EL MUNDO › ESCENARIO

La granja de Maggie

 Por Santiago O’Donnell

Después de hacer mil piruetas para caer parado en el mismo lugar con el tema Irak, el Congreso norteamericano se metió de lleno con la última iniciativa de George W. Bush. Se trata de un tema importante, necesario, de rigor cada 20 o 30 años, hasta imprescindible podría decirse, como una limpieza de cloacas, el dragado de un río o la apertura de un basural. Nadie se llena de gloria con estas cosas, pero sirven para redondear el currículum, sobre todo cuando los logros escasean, el tiempo no pasa y el fantasma de la guerra oscurece el horizonte.

En este caso no se trata de limpiar mugre, sino inmigrantes ilegales. Los inmigrantes ilegales molestan a mucha gente en Estados Unidos. Molestan a los residentes de los estados fronterizos porque tienen que pagar más impuestos y los hospitales y escuelas que usan las familias de los campesinos mexicanos recién llegados. Molestan a los sindicatos y a los trabajadores porque con su presencia los indocumentados deprimen los salarios y alientan la flexibilización laboral. Molestan a los dueños de las empresas tecnológicas que sueñan con inmigrantes hindúes expertos en análisis de sistemas y programación. Molestan a los amantes de la mano dura, para quienes el atentado a las Torres Gemelas es consecuencia de la falta de controles fronterizos. Molestan porque hablan otro idioma. Molestan porque están sucios cuando vuelven de la cosecha. Molestan porque no pagan impuestos pero mandan dinero a sus países. Molestan porque son pobres.

Molestan pero son necesarios. Bob Dylan canta en uno de sus clásicos que no va a trabajar más en la granja de Maggie porque el papá de Maggie lo explota y el hermano de Maggie lo maltrata. Dadas las condiciones laborales existentes, nadie en Estados Unidos quiere trabajar en la granja de Maggie, ni en ninguna otra, salvo los campesinos que llegan desde el sur, corridos por el hambre y la violencia. Recogen frutillas, descuelgan naranjas, lavan los baños de los McDonald’s y cuidan niños porque nadie más lo quiere hacer. Hay doce millones de inmigrantes ilegales en Estados Unidos, casi todos mexicanos. Según el consejo de asesores económicos del gobierno norteamericano, la economía de ese país podría absorber otro millón de ilegales más sin sufrir grandes cambios. Claro, hay un par de problemas.

Uno es que son ilegales, están fuera de la ley. Esto es un problema para los empleadores, que están sujetos a las periódicas razzias que el Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) lanza cada vez que el humor popular lo requiere, y a pagar cuantiosas multas cada vez que se descubre que alguno de los doce millones consiguió empleo por debajo de la mesa. Para ellos, los ilegales son un mal necesario para que sus emprendimientos generen ganancia y satisfagan la creciente demanda del mercado. Para evitar problemas, preferirían pagarles los mismos sueldos y ofrecer las mismas condiciones a trabajadores legales. Pero los nativos no aceptan trabajos degradantes.

El otro problema es que la pobreza, la explotación y el racismo ofenden la dignidad humana en todas partes y en Estados Unidos, cuna de las libertades civiles, hay grupos muy activos en Washington que buscan mejorar la situación de los inmigrantes latinoamericanos, incluyendo los ilegales. También es creciente la influencia de los representantes de la comunidad hispana a nivel estatal y municipal, y esos políticos suelen ser más tolerantes con la situación de ilegalidad que alguna vez vivieron sus padres o abuelos.

Todo esto lleva a que cada tantos años el gobierno de turno tome la iniciativa de impulsar una ley migratoria que legalice a los ilegales que ya están en el país e imponga más restricciones para frenar la llegada de nuevos indocumentados. La última fue en 1986 y sirvió para blanquear a 1,4 millón de inmigrantes, pero también para refrendar todo tipo de abusos y persecuciones, tanto de agentes federales como de empleadores inescrupulosos. Lo peor era ver la separación de las familias después de cada redada. La historia, que por absurda y cruel terminaba deprimiendo a los propios agentes de la “migra”, se repetía con insoportable regularidad: el padre era despachado a la frontera esposado en un micro, mientras la madre esperaba noticias con los chicos en la escuela, los bolsillos vacíos y el miedo de perder al marido en el peligroso pero inevitable viaje de regreso. El padre volvía endeudado y sin trabajo, a empezar otra vez de cero, dispuesto a cualquier cosa por una mísera moneda.

Esta vez Bush echó a rodar la bola en enero, cuando presentó en su discurso del Estado de la Unión un menú de opciones para distraer la atención de la guerra de Irak. De las distintas posibilidades ofrecidas, los demócratas le hicieron saber que les interesaba el tema migratorio. ¿Por qué? Porque se trata de terreno conocido donde es difícil sacar ventaja, porque es mejor que Bush se trague el sapo antes que dejárselo al próximo presidente, y porque el tema despierta suficientes pasiones como para tapar la vergonzosa claudicación de los demócratas del mandato popular para terminar la guerra.

El proceso funcionó así: primero se reunieron –en silencio, para no hacer olas antes de tiempo– representantes del gobierno, de los dos partidos, de la Asociación Nacional de Restaurantes, de la Cámara de Comercio de los Estados Unidos, de Wal Mart y de McDonald’s, más representantes de grupos latinos como The National Council of La Raza o Naleo, y sindicatos como el United Farm Workers y el AFL-CIO. El grupo negoció un plan: cuántos trabajadores temporarios y cuántos permanentes hacen falta, qué requisitos deben cumplir los inmigrantes y los empleadores, qué deben hacer y cuánto deben pagar los inmigrantes para legalizarse y en qué consiste el paquete de medidas represivas a lo largo de la frontera y dentro del país.

Dos veteranos senadores pusieron sus caras al acuerdo alcanzado: Arlan Spector, representante del ala dura de los republicanos, y Ted Kennedy, referente del ala progresista de los demócratas. Esta semana el plan se debate en el Congreso.

Pero falta mucho para que la iniciativa se convierta en ley y puede pasar cualquier cosa. Como el premio buscado por los defensores de los inmigrantes es mucho mayor que en 1986 –12 millones de legalizados contra 1,4–, las condiciones pactadas para alcanzarlo son mucho más draconianas que 20 años atrás.

La primera concesión consiste en reformar el sistema de admisión para priorizar el mérito por encima de los lazos familiares. El mérito del solicitante se mediría con un sistema de puntaje que premia al manejo del idioma, la formación profesional y las ofertas de trabajo. Así, los ingenieros industriales pasarían a ocupar cupos migratorios que antes estaban asignados a los hermanos de los inmigrantes nacionalizados, profundizando la fuga de cerebros del tercer mundo y dañando la red social que permite la asimilación de los inmigrantes pobres.

Otra concesión: para ahuyentar el fantasma de la “amnistía” que agitan los conservadores, criminalizando el tema migratorio, los autores del acuerdo les pusieron precio a las tarjetas de residencia. Para acceder al programa de legalización los inmigrantes deberían pagar una multa de cinco mil dólares y volver a sus países a tramitar una visa, el inicio de un proceso de nacionalización de por lo menos años. También se aumentarían las penas para los que permanecen en situación ilegal o dejan expirar sus visas, y las multas que deberían pagar los empleadores. Los patrones, además, deberían inscribir a todos sus empleados, nativos e inmigrantes, en un registro único de empleo que la nueva ley crearía.

Todos los sectores involucrados se oponen a ciertos aspectos de la ley. Los empleadores se oponen al registro de empleados, los grupos latinos al sistema de mérito, los sindicatos a un programa de trabajadores temporarios que sumaría al menos 200.000 inmigrantes legales por año, los mano dura se oponen al blanqueo, los grupos de derechos civiles a los sensores, muros y demás chiches en la frontera. Pero todos saben también que cualquier alteración sustancial del acuerdo desarmaría la frágil coalición de intereses cruzados que la sostiene.

La semana que pasó no fue muy auspiciosa para los reformistas. El Senado introdujo alteraciones mínimas en el acuerdo y con eso ya hubo defecciones entre el pequeño grupo de legisladores que lo impulsaba. La Cámara de Representantes aprobó discutir el acuerdo la semana que viene, pero puso reparos. La mayoría que votó a favor dejó en claro que no tiene problemas en debatir y mejorar el proyecto de ley, pero de ninguna manera lo votaría tal cual está. Bush prometió hacer lobby en el Congreso para conseguir votos republicanos, generalmente renuentes a apoyar reformas migratorias, siempre y cuando los líderes demócratas hagan lo mismo con los suyos.

La debilidad del presidente y las especulaciones políticas de sus adversarios complican el panorama para un acuerdo aunque eventualmente llegará, porque siempre llega, si no ahora el año que viene, o el otro, o dentro de cinco o dentro de diez.

Y vendrán las fotos de inmigrantes sonrientes agitando banderitas norteamericanos después de haber dado su examen de inglés. Y vendrán las fotos de ilegales enjaulados con cara de desesperación. Y después llegará la inevitable decepción cuando los inmigrantes sigan llegando. Y con el tiempo se multiplicarán, molestarán y eventualmente hará falta otra ley para nacionalizarlos. Porque mientras persistan las asimetrías en la frontera más desigual del mundo, mientras haya trabajo disponible en la granja de Maggie, ninguna ley traerá la solución.

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