EL PAíS › OPINIóN

Las formas de la virtud y los nuevos caminos de la restauración

 Por Ricardo Forster *

Tal vez la virtud de este largo y extenuante conflicto desatado por el lockout de los dueños de la tierra no sea otra que la puesta en evidencia de lo que hoy se juega en el país; como si un pesado velo hubiera comenzado a descorrerse mostrándonos, en ese proceso, el papel y el lugar de cada uno de los personajes de este drama que a veces tiene mucho de comedia. Extraño sortilegio el que ha ido generando acciones y actitudes que sobrepasaron los propios impulsos originales de los actores del conflicto, que se han visto obligados a ir cambiando de trajes de acuerdo con los giros inesperados de una realidad que suele apresurar las narraciones de una historia que no deja de sorprendernos. Comprender la escenografía y los movimientos de los personajes del relato constituye un punto de partida indispensable para auscultar los latidos más profundos de un país en estado de redefinición.

Lo que está en juego, lo que se juega en esta danza de vanidades e intereses contrapuestos es, quizá, no sólo los itinerarios del presente hacia el futuro sino, también, el lugar de las herencias y de las memorias del pasado en la conciencia de una actualidad que amenaza con devorarse de un solo bocado el ayer y el mañana en nombre de la sacrosanta rentabilidad del presente agropecuario. Como si el dominio de un discurso aplanador y ninguneador de las diversidades que se están evidenciando en la dramaturgia argentina nos condujera, de la mano de los medios de comunicación, hacia un horizonte dominado por una bucólica campestre en la que los recuerdos de la infancia, aquellos que nos enseñaban que todo venía del campo, acabaran por volverse núcleo indisoluble de un sentido común infantilizado que termina por identificarse, y esto más allá o más acá de sus propias miserias, con los apropiadores, hasta ahora, de la fabulosa renta agraria. Extraño país en el que dentro de poco el conjunto de los argentinos nos pondremos a defender los intereses de la Sociedad Rural en nombre de la nueva consigna de época, aquella que hoy parece galvanizar a las masas irredentas de los pueblos del interior: “¡Que no nos metan la mano en el bolsillo!”.

Toda frase guarda, lo sepan o no sus propaladores, un sentido no dicho o cuya evidencia es tan cristalina que permanece invisible para los mismos que la pronuncian o para aquellos otros que la escuchan. No se trata pura y exclusivamente de egoísmo (de giro hacia la consumación del individualismo propio de estos tiempos posmodernos y tardíos en los que nada o poco queda de los antiguos altruismos), tampoco de encriptamiento de clase en una escena en la que las clases, viejas y venerables, se mezclan promiscuamente para defender una renta que entrelaza a los apellidos tradicionales de la oligarquía patricia con los de los recién llegados capitales financieros y especulativos que descubren en el agro nuevos focos de ganancia inaudita y, pese a la sorpresa de unos y de otros, con los descendientes de los sufridos inmigrantes que fundaron la Federación Agraria en nombre de otras luchas y de otros intereses que sus hijos parecen haber olvidado en función de la sacralización del bolsillo.

Una extraña tienda de los milagros en la que se han juntado no los parias y derrotados de la historia, sino los triunfadores, aquellos que con sus diferencias pujan por lo mismo: impedir que la extraordinaria renta agrícola contribuya a mejorar las condiciones de vida del conjunto de la población y no sólo de un pequeño grupo de privilegiados a los que ahora se les unieron los nuevos rentistas que se siguen denominando a sí mismos “los productores”. Y de esta tienda de los milagros enriquecida por la soja que hace flamear las banderas de un nuevo federalismo, que recobra el mito del interior contra la Capital, que regresa sobre la honestidad y la sencillez de los hombres y mujeres del campo, que se deleita escuchando las palabras rotas y bárbaras del nuevo ídolo mediático entrerriano mientras entrelaza sin ningún rubor la gesta de las Madres de Plaza de Mayo, la nacionalización de los hidrocarburos llevada adelante por Evo Morales con la lucha a muerte contra las retenciones cuyo destino es mejorar las condiciones de la redistribución de la riqueza o a proferir, con los aires de patrón de estancia, que los dejen producir que ellos se van a encargar de hacer escuelas, de pagarles los sueldos a los maestros y de cuidar de la salud de la gente con esos mismos impuestos que les roba el Estado nacional; de esa tienda se va pariendo, con algunas dificultades, una nueva derecha argentina, esa que sabe calar hondo en los imaginarios de época que tanto fascinan a nuestras clases medias rurales y urbanas y que se expanden a través de los grandes medios de comunicación.

Una nueva derecha que busca su lugar bajo el sol generando una alquimia sorprendente de lo viejo y de lo nuevo, de lo más reaccionario y de los aires progresistas, que apela a los orígenes patrios y se regodea en una suerte de virginidad republicana ofrecida a manos llenas por algunos intelectuales que escriben en el diario de Mitre; una nueva derecha que fusiona el habla concheta del jugador de polo, los giros martinfierristas de los gauchos vestidos con remeras Lacoste y bombachas de Cardón, que toman mate a la vera del camino con la peonada que les prepara el asado con cuero y que, para sorpresa de unos y otros, son capaces de citar a Jauretche o inspirarse en la larga marcha de los campesinos chinos comandada por Mao mientras gritan a voz en cuello que la soja es sólo de ellos.

Una nueva derecha que encuentra su horma en el discurso de los medios de comunicación, que se siente comprendida por la multitud de noteros y periodistas que se dedican a reproducir sus discursos bucólicos, su visión idílica de un mundo agrario convertido en una gigantesca familia Ingalls mientras rechazan lo que ellos llaman la vieja política, la que se dedica al clientelismo, la que se aprovecha de su esfuerzo para sus propios negocios, la que lleva de las narices a la negrada para que los apoye en actos espurios. Ellos no hacen política, ellos son la expresión del sentido común, del deseo de millones de argentinos cansados de los políticos, que quieren honestidad y administración, gestión empresarial y seguridad; ellos van libremente a sus actos, bien emponchados y haciendo flamear las banderas patrias al pie del monumento de aquel que se hubiera sentido sorprendido ante una multitud como aquélla, tan coqueta y desprendida, tan dispuesta a ayudar al prójimo y a contribuir a una distribución más justa de la riqueza (ajena, nunca la propia), eso sí, sin Estado que se interponga y apelando a la antigua filantropía de las damas de sociedad haciendo retroceder el reloj de la historia a los viejos buenos tiempos del patriarcalismo en el que el patrón de estancia tenía la sartén por el mango.

Ya no se trata sólo del balbuceo de Blumberg que inició el proceso de emergencia de esta nueva derecha sacándole una horripilante renta a su propio dolor de padre pero que no pudo ir más allá del grito de “¡seguridad, seguridad!”; ahora se trata de una fusión más compleja y de mayor porte, la que conjuga los ideales del capitalismo neoliberal, aquellos naturalizados en el inconsciente colectivo y que avalan que el kiosquero de la esquina se identifique con Miguens y su “gesta patriótica”, junto con estéticas progres y reclamos republicanos, todo entramado en la ideología del derrame que producirá una rentabilidad extraordinaria en una época fabulosa en términos de oportunidad argentina. Todos queremos ser el campo, ésa parecería ser la consigna del nuevo partido.

Una derecha virtuosa, muy católica, filantrópica, pero abierta a los aires de una época hedónica y estetizante, que sabe coquetear con la diferencia y los diferentes incorporándolos al discurso políticamente correcto. Que llama a combatir la pobreza, verdadera catástrofe natural, mientras hace lo imposible por reproducir un sistema de injusticias y desigualdades que multiplica los contingentes de pobres a los que desea ayudar filantrópicamente. Que piensa en una república de ciudadanos-consumidores y que siente horror por las masas oscuras que reclaman vaya a saber qué deudas impagas y que no aceptan ser transformados en “pobrecitos”. Es esa derecha, nueva y vieja a la vez, reaccionaria y modernizante, frívola y tradicionalista, la que se ha desplegado con fuerza en los últimos meses, la que ha nacido del lockout de los dueños de la tierra y a la que el Gobierno, sin saber muy bien qué hacer, no termina de saber cómo tratarla, más allá de intuir que dar marcha atrás en el sistema de retenciones móviles es abrirles todavía más el camino hacia el poder, que es a lo que verdaderamente aspiran. De un Gobierno que creyó que existen oligopolios “buenos”, con los que se puede contar para avanzar en la redistribución de la riqueza, y otros “malos”, los que se oponen y a los que hay que frenar. Que imaginaba un acuerdo del Bicentenario de la mano de los que concentran la mayor cuota de riqueza del país (sean pools de siembra, empresas energéticas, o grupos industriales), pero que no termina de crear las condiciones para ampliar la base de sustentación social indispensable a la hora de intentar un genuino programa de redistribución. De un Gobierno que, sin embargo, tiene en su haber la apertura de una nueva etapa política en Argentina, una etapa en la que se han logrado cosas muy importantes que no debemos ni olvidar ni minimizar, pero que también ha elegido un modo de hacer política que no deja de preocuparnos en su insistente tendencia al encerramiento y al decisionismo solitario. Lo nuevo de esta nueva derecha exige, de quienes están dispuestos a profundizar la democratización y la redistribución, una convocatoria amplia que sea capaz de incorporar voces distintas pero convergentes. Se trata, en todo caso, de reinventar la política en sintonía con los ideales emancipatorios.

* Ensayista, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

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