se exhibe la pertenencia a un credo, ¿garantiza tal cosa el acceso a Dios o a los misterios de la creación y de la fe? Y, si es así, ¿qué sería Dios fuera de los ritos consagrados a Su Nombre y dónde va a parar lo sagrado, la creación y la fe? ¿Su Todo Poder se desvanecería si quienes creen en él no cumplen tales ritos?

Lo sagrado, que parece alentar en todo ser humano pensante, el misterio de la existencia, ¿se resuelve, pues, a través de los ritos? Hay que reconocer, no obstante, que en algunos momentos y circunstancias esas prácticas, porque crean una atmósfera de trance, hacen que muchos seres sientan lo sagrado, ahí nomás o como inminencia, vivamente les parece que están a punto de entrar en el misterio: la mística es eso, o casi eso puesto que no es fácil reconocer un estado místico indiscutible, transmisible y legítimo, así como también son importantes ciertos ritos funerarios, determinadas plegarias, así sea dichas por un sacerdote burócrata, algunos gestos, aunque sean tan falaces como las lágrimas de las lloronas profesionales, que suelen traer paz o hacen sentir que la muerte es menos tremenda y, por lo tanto, se llena un vacío, el placebo es eficaz en el momento para cortar la soledad que inevitablemente invade cuando alguien muere.

Pero, en cuanto a los ritos, una primera pregunta: ¿de dónde salieron? ¿Quién los proclamó, los impuso, quiénes se los creyeron y hasta murieron tanto por hacerlos respetar como por respetarlos? Las respuestas a esas casi triviales preguntas se pierden en los tiempos, pero siguen creando cierta perplejidad. Por ejemplo, ¿dónde estaba indicado, por Dios o algunos de sus voceros preferidos, que un cura debía ser casto o un rabino usar ropa que estaba de moda en Rumania o Ucrania en el siglo XVII, insuficiente en invierno y sofocante en verano? Alguna explicación, basada en una astucia histórica, se ha dado: Maimónides, que algo sabía de esto, cuenta, porque era médico, que la prohibición de comer cerdo entre los judíos responde a que la triquinosis que los bichos trasmitían sólo podía ser neutralizada si a los fieles se les decía que para Dios los porcinos eran réprobos. Algo semejante a las cortinas que suspenden un shabat y permiten que se salve una vida.

En los ritos, pues, aparentemente, se ejecuta la creencia y quien no los sigue tal como están estatuidos bien puede correr una suerte penosa, es lo menos que le puede pasar, peor que la muerte. ¿Es impropio señalar, por eso mismo, que la idea o la intuición de Dios pueden haberse vaciado, al menos como según los libros parece haber existido en remotos tiempos? Y no sólo eso sino que la idea misma de Dios, tal como fue consagrada por diversos textos en diversas religiones y trasmitida tal cual desde hace siglos, haya sido socavada, perforada, ahuecada de modo tal que aplicarle el verbo “ser” es sólo una mera hipótesis, un modo de decir, una costumbre que ni siquiera salva del aburrimiento.

Lo que queda, y a eso vamos, son los ritos. Ahora son lo que son y resulta extraño que no sean objeto de una reubicación conceptual, sobre todo cuando en otros momentos no han podido impedir saltos al vacío de tremenda importancia: podría decirse que la música, plenamente ritual, de Juan Sebastián Bach, nos crea una duda sobre este punto; la recordamos, la celebramos, creemos entenderla pero no recordamos a los asistentes a las misas en las que se tocaba, tampoco a los guardianes de la fe que la encargaban, y ni siquiera a las misas mismas que se siguen prolongando tediosamente mientras Bach resplandece más allá del rito al que se prestaba. También la obra de San Juan de la Cruz sugiere que si no para todos al menos para él Dios, o Cristo, era una presencia lancinante, una quemadura que sólo podía atemperar escribiendo esos versos que todavía resuenan, mientras que los oscuros sacerdotes que no le llegaban a la sotana vaya a saber en qué basurero de la historia han quedado. Y lo mismo esa obra fulgurante de Simone Martini, que brilla todavía en tanto que las finalidades que se le quisieron imponer han desaparecido: ¿dónde está Dios en la ecuación de una circunstancia ritual y una perduración prodigiosa? ¿Será el poder de los artistas el modo en que Dios exhibe su existencia? ¿O no será que los artistas de esa talla son ellos mismo Dios?

Pero esto no es sólo asunto individual, que mucho no importa, que cada cual se las arregle con lo que cree y las expectativas que tiene respecto de lo que cree y cómo cumple con las respectivas ordenanzas; lo que importa es el paso a lo político de ese desplazamiento; entiendo que es la fuente de conflictos muy grandes, enfrentamientos muy cruentos, desinteligencias feroces, retrocesos civilizatorios, nada de lo cual resiste un análisis más o menos tranquilo y sensato.

¿No residirá en eso el eterno, sangriento, implacable y delirante conflicto del Medio Oriente? Sin duda que hay muchas otras cosas por detrás, y más materialmente importantes, pero de pronto el tema se pone en evidencia y brota en desacuerdos trágicos, por ejemplo los espacios llamados sagrados y a los cuales nadie que no cumpla con los respectivos ritos puede entrar. Así, por qué los israelíes quieren construir en tierra musulmana, a la que consideran propia pero no porque posean la propiedad sino porque en ellas Jehová se le hizo presente a ¿quién?, ¿a Job, a Jeremías, a Ezequías?, sabiendo que esa intención es agresiva y, a la inversa, por qué los musulmanes consideran que esa tierra es su propiedad porque por ahí pasó algún emisario del Profeta?

¿Dónde está lo sagrado en uno y otro caso? ¿No sería más político y más humano considerar que la idea de la divinidad que cada uno pueda tener no reside en un pedazo de tierra y que si se piensa así sería más fácil respetarse, reconocerse, dejar de agredirse, construirse como seres humanos en un tiempo también humano?

Si lo sagrado que define a lo humano no pasa por los pelos de la cabeza ni de la cara sino por lo que hay dentro de ella, tampoco pasa por los ritos, los símbolos, los emblemas, los gritos. Más bien, se diría, recordando a viejos poetas, Dios está en el detalle, en la palpitación, en el en sí y no en el exterminio del diferente, insensato propósito, fuente de infinitas desdichas en homenaje a algo que se disipa en los innumerables desplazamientos de que es objeto, cada vez más, y con más ferocidad.

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