CONTRATAPA

El origen del mundo

 Por Mario Goloboff *

Modelo reconocida de La Belle Irlandaise (La bella irlandesa) y de un retrato que con el título la identifica, y modelo supuesta de L’Origine du monde (El origen del mundo), la pelirroja Joanna Hiffernan era, a no dudarlo, realmente muy bella. Así lo atestiguan al menos aquellas obras y lo hace suponer y ver, en parte, la última. Aunque es ésta la que, indirectamente, ha llevado su nombre a la inmortalidad, y el de Gustave Courbet no diría a la fama, ya que ésta la tenía por cierto asegurada, pero sí a la intriga histórica, al enigma, a la polémica y a la duda, desmedros que cuentan entre las mayores y mejores formas de la consagración.

El detalle realista (una preocupación consecuente con tal estética para rendir sumisión extrema a la inmanencia de “lo real”) es llevado aquí a su máxima expresión, al punto de darlo vuelta como un guante: el sexo, en todo lo que de fulgurante pueda tener, en lo visual y lo factual y lo central de la vida misma; sin doblez, sin subterfugios, sin ocultamiento ninguno; sin figura ni desliz ni suposición ni sugerencia: la presencia viva.

El origen del mundo es, también por eso, una tela límite de Gustave Courbet. De un atrevimiento con el cuerpo que la pintura no habría de tener hasta las primeras presentaciones de los autores austríacos del expresionismo o, como lo catalogaron los nazis, “el arte degenerado”. No fue la única en su especie; pintó antes Les baigneuses (Las bañistas, 1853, y está en Montpellier), igualmente épatante, pero aquélla la rebasa en todo: en originalidad de la representación y, aun, en el logro de la forma y el color, si bien en la bañista de espaldas y marchando algunos críticos ven, ya, el reemplazo de la mujer hermosa y “objeto” de la tela por otro tipo de referente más avanzado, una imagen “fuerte y fea, desembarazada por fin de las convenciones de la enseñanza académica” (Michèle Haddad). En todo caso, no se sabe por qué lo oscuro de la pelirroja Joanna en El origen...; tal vez para no delatar a la dama y no crearle otros inconvenientes familiares, conyugales; acaso porque el pelirrojo, durante tantos siglos, había sido un color infamante y delictual: tiempos de persecución de los inquisidores a las pobres muchachas medievales, acusadas, por el color del pelo, de brujería, para poder llevarlas a la tortura y a la hoguera, en uno de esos tantos delirios que atravesó nuestra agitada historia humana en manos de los defensores de la fe. Haber puesto tal matiz en el cuadro habría duplicado inútilmente la transgresión y dado lugar a interpretaciones históricas y religiosas, es posible que muy alejadas de los propósitos de Courbet. A pesar de todo, esta tela no alcanza a constituir la mayor de las paradojas del autor. Quizá sí lo haga, acompañando a ella, su proclamada castidad de la que documentadamente se habla: “Amo cada vez más a las damas, pero sobre todo en la idea y la imaginación, como lo he hecho siempre”, escribió. Y, según su primer biógrafo, Théophile Silvestre, habría dicho, mientras proponía los bocetos de L’homme délivré de l’Amour par la Mort (El hombre liberado del amor por la muerte): “He resuelto hacer morir la mujer que era el tormento de mi imaginación”.

Empeñosamente, Courbet aprendió a pintar el paisaje y la naturaleza, lo que implica el acto de la salida del taller hacia el aire y el sol. Y en especial a los campesinos del Jura francés nativo (asimismo un poco suizo y un poco alemán), yendo en disciplinadas mañanas al Louvre a copiar los curas y monjes de Murillo y los ricos señores del versátil y prolongado Tiziano. Pero como suele suceder en arte, en buena medida y a su manera fue mucho más allá que ellos: saltó las barreras del clasicismo y fundió en alto grado la observación y el reflejo convirtiéndolos a un “realismo integral” e hizo entrar triunfante a éste, casi inexpugnable, hasta las primeras décadas del siglo XX. Porque su rigor mimético lo llevó a apuntar, ya, rasgos metonímicos de la modernidad: el fragmento, la parte por el todo, la alusión (que era también la ilusión). Courbet fue, probablemente, la mejor puerta de entrada al impresionismo con lo que éste anuncia de un camino hacia la abstracción, sin abandonar la intención de representar el objeto, pero en la impresión –descompuesta en miles de partículas de luz y de contrastes– que de él se recibe.

La obra L’Origine du monde es de 1866. Dos años más tarde, la adquiere un marchand; después, se le pierde toda traza. La recupera hacia la segunda década del siglo XX, cuando un barón húngaro, coleccionista y, se dice, igualmente pintor en sus ratos de ocio, Ferencz Hatvany, la compra y se la lleva a su residencia en Budapest hasta que el ejército alemán, durante la Segunda Guerra Mundial, se apodera de ella. Recobrada por los soviéticos y devuelta a su legítimo propietario que ya habita en París, la última adquisición que le concierne es de 1955 y el feliz comprador la posee hasta su muerte.

Se trata de un amateur no menos singular que la singular obra; un hombre que, a su modo y con su estilo personal y literario (una de las facultades que más se le alabó y controvirtió, a todas luces buena deudora del surrealismo), marcó el pasado siglo, de un gran intelectual que, es evidente, amó particularmente esta obra por sus muchos sentidos y por los que él, con su gusto e inteligencia, sin duda debe haberle aportado. Al punto que la tuvo en su estudio, en su gabinete, ornando durante años el recinto, su laboratorio de ideas, su sala máxima. Ornándolo, pero de una manera oculta, detrás de otra tela mucho más inocente. Quiere decir que la poseyó solo para su personal, secreta e íntima contemplación.

Extraño pudor y extraño gesto (otro más alrededor de esta magnífica y, por cierto y en diversos planos, excepcional obra): se trataba de uno de los mayores transformadores del siglo, relector y reescritor, de un polémico innovador y renovador, de un revolucionario en su particular esfera. Sin embargo, estableció límites a dicha situación y creó, voluntariamente, una censura, un ocultamiento. Tratándose de quien era, es difícil pensar que lo hizo por recato, por miedo, por egoísmo, por esnobismo o por una devoción perversa. El enigma, entonces, como muchos otros del mismo maestro, permanece abierto.

Ese hombre, ese fundador, se llamaba Jacques Lacan. A lo largo de ochenta años de una provechosa existencia construyó un verdadero “fenómeno” filosófico y cultural por medio de sus palabras, sus textos y sus comportamientos, desde el “Discurso de Roma” (1953) y la publicación de sus enriquecedores Écrits (1966) a la disolución de la Escuela Freudiana (1980) que había fundado quince años antes. Durante estos días está conmemorándose el trigésimo aniversario de su fallecimiento, acaecido en septiembre de 1981, y en aquella circunstancia sus herederos hicieron pago del impuesto a la sucesión con el cuadro, el que fue destinado por el Estado francés en 1995 al museo de la antigua estación ferroviaria de Orsay, donde desde entonces ocupa una sala pública a la que todo paseante por la ciudad luz puede visitar y acceder. El destino parece haber querido vincular, definitivamente, a dos grandes creadores, a dos grandes exploradores del origen del mundo.

* Escritor, docente universitario.

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