CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

¿El que mata último ríe mejor?

 Por Juan Sasturain

Pareciera que los humanos somos o creemos ser, dentro de las especies vivas en el planeta, los únicos conscientes de nuestra finitud, de que vamos a morir. Ese saber nos perturba y determina. Porque también somos los únicos –y parece que no es algo desligado de lo anterior– que hacemos dos cosas que el resto no: asesinar y reír. Con eso (dos caras de la desesperación) nos ha bastado para ser eficaces, más eficaces que otros –darwinianamente– digo. Por eso nuestra aparente supremacía ha sido un glorioso, patético desastre. Resultado de lo peor y de lo mejor que inventamos.

Porque matar, matan todos los bichos, pero no en forma gratuita sino por necesidad primaria, razones o instinto de subsistencia: comer y protegerse. Nosotros, en cambio, matamos por múltiples razones e incluso sin ellas. Eso es asesinato.

En cuanto a la risa, se supone que es una estrategia / aptitud / coartada inconsciente o no para olvidar esa sensación que, de ser constante, sería intolerable. Lo es igual, claro, por eso siempre todo termina mal. Si el asesinato ratifica que la muerte tiene razón, la risa hace como si no fuera así.

Ni la risa ni el asesinato son, entonces, naturales; no existen en la naturaleza: pertenecen al universo cultural, ese ámbito, esa casa propia que el hombre se ha inventado (incluye el amor y el odio, la idea de dios y todo lo demás) como proyección y espejo para sentirse diferente. El asesinato y la risa son cultura: ratifican la extrañeza de lo humano, la condición absurda, que le dicen. Si ambos gestos son fruto de la desesperación (equívoca, rebelde libertad) ante una condición insoportable, es mejor pensar que el hombre asesinó primero y aprendió a reír después. Más aún: que aprendió a reír para dejar de asesinar. A reír (se) para no matar (se). Y es una decisión, un gesto libre de pura invención humana.

Claro que no es tan simple; nada lo es. Por eso, en cuanto a las relaciones entre el asesinato y la risa, pareciera que hay ciertas reglas tácitas consolidadas en este mundo cultural, cambiante, en que nos movemos: reírse del que se ríe (incluido –sobre todo– uno mismo) es síntoma de salud; asesinar al que asesina es aparente (y estúpida) justicia; reírse del asesinato (del asesino y del asesinado) suele conllevar un (hipócrita) escándalo moderado; y asesinar al que ríe (porque ríe y hace reír con el asesinato) es socialmente insoportable. Algo de esto hay.

Es que el tabú parecía estar en la prohibición de reír (no de la muerte pero sí) del asesinado y en la prohibición de asesinar al que ríe (de todo, incluso del asesinado). Y en algún momento pareció correrse. El límite, la pregunta lógicamente tramposa de mañana, de hoy, es: ¿se puede reír del asesinato de los que se rieron del asesinato? ¿Se puede hacer un chiste sobre Charlie Hebdo?

La respuesta es, lógica, absurdamente, sí. Y es terrible.

Por eso hay que sacar la cuestión de ahí y enmarcarla. Porque acaso lo que esté sucediendo, este estado aberrante de cosas que se manifiesta por el absurdo, sea la actual e increíble trivialización del asesinato. No de la muerte: del asesinato. La sociedad actual, el (des) orden mundial vigente, no reconoce ni admite su condición asesina. La disuelve en eufemismos, mentiras, números, estadísticas, basura mediática e hipocresía mal enmascarada. El mundo –como en otras épocas, claro, pero ésta sin el atenuante de no saber de qué se trata– está manejado por intereses “naturalmente” criminales, para los cuales la consecución de sus fines político-económicos incluye el asesinato directo o indirecto por acción, exclusión u omisión de multitud de absolutos inocentes.

Ante esta realidad insoportable al buen sentido, el humor, la risa, lo mejor y más auténticamente humano que somos capaces de producir para encontrarnos, solidarios, en nuestra común condición de necesitados de amor y justicia, queda entrampado en el cruce de intereses políticos y económicos indefendibles, hipócritas, a los que les importa un carajo la vida humana, que pueden seguir utilizando dramas como éste u otros para seguir generando las condiciones de posibilidad de la persistencia de su perversa hegemonía.

“Yo creo” es el gesto humano por excelencia. La afirmación, en nuestro castellano, se remite a “crear” y “creer” sin distinción. Es lo que define a la cultura como invención humana, superación –por incomodidad existencial– de la naturaleza que nos fue dada como hábitat: inventar otra cosa, que tuviera (nuestro) sentido. Ese debe haber sido el propósito de todo esto que nos quedó a mano para usar y significar: qué mierda hemos hecho para estar hablando de cosas que nos deberían avergonzar.

Seamos, propongámonos ser, saludablemente, el que ríe último.

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