Eduardo Acosta, secretario de Gobierno de la Municipalidad de Villa Atamisqui, destacó que “en esta época, no hay muchos hombres en el pueblo: sólo los que tengan empleo fijo. Incluso compañeros de la Municipalidad aprovechan su licencia anual para hacer esa changa, que para mucha gente es el único ingreso. Acá el único trabajo que hay es el empleo público. La gente no se dedica a la actividad rural porque no está asegurada el agua: los canales para regar no alcanzan, tienen poco caudal y falta hasta para consumo humano”.

“Es un problema serio el de los trabajadores rurales –advirtió Acosta–: los llevan a ciegas, no saben ni dónde ni cómo van a vivir ni cuánto les van a pagar. Y al que pregunta lo despachan de vuelta. Acá hay uno o dos encargados que son los que buscan los cabecillas para las cuadrillas. Los suben en un colectivo, los bajan en el lugar, y no hay reclamo.”

El sociólogo Reinaldo Ledesma –que investigó el trabajo migrante santiagueño para la OIT– precisó que “el grueso de los trabajadores rurales migrantes santiagueños procede de los departamentos de Atamisqui, Salavina, Loreto, San Martín, Figueroa y Moreno. También hay muchos del departamento de Río Hondo y, en los últimos tres o cuatro años, de los conurbanos de Santiago y de La Banda, que a su vez fueron desalojados de sus tierras en el campo”.

El trabajo migrante tiene su tradición en Santiago del Estero: “Por lo menos desde la primera mitad del siglo XIX, ya los santiagueños salían a trabajar en distintos lugares del país –comentó Ledesma–: hacían arreos de animales o conducían carretas; en la provincia de Buenos Aires, donde a veces eran detenidos por andar ‘sin papeleta’ en esos oficios. Ya en el siglo XX, salían a trabajar en la zafra de azúcar y en la cosecha de algodón, hasta que estas actividades fueron mecanizándose. Hoy, el desflore del maíz y cosechas como la de arándano todavía no se han podido mecanizar del todo”.