EL PAíS

Sobre la iniciativa política

 Por José Pablo Feinmann

La iniciativa política es uno de los elementos sustanciales de esa práctica. El concepto está formado por dos palabras: la palabra iniciativa y la palabra política. Si hacemos su –digamos– deconstrucción será para luego totalizarlo otra vez y comprenderlo mejor. En un buen diccionario (por ejemplo: en el Diccionario Salamanca de la Lengua Española) la palabra iniciativa significa: “Capacidad para emprender o idear cosas”. También: “Anticiparse una persona a otras personas en alguna acción, generalmente dirigiéndola”. Si buscamos sus sinónimos, todos nos remiten al brío, a la acción repentina, acaso sorprendente, audaz. Sinónimos, de iniciativa: atrevimiento, coraje, nervio, fibra, entusiasmo, impulso. Hay más y todos apuntan a lo mismo: a la acción inesperada, con mayor o menor fuerza creativa, pero jamás ajena a la creación. Lo inesperado es el alma de la creación política. Es desplazar los límites de “lo posible”, eso que, según muchos, es el arte de la política. Pero la política –más que el arte de lo posible– es el arte de la creación de lo posible, que no es lo imposible sino que es el desplazamiento de eso que todos creen es el límite, la cordura establecida y hasta el lugar común, y no lo es, ya que posiblemente sea la medida de lo mediocre. La iniciativa política hace estallar el lugar común del límite (o, por decirlo así, de la mediocridad de lo posible) y desplaza el límite hacia un horizonte que nadie esperaba. En suma, la creación, en política, es rechazar lo dado y desplazar el límite en busca de lo nuevo.
La otra palabra del concepto iniciativa política es la palabra política. En buena medida acabamos de definirla. Pero hay un elemento esencial que resta visualizar: la política es el arte de la convivencia de lo diferente. El Estado moderno nace con Hobbes y con su postulación de un estado de naturaleza, anterior a la sociedad civil, en el que los hombres no pueden vivir. “La condición humana”, escribe en De Cive (1642), “no es más que una guerra de todos contra todos”. El Estado viene a solucionar algo que, desde la naturaleza del hombre, sería imposible: la armonía de la diversidad. Todos ceden algo de su libertad al Estado y se aseguran una paz social que es fruto de la represión de los instintos destructivos del “hombre lobo del hombre”. Hannah Arendt –para muchos: la/el más grande politólogo del siglo XX– traza las primeras sendas, tal vez las más hondas, de la política en esta conceptualización hobbesiana: “La política trata del estar juntos los unos con los otros de los diversos (...) Los hombres se organizan políticamente a partir de un caos absoluto de las diferencias” (Qué es la política, Paidós).
¿A qué viene todo esto en un país sofocado por cuestiones más urgentes que las teóricas? Muy simple: las cuestiones tratadas no son teóricas o sólo teóricas. (Las cuestiones teóricas, por otra parte, nunca son sólo teóricas.) El pago de la totalidad de la deuda al FMI por parte del gobierno Kirchner sacudió a esa ardua comunidad de los diversos que es la Argentina. Esa comunidad se entregó a un vértigo de la opinión (todos, de la izquierda a la derecha y al centro, dijeron algo o mucho) que la transformó en el ejemplo inapelable de eso que Arendt llama “caos absoluto de las diferencias”. ¿Quién desató ese caos? Kirchner. ¿Por qué? Porque tiene una iniciativa política que nadie tiene en el país. Porque desde el ya lejano día en que amaneció y dijo que pagaba por entero la deuda con el Fondo nadie ha dejado de hablar de él. En política, como en casi todo lo demás, el que pega primero pega dos veces. Y Kirchner sabe pegar primero. Tiene a todos los demás a su espalda. Tiene a todos, según suele decirse, comiendo de su mano. Y con una previsibilidad tan opaca como opaco es lo previsible. Tal vez (para malhumor de sus críticos) Kirchner haya llevado a la política un venerable concepto que Dante Panzeri aplicó, alguna vez, al fútbol: “Dinámica de lo impensado”. No significa esto que no piense lo que hace o que haga política sin pensar. Se trata de otra cosa. Quizás eso que los futboleros llaman repentización. El señor K es, sí, repentino. No amaga, pega. Se mueve por grandes impulsos. Es un intuitivo que siempre acierta, que no erra. Es verdad que incurre en torpezas que se magnifican desmedidamente aunque son, en efecto, torpezas: Borocotó. Sin embargo, que la oposición las transforme en Causas Nacionales exhibe los escasos flancos que, por el momento al menos, y va para sus tres años, ofrece. ¿Qué pasó ahora?
Ahora –como todos, estrepitosamente, saben– le pagó al Fondo. No se trata de analizar, en primera instancia, si esa medida fue buena o mala, errada o certera. Se trata de lo que trata este texto: se trata de la iniciativa política. Kirchner hizo algo, nadie se lo vio venir y todos, a la cola de K, se arrojaron al vértigo de la opinión. ¿Qué dijo y era previsible que dijera la derecha? Primero dimensionó fuertemente el acontecimiento: histórico, lo llamó. Luego apeló al republicanismo. Es un tópico que tiene con Kirchner: que no es, dice la derecha, republicano. Le reprocharon que no hiciera pasar la medida por el Congreso. Aclaremos, aquí, dos cosas: 1) si K hubiese recurrido al Congreso no habría conseguido repentización y sorpresa sino una demora muy, digamos, demorada; 2) ¿puede la derecha argentina exigir republicanismo? Cualquiera sabe que siempre llegó al poder negando las urnas y apelando a la espada. La derecha, en este país, sólo pudo imponer sus planes económicos negando la posibilidad democrática. Sólo fue democrática (seamos claros: sólo pudo imponer sus planes económicos en democracia) cuando el peronismo de Carlos Menem le entregó los votos en bandeja durante esa fiesta que fue la década del noventa, tramada entre el populismo y el capitalismo transnacional. No obstante, la derecha argentina (cómplice siempre del militarismo) se viste de republicana y pregona valores austeros. Es penoso –y expresa sin duda el cono de sombra en que se ha deslizado la inteligencia del personaje– que Grondona le reproche a Kirchner su “hiperpresidencialismo”. ¿Con qué autoridad? ¿Cómo puede alguien que apoyó con ferocidad y fragor a Onganía y Videla reprocharle a un presidente elegido con los votos del pueblo su (supuesto) autoritarismo? Claro que Onganía y Videla no eran hiperpresidencialistas, eran dictadores.
Sigamos con la derecha. Otros se dedican a un psicoanálisis cotidiano de K. Detectan, así, su soberbia, su autosuficiencia. Y, ahora, sus celos. En suma, Kirchner habría pagado la deuda al Fondo por no quedar desairado por Lula, por estar a su nivel, por no quedarse atrás. Esto sólo provocaría una amable y democrática sonrisa si estos periodistas, de pronto, no se descargaran –con vehementes, temibles dentelladas– diciendo que hoy gobierna la Argentina la generación del ’70 que perdió –dicen– una guerra y ahora quiere ganar otra. Sería interesante discutir esto. ¿Hubo una guerra en la Argentina? Si la hubo, ¿la ganaron los militares? Si así fue, ¿es justo juzgar como genocidas a guerreros victoriosos? Si no lo es, ¿habrá que dejar libres a Massera y Videla y Astiz? ¿Una guerra se gana matando curas palotinos, monjas francesas, comisiones obreras, alumnos del Nacional Buenos Aires que apenas si habían llegado a los dieciséis años? ¿Se gana secuestrando niños? ¿Una guerra es derrotar a una guerrilla en desbande con un ejército respaldado por el poder de inteligencia del Estado? ¿Una guerra es someter un país al terror y entregarlo a brutales grupos de tareas? ¿Una guerra es matar miles de ciudadanos desarmados sobre todo si están del centro a la izquierda del arco político? Si es así, que lo digan.
Sigamos, todavía, con la derecha. Sus rostros visibles (la derecha, la verdadera derecha, cultiva la pasión por el ocultamiento) lucen absortos. Por un lado les gusta que se le haya pagado al Fondo. Es lo que siempre pidieron. El señor Rato está satisfecho. Menos, apuntan, que con Lula, pero satisfecho al fin. Por otro lado, el que pagó es este emergente de la generación que más incomodó al poder en este país, esos setentistas que, pese a la matanza y las crueldades sin límite, perseveran en seguir. Si estar con el Fondo es estar con Kirchner, ¿qué hacer? Todavía están averiguándolo.
Ahora, la izquierda. Dejemos, por el momento el debate sobre qué es ser “de izquierda” en la Argentina. Lo propuesto aquí es analizar qué han dicho quienes criticaron el pago al FMI desde el esquema: pagar al Fondo es no saciar el hambre de los pobres. Se trata de un esquema muy funcional ya que siempre puede ser instrumentado. Cualquier gasto monetario del Gobierno sería una sustracción al tema de la pobreza. Dentro de esta interpretación se han ubicado desde macristas hasta ultras y, desde luego, Carrió. Una confluencia curiosa. Hay, aquí, opciones sinceras y otras meramente electoralistas. Que los macristas piensen en los pobres es risible. Que lo haga Carrió es parte de un paisaje conocido: su ejercicio es la oposición como sistema. Que lo haga la ultraizquierda merece más nuestra comprensión. Lo hace mal, dado que esgrime la pobreza para negar en totalidad lo hecho por Kir- chner y acusarlo por pagar al Fondo igual que Alfonsín, Menem y De la Rúa. Esta nivelación del todo la lleva a afirmar que “es lo mismo” Kirchner que Menem. Se pierden, de esta forma, no sólo matices sino la posibilidad de leer lo real con alguna posibilidad de rigor.
Ahora bien, focalicemos la cuestión en el “de aquí en más” de la iniciativa kirchneriana. Pagar al Fondo es eliminar a un enemigo que no sólo reclamaba su deuda sino que era el poderoso aliado de los otros deudores, debilitados ahora. Pagar al Fondo es recuperar parte de la autonomía estratégica del Estado. Pagar al Fondo es comprometerse a seguir con los cambios. ¿Que estas afirmaciones suenan raras proviniendo de quienes se asumen como la izquierda? ¿Que siempre nos opusimos a que se le pagara al Fondo? No es así. Propusimos siempre una necesaria dureza en las negociaciones y la reducción de la deuda odiosa, la contraída por la dictadura. Nunca fue, por otra parte, ni siquiera sensato aplaudir el default de Rodríguez Sáa. Que era un presidente amañado entre gallos y medianoche. Su default fue más una aventura que una auténtica jugada política.
El Estado, ahora, tiene que actuar con eficacia. Mal o bien, lo que reclama la ultraizquierda es cierto. Por eso es bueno que nosotros –que somos la verdadera izquierda– insistamos con la cuestión del hambre. Que nuestro pueblo desnutrido pueda alimentarse en esta Navidad. Basta de ricos flacos y gordos pobres, según la conceptualización de Patricia Aguirre. Los ricos, se sabe, se dan el lujo de las carísimas dietas, y no engordan. Los pobres comen basura; la basura engorda. A veces, sin embargo, ni basura tienen y languidecen al extremo.
¿Qué representan Kirchner y su gente en relación al Estado nacional? Su posibilidad de recuperación. Durante los noventa el poder de la política se trasladó del Estado a la economía. Del Estado al establishment. Así, la iniciativa política se concentró en las corporaciones, que, sin obstáculos, trazaron el destino de miseria del país. Vamos a decir algo arriesgado y polémico: en la Argentina el oficialismo no es el Gobierno, es el establishment. Ser “oficialista” no es defender la gestión K en el Estado, es defender al establishment. El Estado argentino no tiene el Poder. Ser oficialista es ser sumiso y servicial al Poder. El Poder lo tiene el establishment. Lo que se busca –hoy, en este país– es reducir, por ahora desde el Estado, el Poder que el establishment consolidó durante los noventa. Se busca reinventar la política. El Estado es un instrumento cuya eficacia ante el capital transnacional y sus comunicadores hay que recuperar. Pero es imprescindible que la sociedad civil genere su propia potencia. Que asuma su propia iniciativa política. No es bueno que algo tan valioso quede en manos de una sola persona, aunque esa persona esté al frente del Estado. En suma, es imprescindible que el atrevimiento, el coraje, el nervio, el entusiasmo no queden solamente en manos de Kirchner. Eso sería, no sólo condenarlo a la soledad, sino depositar nuestros destinos en una sola persona que, como todas, puede equivocarse.

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Imagen: Bernardino Avila
 
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