CONTRATAPA

Elecciones y democracia

Por José Pablo Feinmann

El voto, elemento central de la democracia, es vivido de distintas formas por el ciudadano. Si así ocurre es porque se presenta con variados rostros. Ante todo, en una primera mirada, el ciudadano siente que votar es bueno. Lo siente o lo sabe. Las dos cosas. Siempre es bueno votar. Siempre algo del pueblo se expresa en una elección. No en vano tan empeñosamente lo han negado las dictaduras. Al punto que la ausencia de elecciones es sinónimo de “dictadura”. Raro que alguna de ellas conceda la posibilidad del sufragio. Entre nosotros fue recurrente la voz cuartelera que decía, de las urnas, lo perenne de su encierro. “Están bien guardadas.” Así estaban ellas, las urnas. Y de eso se jactaban los militares.
La calidad del voto tiene relación directa con la calidad de la democracia. Podríamos, y lo haremos pese a cierta esquematicidad del procedimiento, dividir las democracias representativas en dos tipos: representativas plenas, representativas devaluadas o falsas. En la representativa plena el votante sabe que su voto favorece a quien él vota. O que el representante que él elige llegará al Poder para representarlo y no para traicionarlo, para representar a otro. Cuanto más plena es la democracia más plena es la confianza del votante. Cuanto más plena, más transparente. Cuanto más plena, más limpia.
Si nos detenemos en la idea de transparencia será ineludible relacionarla con la mirada. Cuanto más plena la democracia más lejos y más hondo ve el votante. Ve todo lo que necesita ver. Los proyectos que se le presentan. La historia de los candidatos. Sus relaciones con otros poderes. Sobre todo el económico. El poder económico introduce siempre una opacidad en el proceso eleccionario. ¿Quién pagó la campaña de mi candidato? O la de su adversario. La democracia plena requiere de los candidatos la limpieza de sus recursos. Que será la de su independencia. Digámoslo así: cuanto menos comprometido está con el poder económico, mayor es la autonomía del candidato. Siempre que Alvaro Alsogaray se presentaba en elecciones se lo motejaba: “el chanchito de los yanquis”. “Chanchito” se refería al sobrepeso del candidato. Pero también se deslizaba hacia el concepto “alcancía”. Era, Alsogaray, una alcancía en la que los yanquis depositaban mucho dinero. Este dinero financiaba sus campañas. Se señala así la devaluación del candidato. Su clara dependencia de un poder económico. 1) El sobrepeso del ingeniero y capitán remitía a la idea de alcancía. 2) En una alcancía se guarda dinero. 3) Al ser “de los yanquis” eran éstos quienes ponían el dinero en la alcancía. Mal podía el ingeniero representar al votante. Representaba a otros. Muchos acaso lo votaran precisamente por eso. Muchos no. Lo central es que la falta de autonomía del candidato quedaba al desnudo. “Si usted vota a Alsogaray no lo está votando a él. El no es él. El es un peón obediente del poder económico de Estados Unidos.” Quien hacía la denuncia y señalaba del ingeniero su falta de autonomía y su condición mediadora de otro poder tenía un riesgo: revelarles a algunos la verdadera condición del candidato era fortalecerles la certeza de su voto. Algunos, infaltablemente, decían: “Si A. es el candidato de los norteamericanos yo lo voto, sobre todo porque así lo dicen sus enemigos y porque a mí no me molesta que los poderosos del Norte tengan injerencia en este país”. De cualquier forma, la pintada “el chanchito de los yanquis” expresaba claramente el vicio central de una democracia devaluada: el candidato no tiene autonomía. Representa a otros. A otro poder, el económico, que habrá de ser el verdadero poseedor de losvotos del representante. La costosa y temprana campaña de la “Nueva Fuerza” en los setenta revelaba que tenía más dinero que política. “¿De dónde sacaron tanta plata?”, se preguntaban los votantes.
Esta pregunta es importante: “¿De dónde sacaron tanta plata?” O meramente: “¿De dónde sacaron la plata?” Esta relación (candidato-dinero) es saludable para el votante tenerla clara. Hacerla clara. ¿Quién le pone dinero a “mi” candidato? Con frecuencia más de un polo económico. Cada uno de esos grupos concentrados de la economía, ¿me representan tanto como lo creo de mi candidato? Raramente puedo saberlo. He aquí un problema. Una democracia transparente debiera poder llevarme a la certeza que sigue: cuando voto a mi candidato sé que lo voto a él, a lo que él me ha prometido, a su carisma, a mi identificación con su discurso y no a los grupos que han financiado su campaña. Debo saber que el dinero de la campaña no ha erosionado la libertad de mi candidato. Que él no ha vendido el proyecto que nos identificaba. Que si llega al poder –y para eso lo voto– será para representarme a mí, para escucharme a mí y no a sus financistas. El que vota le dice a su representante: “Yo te voto porque te creo. Porque creo en lo que me dijiste. Tus propuestas son las mías. Me las hiciste conocer y yo las respaldo. No confío en quienes te financian. O no tengo por qué confiar en ellos porque me alcanza con confiar en vos”. Para que se produzca esta certeza el representante debe decirles sus propuestas a quienes quiere representar. Menem, por el contrario, apeló a un gesto irracional o místico: “Síganme, no los voy a defraudar”. Como nunca dijo hacia dónde había que seguirlo luego tuvo la libertad de decidirlo él. Aquí la democracia se convierte en caudillismo. Suele ocurrir. La potencia del candidato es tal que no necesita decir su proyecto. Para el representado alcanza con ver al caudillo. Confía en él. “Yo te voto porque sos vos. Y si te voto así es para que hagas lo que quieras. Sé que vas a elegir lo bueno para mí. Que vas a representarme.” Algo así ocurre con Chávez: quienes lo votan lo votan a él porque él es uno de ellos, un morocho como cualquier otro morocho de los cerros. Algo así ocurría con Perón. Zoilo Laguna, poeta menor del primer peronismo, escribió un panfleto llamado “Se vienen las votaciones”. Supo decir: “¡Libertá! Si habrán hablao de ella en otras ocasiones/ ganando las elecciones a garrotazo pelao. Libertá de andar tirao/ Sin techo, pan ni trabajo/ Esa era pa’ los de abajo la libertá del pasado. Vamos a darle cruzado ¡Perón! y asunto arreglado”. El carisma es parte de la democracia. ¿Vale más o menos que la propuesta programática? Bastará decir aquí que la reemplaza. “Perón y asunto arreglao.” El caudillismo no elimina la democracia. Sobre todo no elimina la lucidez de quienes han elegido. A la larga o a la corta, si no cumple con eso que sus seguidores esperan de él, el caudillo se quedará solo. O con su pueblo desalentado, desmovilizado. Habrá, entonces, perdido las elecciones.
Las insuficiencias de la democracia representativa reclaman las virtudes de la democracia directa. Que es, por parte de los ciudadanos, la búsqueda de una representatividad propia y no por delegación. Se vota todos los días. Se elige todos los días. Así, si estas dos democracias se complementan, la transparencia del espacio público hará más plena la mirada crítica de los que eligen y exigen a los elegidos cumplir sus promesas.

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