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El suicidio

 Por Horacio González

El suicidio es un acto donde se manifiestan, en un último residuo de voluntad, los signos de disonancia profunda sobre la existencia propia. Esto parece que lo explica todo, pero no sin relacionarlo con otros signos más inescrutables, que ya no explican nada. Son los que sumergen al suicida en un espacio hermético o indescifrable, pues siempre quiere decirle algo a sus contemporáneos, a sus conocidos, a su familia, a la justicia o al Estado. El no deseo de vida y enjuiciarse a sí mismo como no merecedor de seguir gozándola, implica un tipo especial de culpa o aceptación del más alto precio que se paga para enviar el póstumo mensaje de socorro o de resarcimiento. A veces el suicida busca un final patético para provocar un espejismo artístico muy lúgubre, pues imagina una estética ruinosa como mortaja para su propia muerte. Su voluntad será puesta en duda y quizás pueda seguir llamándosela así aunque el perito le ponga el nombre de arrebato y dictamine “enfermedad”. Por supuesto, hay diferentes tipos de suicidio; los jueces y escritores avezados lo saben. Rodolfo Walsh, en su cuento “Nota al pie”, trata el suicidio del traductor León de Santis como el de alguien que decide matarse para darle valor a su último escrito, no una traducción sino una nota sobre su vida y sobre el callejón sin salida del acto de traducir. Es un suicidio literario, una imputación del hombre rutinario (que ahora deja de serlo) hacia los empleadores, que son apenas indiferentes y reciben ahora la impugnación del suicida.

Episodios de suicidio como este tienen tanta irreductibilidad, que nunca podrían encuadrarse en las tablas estadísticas y categorizaciones que presenta Durkheim en su conocido libro El suicidio. Allí dice que “en cualquier momento dado la constitución moral de la sociedad establecía el contingente de muertes voluntarias”. Extraña frase, la sociedad es la que determinaría quienes habrán de suicidarse y la categoría bajo la cual lo hacen. En los suicidas se demostraría una causa necesaria en “la constitución moral del sociedad”, pero su acto mortal sería imprescindible para asegurar el funcionamiento colectivo. Es así que las estadísticas, cada año, originan “legiones de suicidas” catalogados según la mayor o menor presencia que tenía en ellos “la moral colectiva”. Es así que las tablas estadísticas de suicidas tienen el poder de realizar esa llamada, año tras año, para que los diferentes tipos de suicidio se vayan engrosando hasta los límites necesarios. Extrañamente, las estadísticas representan una fuerza colectiva de energía propia, que se aloja en cada individuo para que cumpla con las cifras reclamadas por los catálogos “en nombre de la sociedad”. Se precisan cuotas de individuos que inevitablemente cumplan con los porcentajes y modalidades de suicidio imprescindibles a cada período. Las estadísticas, en Durkheim acaban siendo un acto del destino. Los destinos individuales los traza la trama moral de la sociedad. No parece que esta idea pueda explicar la infinidad de suicidios existentes, que quizás sean el mojón limítrofe de la ética, aunque no de la filosofía, como suponía Camus.

No son aptos para la clasificación los suicidios que implican “pactos” para rehusar lo que se imagina que sería una vida de insoportable, tanto en la senectud como en la clausura de un camino político que se piensa como fracaso y quizás se torne memoria vital si el interesado se convierte en kamikaze. ¿Cómo explicar el suicidio del cubano Paul Laffargue, que junto con su esposa Laura Marx, hija del autor de El Capital, conciertan mutuamente su muerte ante el fantasma de la vejez? Este suicidio origina un atónito rastro de congoja en las filas de lo que entonces eran los incipientes partidos socialdemócratas-marxistas de Europa y Rusia. Otro cubano, Chibás, el político más popular de la isla, fundador de un partido que contaba con las simpatías del joven Fidel Castro, se suicida en 1951 –ante una acusación de corrupción gubernamental para la que, parece, no tenía las pruebas necesarias–, al finalizar su programa de radio. Antes lee un famoso alegato, “El último aldabonazo”. Se dispara un tiro en el vientre luego de terminada la lectura de su manifiesto leído en la transmisión radial. En la teatralidad del acto suicida, es difícil alcanzar ese punto de conjunción entre lo político convertido en íntima desazón y el aleccionamiento que significaría un disparo que podría ser escuchado por miles de oyentes. El disparo de Alem en su carruaje no fue escuchado por el conductor del vehículo, pero no estuvo exento de singular dramaturgia. Entraba a comer al “Club del Progreso” un ilustre cadáver con su frase perdurable: “Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir”.

En un libro de Janik y Toulmin, La Viena de Wittgenstein, se toma bastante en serio aquel misticismo estadístico insospechado de Durkheim, y se dice que en la época de los Habsburgo, en el Imperio Austro Húngaro, se suicidan –y la lista es larga– Ludwig Boltzmann, padre de la termodinámica; Otto Mahler, hermano del compositor; Georg Trakl, el gran poeta, Otto Weininger, escritor del excepcional libro Sexo y carácter, tres de los hermanos mayores de Wittgenstein; el general Von Uchtalius, diseñador de novedosos cañones; el Príncipe Rodolfo y la baronesa María (“Los amantes de Mayerling”) y el bien conocido Coronel Redl. Años después –fuera de la atmósfera del Imperio Austro Húngaro–, lo hará el austriaco Stefan Zweig, en 1940, en Brasil, ciudad de Petrópolis. Zweig estaba atormentado por la guerra, y se gana la reprobación post-mortem de Thomas Mann. No hay que suicidarse ante los males del mundo, hay que señalarlos virilmente.

Pero volviendo a la primera década del siglo XX, en Austria-Hungría se había suicidado el jefe de inteligencia del Imperio, el mencionado coronel Redl. Sobre el caso, hay una obra de teatro de John Osborne, A patriot for me, y la interesante película (1984) de Itzvan Szabó, Coronel Redl, con una escenografía impresionante para la escena de suicidio. Con lo impreciso que es este término, se trató de un “suicidio inducido”, pues Redl era el jefe de Inteligencia del Reino y no conformaba a los Habsburgo, descubriéndose luego que trabajaba para la agencia secreta de Zar de Rusia, la oscuramente célebre Ojrana. El Estado Mayor Austro-Húngaro, consciente de la gravedad de la situación, presentó el suicidio como un arrebato de culpa originado en la homosexualidad del Coronel, para encubrir lo que realmente importaba bastante más, que eran los actos de espionaje por los que Redl pasó todos los planes militares del Imperio a la inminente enemiga: Rusia.

Es absurdo catalogar suicidios, pues el suicidio llamado “inducido” coincide a veces con el denominado suicidio “altruista” u “honorífico”. Ante el develamiento de un secreto insostenible, al culpado se le entrega una pistola y una bala. No la pide, pero el círculo de hierro que se cierra sobre él, no le deja salida. Y procede ante sus “culpas de Estado”, lo que da el pobre consuelo sociológico del “suicidio filantrópico”. El sentimiento de “no ver salida” tiene ánimos políticos, económicos o simplemente mórbidos. Sobre el suicidio de Esenin (1929), León Trotsky escribió una de sus tantas magníficas semblanzas, muchas de las cuales contienen una extraña reflexión sobre este evento fatal. “Duro es nuestro tiempo, quizás sea uno de los más duros en la historia de la humanidad llamada civilizada. El revolucionario nacido para estas décadas está imbuido de un patriotismo furioso, por su época, que es su patria y su tiempo. Esenin no era un revolucionario. El poeta no era ajeno a la revolución, pero no era afín a ella; el autor de Pugachov y de la Balada de los veintiséis era un lírico en extremo íntimo. Pero nuestra época no es lírica. Esta es la causa por la que Sergéi Esenin, por propia cuenta y tan temprano, se ha ido lejos de nosotros y de su tiempo; el poeta ha muerto porque no era afín a la revolución” (Trotsky, Literatura y sociedad).

Esenin eligió ahorcarse. Hay un ligero punto de contacto con la idea sociológica de que el suicidio ocurre si la sociedad se retira demasiado (o a la inversa, si se imprime demasiado) en la conciencia del suicida. Solo que a diferencia de Durkheim, que ve al mundo como una regla moral objetiva, Trotsky ve otro tipo de diferendo entre un nivel colectivo revolucionario, y las conciencias líricas que intentan alcanzarlo, aunque no puedan superar un distancia, donde se aloja una punzante perplejidad, en última instancia, el suicidio.

No algo muy diferente dice Trotsky sobre el suicidio de Maiacovsky. “La barca se rompió contra la vida cotidiana”, dice Maiacovsky sobre su vida íntima, en sus últimos versos. Y Trotsty concluye que la vida cotidiana de Maiacovsky le arrojaba golpes que no eran posibles de interceptar elevando su potencia lírica. Por eso las contradicciones entre una literatura regenteada por comisariatos culturales y su vida personal, hayan sido resueltas –conjetura Trostky–, enviando “su barca al fondo”. Los personajes del Estado (de la “literatura burocrática”) dictaminaron el “caos personal” del poeta, que nada tendría que ver con su vida poética. En cambio, Trotsky concluye que el suicidio de Maiacovski –semejante al de Esenin–, se aloja en la distancia histórica entre su vida poética y lo que impedían las fórmulas prejuiciosas del Estado.

Hay algo casi imperceptible que liga la idea de suicidio de Durkheim a la de Trostky. Ninguno le atribuye importancia a los que las generaciones anteriores habían considerado como el suicidio por desesperación amorosa, y como en todo suicidio, con su recado de sutil castigo a la dama que no supo romper con su pequeño mundo burgués. Es el caso de “Werther”, que para nada es tenido en cuenta por el mencionado sociólogo y el mencionado revolucionario, pues en un suicidio siempre interviene un obstáculo social mal resuelto y un deseo recóndito de impugnar el mundo. Pero en el caso de estos dos pensadores –tan diferentes entre sí–, el suicida, finalmente, tiene la cualidad de ser un personaje del destino político y social antes que del destino amoroso. No sabemos a quién le va a tocar, pero es el convocado por las turbias fisuras de la sociedad. Sea la “burguesa” o la “revolucionaria”. Demostraría así que un mundo que parece ensamblado bajo culturas homogéneas se caracteriza por toda clase de depresiones, desconocidas energías y hendiduras solitarias contra las que el desesperado quiere vociferar, con su último acto, diciendo que alguien tiene que pagar las culpas, sean o no sean propias.Trostky también destina largas páginas a interpretar el destino de Joffe, un colaborador suyo que aún seguía en funciones en el Kremlin, y que en su carta de suicida deja un tajante testimonio: años antes había escuchado en la propia voz de Lenin, decir que “en 1905 Trostky tenía razón”. El suicida, que también estaba enfermo, había escrito en su carta una frase que pertenecía a los secretos de Estado.

En la suicidogenia argentina, Erdosain paga su culpa, pero su suicidio es una acusación. En el suicidio de Lugones, posterior al de Erdosain, también hay una recriminación con la forma de una herida arrogante, que emite un quejido despechado y despectivo. A Macedonio Fernández lo había impresionado mucho el suicidio de Lugones. Escribe que Lugones se había entregado a ese “fragmento fatal de tiempo” donde se abisma el suicida, por lo que postulaba las leyes del “longevismo”, el máximo esfuerzo del hombre contra la sociedad armada de un revólver que se “introduce en su psique”. Macedonio había leído a Durkheim cuando joven, y sin abandonarlo nunca, lo pone cabeza abajo. Igual que Artaud con Van Gogh, el “suicidado por la sociedad”.

Tratar de impedir un suicidio es tarea conocida. Sea el caso del literato que tardíamente le aconseja no hacerlo al vate nacional, sacrificado por su propia mano desdeñosa; sea el caso del policía de San Francisco que corre para detener al que quiere arrojarse del Golden Gate (en la Torre Eiffel hace tiempo hay parapetos antisuicidas, como en tantos otros lados, por ejemplo, en transportes subterráneos o altos edificios famosos). A la tarea suicida, todas las iglesias mundiales la encaran ceñudamente. Difícilmente se apartan de un comprensible silogismo: el suicida atenta contra algo más que sí mismo; quiere competir con el Creador al intervenir tan soberanamente en su vida, sintiéndose dispensado para quitársela. Pero poco sabemos de los pasos sucesivos que un hombre va dando en su recorrido hacia su suicidio. Los da sin interpretarse a sí mismo y desconociendo, como es obvio, cómo esos actos se van encadenando involuntariamente en una conciencia enjaulada que se quiere libre. Pero un domingo específico, un día póstumo señalado, desde las secretas sociedades en que podía estar involucrado, surgen llamados que le evocan incorpóreas prisiones, que atraen toques a su puerta que él mismo demanda y que le acercan un arma defectuosa aunque propicia. Son llamados que se le destinan desde la trama que él mismo conocía demasiado, y siente que no tiene otra salida que dirigir el disparo contra sí mismo para que resuene en los residuos de esa culpa que no atina a ver en él, o que difusa y arbitrariamente intuye retrospectivamente en lo que fueron sus propios itinerarios. Alguien dijo que la existencia es hacer algo con aquello a que nos incitan. ¿La libertad no es inducir otra cosa sobre esos mismos destinos a los que se nos induce? Los suicidios suponen –el suicidio de Nisman supone– que hay veces que se llega tarde a esta comprobación.

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Trotsky, Durkheim y Nisman.
 
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