CONTRATAPA

La zona alien

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO

Hay algo perturbador en los días que separan a la Navidad del Año Nuevo. Una semana rara con tiempo y temperatura propias. La gente parece moverse como si alguien (¿Papá Noel?, ¿el Padre Tiempo?, ¿Dios?) tirara de sus hilos y todo parece suspendido como en el núcleo de un ámbar inocurrente donde, sin embargo, no dejan de suceder cosas porque así debe ser, porque si no...

Todo sigue como era pero todo ha cambiado y uno recuerda las primeras palabras en off –“A primera vista todo parecía igual. Pero no era así”– abriendo ese clásico de la paranoia multi-simbólica que es el film Invasion of the Body Snatchers donde unas vainas extraterrestres usurpan cuerpos y voluntades y predican el advenimiento de “un mundo sin preocupaciones” donde “el amor ya no será necesario” porque “no hay sitio para el amor... El amor no dura... La vida es más simple sin el amor”.

Estos días –que no son ni una zona muerta ni una zona fantasma ni una zona viva ni una zona zombi sino, más bien, una zona alien– parecen optar, en teoría, por el polo opuesto: todos se aman, se extrañan, se necesitan, se reconcilian compulsivamente, como obedeciendo los dictados de alguna voluntad interplanetaria. Y ahí vamos, como autómatas felices, funcionando con el combustible raro de una felicidad automática, mientras yo escribo esto en un avión de salida y, por los altoparlantes, brotan villancicos en versión de la Rod Serling Twiligth Orchestra.

DOS

Y sólo a una inteligencia superior se le puede haber ocurrido el perfecto diseño del asunto.

Así, la Navidad festeja el hipotético nacimiento de un súper-hombre de cuya hipotética existencia contamos exactamente con la misma evidencia histórica de la que gozan otros paladines de la justicia como Júpiter, Manitú, Quetzalcoatl y Linterna Verde & Co. y que –en caso de ser cierto– todos los especialistas coinciden en que llegó a este mundo cerca del 13 de marzo y lejos del 24 de diciembre. La Navidad mira hacia atrás, invoca a los espectros de los que ya no están y obliga al recuerdo y al ejercicio de la memoria. Charles Dickens –que la reinventó tal como las conocemos ahora– lo supo mejor que nadie y consiguió su más perfecta destilación en A Christmas Carol, cuyo verdadero tema es la potencia invencible e inagotable del pasado, del ayer apersonándose en el hoy como ese invitado al que nadie esperaba para la cena pero que todos sabían que llegaría con las campanadas.

Año Nuevo, en cambio, es una celebración claramente futurista fundamentada en la más encantadora de las abstracciones sistematizadas por el ser humano: el paso del tiempo. Ciencia-ficción pura. Vista al frente y proponerse –por un rato y con una copa en la mano y varias en la cabeza– grandes desafíos y formidables retos para lo que vendrá que, sin lugar a dudas, será mucho mejor que lo que fue. Yupi. En Año Nuevo –en esas tres o cuatro horas que anteceden a las definitivas 12 en punto y un par de horas después– nos sentimos renacer, flamantes, rebosantes de posibilidades. La mañana del 1 de enero –cerca del mediodía– comprendemos al despertar que no solo todo sigue igual sino que, además, tenemos un año más y contamos con un año menos. Sí, otra vez: el tiempo no pasa, los que pasamos somos nosotros.

El Día de Reyes podría entenderse como una apresurada secuela de la Navidad pero es otra cosa: es una fiesta pura y exclusivamente infantil y –en países como España, donde yo escribo esto, y tal vez por una apenas subliminal voluntad monárquica– mucho más importante y eufórica que el 24 de diciembre y el 1 de enero juntos. De hecho, hasta hay campañas a favor de sus majestades y en contra de ese lacayo de Santa Claus con el slogan “¿Pero tú quién coño eres?” Los Reyes Magos llegan a Barcelona, son recibidos por el alcalde y cabalgan por las calles de la ciudad. Y el 7 de enero, ahora sí, es cuando en realidad comienza el nuevo ciclo vital. Y, de pronto, todo parece tan lejano y tan empinado y qué pasó, dónde estamos, quiénes somos y ahora qué hacemos.

TRES

Por el camino –cada vez más parecidos a cenizas humeantes– han quedado las huellas de varias tradiciones: la compra de billetes de lotería, ese ya inmortal aviso televisivo tan deprimente de “Vuelve a casa, vuelve” y ese otro del cava Freixenet cuyo estreno reúne multitudes y que este año –en lo que me parece un erróneo gesto revolucionario, porque las tradiciones están para respetarlas– decidió cambiar las ya históricas curvilíneas chicas-burbuja doradas con coreografía à la Busby Berkeley acompañadas por celebridades. Por allí pasaron Demi Moore, Paul Newman, Gwyneth Paltrow, Gene Kelly, Liza Minnelli y Pierce Brosnan, entre muchos otros que luego cobraron generoso cheque. Ya no. Esta vez se optó –el director es la estrella– por un gracioso pero excesivo ejercicio cinéfilo titulado The Key to Reserva y dirigido por un cada vez más intenso Martin Scorsese emulando a Alfred Hitchcock (los interesados pueden verlo en www.scorcesefilmfreixenet.com). Yo lo vi el otro día en el cine, antes de una de fantasmas: 1408, con John Cusack y basada en un flojo relato de Stephen King. La prueba de la casi constante decadencia de King es que, ahora, el celuloide derivado de sus ficciones suele ser mejor que el papel que lo inspiró. En cualquier caso, ahí estaba Cusack –mi generación ha envejecido con Cusack, se podría postular al cusack como unidad de medición espacio-temporal– encerrado en una habitación embrujada de hotel neoyorquino, padeciendo la visita de espectros ajenos para, al final, recibir la visita y la caricia del único fantasma que le interesa.

Muchos se sienten igual por estos días, sí.

CUATRO

Y a la salida del cine, impresa en el suelo del hall del cine, leí la palabra Desaparecidos acompañada de una flecha. Hay ciertas palabras a las que no se puede desobedecer y seguí las flechas hasta llegar –junto a los posters de la nueva de Tim Burton y la nueva de Wes Anderson, coming soon– a un gran cartel con la foto de una playa de isla desierta y paradisíaca donde se leía algo así (cito de memoria, no tenía ni lápiz ni papel a mano) como: 30.000 personas han desaparecido de los sitios que solían frecuentar y Esfúmate sin dejar rastro. Lo primero que pensé, aterrorizado, es que se trataba de una particular aproximación cinematográfica a nuestra historia más oscura combinada con Lost o algo por el estilo. Pero –como diría el protagonista de Invasion of the Body Snatchers– no era así. Se trataba de una campaña de Coca-Cola en tándem con la cadena de cines Yelmo ofreciendo descuentos en viajes previa presentación de unos cupones. Y la fusión de la palabra desaparecidos con el número 30.000 no me pareció de lo más afortunada, claro. Yo estaba en España, de acuerdo, no había obligación alguna de observar el peligro de unir esto con aquello; pero aun así no pude evitar sentir uno de esos escalofríos findeañeros que trascienden a la graduación y geografía de todo clima exterior sea el que sea. Por lo que –humilde, modesto– pedí como deseo festilindo que, por favor, la idea no haya sido de algún publicista argentino de esos que trabajan en España y filman esas publicidades tan graciosas con argentinos en España. A ver si se me hace.

Afuera, en la calle, corría un viento que arrastraba hasta al viento, varios cuerpos usurpados buscaban refugio, y los alienígenas comenzaban a preparar el regreso a casa.

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