EL PAíS › LAURA BONAPARTE, UNA MADRE DE PLAZA DE MAYO CONTRA EL OLVIDO

“Para un ser humano, la desaparición es una dimensión inalcanzable”

La historia de una Madre de Plaza de Mayo que perdió a tres de sus hijos fue escrita primero por la periodista francesa Claude Mary para el diario francés Libération. Esta nueva versión en castellano de la vida de una Madre, que además es psicóloga y feminista, lleva prólogos de Tununa Mercado y Marta Vasallo. Página/12 publica este capítulo como adelanto del libro de la editorial Marea.

 Por Claude Mary

La Plaza

Los jueves a la tarde nos encontramos en la Plaza de Mayo. A medida que pasa el tiempo, alguna de nosotras falta a la cita. Casi todas hemos superado los ochenta años. Los empleados de ese barrio de ministerios y de bancos cruzan la Plaza en forma rápida, ya acostumbrados a nuestra presencia.

Siempre nos acompañan personas solidarias, ya sean militantes de la agrupación HIJOS, algún periodista extranjero, o turistas que no dejan Buenos Aires sin pasar por la Plaza. También llegan del interior del país familias que les explican a sus hijos el significado de las siluetas blancas pintadas en el piso.

En la Plaza, la ronda empieza a las 15.30. Yo tomé como costumbre llevar mi pañuelo blanco y el cartel sobre el cual pegué las fotos de mis hijos, de sus parejas y del padre de mis hijos.

Nuestro movimiento tiene una trayectoria muy amplia. Pero siempre insisto en recordar que los protagonistas de la historia, los que lucharon, pagando el precio con su vida, a favor de la justicia legal y social, son los desaparecidos. Fueron ellos quienes sembraron las semillas de cómo pueden desarrollarse las luchas populares en nuestro país. Preservar sus nombres, sus historias de vida, es lo que más importa.

A medida que pasaba el tiempo, me fui preguntando dónde nos ubicó la sociedad. Algunos argentinos dicen que no se atreverían a dirigirles la palabra a las Madres, que no sabrían qué decirles. Como si hubieran delegado en nosotras la tarea de “hacer algo a favor de los desaparecidos”.

En definitiva, ¿no habrá sido más sencillo hacer recaer todo sobre nuestras espaldas? Como si acaso esta tragedia concerniera solamente a las Madres, a las Abuelas, a los Familiares, a los jóvenes de HIJOS.

Madres de la Plaza

Quedan vacíos enormes en la historia de nuestro país. Un solo desaparecido es una pérdida irreparable para la sociedad en su conjunto.

Pero al mismo tiempo, me pregunto si las Madres no nos apresuramos en ocupar ese primer plano. Cuando volvió el régimen democrático, tomamos conciencia de la notoriedad que fuimos adquiriendo: tuvimos acceso a un lugar de poder, después de haber sido la esposa de, la madre de... Resulta que todo lugar de poder transforma las actitudes, el modo de actuar, de pensar, de hablar.

De la misma forma que la Virgen María ha trascendido por la inmolación de su hijo, la muerte de sus hijos arrancó a las Madres del anonimato, del modo más brutal. La mayoría de ellas no poseía otra identidad social que aquella que la relacionaba con los comerciantes del barrio, sus amigas, sus vecinas.

Al principio, cada una salió a la calle, sola, para buscar un hijo, una hija. En la mayoría de los casos, no estaban al tanto de las actividades de sus hijos. Una le creyó a su hija cuando le dijo que “enseñaba el catecismo” en una villa. Pero se fue dando cuenta de que se trataba de otra cosa, que sus hijos estaban comprometidos en una lucha política. Otras aseguraban que sus hijos “no tenían nada que ver”. Otras esperaron meses antes de presentar un habeas corpus, porque tenían la impresión de que hacerlo era una manera de denunciar a sus hijos, o de acusarlos. Cuando viajaban al exterior, algunas madres se sentían paralizadas por el miedo a las represalias si hablaban de lo que ocurría en la Argentina.

Otras creyeron el rumor según el cual las Madres en el exilio escondían a los desaparecidos. Otras fueron víctimas de alucinaciones. Me pasó a mí también, en Suiza, cuando vi a una jovencita muy alta y flacucha, atrás de quien salí corriendo. Durante algunos segundos, me pareció reconocer la silueta de Irene. Hace poco tiempo hablé con madres que me dijeron que habían pasado por experiencias parecidas.

A pesar de esas similitudes, nos cuesta mucho hablar entre nosotras. Algunas madres lo justificaban diciendo que no pueden pensar solamente en la muerte. Cuando pensaban en su hijo, su hija, los imaginaban vivos, felices, y ponían un cubierto en la mesa para su cumpleaños. Será amor, o la consecuencia de la ausencia; tan insoportable que se termina inventando un fantasma con quien hablar.

Nosotras, que luchamos para que por fin se conozca la verdad, ¿no tendríamos que empezar por hacer conocer nuestra propia verdad? La verdad de nuestra lucha, por supuesto, pero sin ocultar nuestras dudas, nuestras debilidades, nuestros temores. Eso nos haría más humanas. Poco importa si éramos ricas, pobres, católicas o ateas, si estábamos de acuerdo o no con nuestros hijos, si teníamos o no un compromiso político.

Conozco muy bien las dificultades de ese camino, que mi formación y mi profesión me han ayudado a transitar durante tantos años. Quizá algunas madres, solas, no lo pueden hacer.

¡Conozco tanto la alteración que conlleva una desaparición! Cada madre reacciona según lo que ha vivido. Muchas veces, nos ponemos a hablar de los hijos como si fueran chiquitos. ¡Cuántas veces me pasó! Y cuando me doy cuenta, me digo a mí misma: “¿Pero por qué no hablé de otra cosa?”.

Y resta también esa dificultad de todas las madres del mundo para separarse de los hijos. Esa ambivalencia entre dos metas: que despliegue sus propias alas, o que ese tesoro tan precioso nos pertenezca para siempre.

¿Por qué seríamos nosotras, Madres de la Plaza de Mayo, la excepción a esa tendencia? Infelizmente, con el pasar del tiempo, puede ocurrir que ese deseo de posesión crezca. Y a veces, la Madre no resiste la tentación de transformarse en la última heroína. Al dolor de la desaparición del hijo se contrapone el goce del papel de Madre, del deber de la Madre de alzarse al máximo de su omnipotencia, al punto de dejar más allá, en la sombra, a los hijos desaparecidos.

Genealogía de una Madre

Trascender el mundo de la familia o del barrio siendo arrasada por la muerte de un hijo, de una hija, lleva consigo consecuencias negativas para la mujer, en ese entonces llamada “madre de de-saparecido”.

“Desaparecido”, “madre de desaparecido”, son expresiones completamente ambiguas, inventadas por la crueldad de esos criminales.

La desaparición para un ser humano es una dimensión inalcanzable. Más allá de toda comprensión. Algo impensable, que alude a la invisibilidad. En la vida, nada se pierde completamente. Todo lo real se gasta, se deshilacha, se rompe, pero nada de lo real de saparece.

¿Qué queda de la identidad de una madre cuando sus hijos de saparecen? Algunas tuvieron el dolor de padecer la desaparición de todos sus hijos. Es el caso de René Epelbaum, fallecida sin nunca haber sabido algo del destino de sus tres hijos secuestrados.

¿Puede desaparecer la genealogía?

En mi caso, ¿me considero madre porque Luis está vivo? Pero ¿cuál es mi papel de madre con respecto a mis otros hijos desaparecidos? Quiero que me entiendan bien, estoy hablando de una función materna, y no de la lucha que llevaré hasta mis últimos días para aportar mi testimonio, para intentar saber cuál fue el destino de mis hijos y el de los treinta mil desaparecidos.

Sé que cuesta mucho escucharlo, pero no hay madre si no viven más el hijo o la hija.

Es el/la hijo/a quien significa a la madre. La madre cuyos hijos desaparecieron se encuentra expulsada del significante. Se vuelve el espectro de lo que ha sido. Se la llama “madre del desaparecido” en un lenguaje que la nombra al mismo tiempo que la despoja. Un lenguaje que borra lo que fue y la nombra por lo que ya no es.

Es el motivo por el cual hablo de la crueldad que esos canallas han incrustado hasta en el lenguaje.

Recuperar nuestra capacidad de pensar en medio de tanta brutalidad quiere decir recuperar nuestra dignidad.

Quisiera que estas palabras lleguen a las mujeres que en todo el mundo están viviendo situaciones parecidas a las nuestras. El surgimiento del movimiento de las Madres de Plaza de Mayo, su fenomenal continuidad hasta hoy en día no se deben a heroicas cualidades propias, de nosotras, madres argentinas.

La solidaridad de las Madres

En julio de 1996 fui invitada por el Partido Verde y el Parlamento Europeo a participar en Tuzla, Bosnia, en un encuentro de Mujeres solidarias con las mujeres de Srebrenica. Las similitudes eran asombrosas.

Una noche de 1995, soldados y policías serbios –y algunos bosnios– irrumpieron en la ciudad de Srebrenica y se llevaron a todos los hombres. Del mismo modo que las Madres, esas mujeres fueron golpeando las puertas de las comisarías, de los tribunales, del Parlamento Europeo, hasta de las Naciones Unidas.

Igual que nosotras, se encontraban y pronunciaban las mismas palabras: “¿A usted también?”. En el Tribunal Internacional de La Haya fueron recogidos numerosos testimonios siguiendo el fundamento del artículo, “la voz de las víctimas”. Esas voces revelaban los crímenes atroces cometidos y reclamaban que nunca se olvidara Srebrenica.

En Tuzla, una tarde me encontré con un grupo de enfermeras y de médicos catalanes. Estábamos con una mujer bosnia que se negaba a hablar. Lo único que hacía era tejer. Con la ayuda de una intérprete, le pregunté si quería enseñarme cómo se hacía su trabajo. Me senté en un banquito, cerca de ella, con la precaución de no tocarla. Me mostró cómo se pasaba la aguja entre los hilos de la trama. Fue mi turno de probar, pero no lo logré en el primer intento. De repente, la mujer se dio vuelta y con rudeza me trató de torpe, y de repente se puso a sollozar sin poder parar. Lo único que hice fue tomarle la mano. Algo en ella se soltó. Creando esta situación, la ayudé a salir de su “lugar” de víctima a buscar el “tercer lugar”, el que permite seguir viviendo.

La vida es más fuerte

Nosotras, madres de desaparecidos, somos muy similares a todas esas mujeres. No queremos ser reconocidos como madres míticas. No somos seres de excepción, solamente mujeres desesperadas que llegaron a los derechos humanos por sufrir un dolor sin nombre. En la historia de la humanidad no hay una madre que se haya consolado de la muerte de un hijo. ¿Acaso las representaciones de la muerte de Cristo no muestran a María sollozando, desconsolada?

Somos parecidas, y también distintas unas de otras. Las diferencias son las características de todo grupo humano y no resulta fácil hermanarlas. Nuestro grupo tampoco es una excepción en este sentido. Porque somos distintas, la organización de Madres tiene un modo de funcionamiento horizontal. Cada una tiene su propia palabra y su propia voz, sin una presidenta que tenga autoridad sobre las demás. Cada una tiene su conciencia por guía.

Quisiera remarcar que, de modo absoluto, uno quisiera defender los derechos humanos las veinticuatro horas. Pero debemos autorizarnos –sobre todo las personas directamente afectadas– a hacer otra cosa.

Y si bien nunca dejaré de ser una víctima del genocidio que devastó mi país, si bien mi duelo se apagará conmigo, nunca lograron encerrarme en ese espacio donde la muerte ronda la derrota.

Quiero recordar que nunca estuvimos completamente solas. Familiares, esposos, hermanos, colegas estuvieron a nuestro lado. Personalmente, tuve el inestimable apoyo recibido en México, que me salvó de la locura. Obviamente, aquí, en Buenos Aires, las condiciones eran distintas. Los partidos políticos les dieron la espalda a las Madres, pero hubo personas, abogados valientes, periodistas extranjeros dispuestos a testimoniar. Hay que recordar que las Madres fueron recibidas en el exterior donde dieron su testimonio. Y sin la Conadep y el Nunca más quizá no hubiéramos resistido tanto hasta hoy en día.

Que nuestro pañuelo blanco adquiera un sentido depende de nosotras, de nuestra capacidad de pasarlo a otras manos, como un símbolo de una lucha más amplia, para una vida mejor, más justa.

Nada se hace solo. La solidaridad, inestimable conducta humana, se construye con múltiples gestos, raramente con grandes frases. No hace falta idealizar a los que toman este camino. Todos somos capaces, con nuestros medios, sean cuales fueren nuestra religión, nuestro rango social, nuestro modo de ver el mundo. Defender los derechos humanos es acceder a la posibilidad de compartir, con otros seres humanos, la generosidad que está adentro de cada uno.

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