EL PAíS

Juicios, justicia, hombre y mujeres

 Por Mario Wainfeld

El cuento se llama “El hombre en el umbral”, es de Jorge Luis Borges. La narración transcurre en la India, durante la dominación británica. Un juez escocés llega a una población musulmana, para imponer orden. Resultó ser un malvado y un tirano. Asumiendo riesgos enormes, miles de personas lo secuestran para someterlo a juicio. Buscan y nombran “un juez para juzgar al juez”. No es tarea simple, desechan elegir a los sabios (difíciles de encontrar o deslindar). Optan por un loco “para que la sabiduría de Dios hablara por su boca y avergonzara las soberbias humanas”. Le informan al acusado, el hombre acepta riendo acaso porque “comprendió que dado el peligro que los conjurados corrían si lo dejaban en libertad, sólo de un loco podía no esperar sentencia de muerte”. Declararon numerosos testigos, durante diecinueve días. El juez dictó sentencia, digamos en conciencia, condenó a muerte.

El juez era el más imparcial disponible, el que otorgaba más garantías al acusado, quien lo validó. La sentencia fue la que correspondía. El pueblo y la opinión pública quedaron conformes. Hablamos, con las licencias literarias y jurídicas enormes, de algo bien infrecuente: un juicio justo. La ironía y el recuerdo de una pluma excelsa acaso aspiran a aliviar el tema tremendo que se quiere sobrevolar. Hablemos, ya, de la sentencia en el juicio que investigó la desaparición de Marita Verón.

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La frustración y la bronca públicas tienen un motivo básico justificado: hubo impunidad, denegación de justicia. Queda abierta una duda, acerca de si los mayores vicios estuvieron en la instrucción previa o en la actuación de la Cámara Penal de Tucumán. Nunca es desdeñable la concurrencia de culpas, aunque lo más prudente es esperar a que se conozcan los fundamentos de la sentencia que absolvió a todos los acusados.

Por ahora, pueden apuntarse desatinos brutales de los sentenciantes, que no hacen al fondo de la cuestión, pero que mucho expresan acerca de la cultura del Poder Judicial, no sólo en Tucumán.

La demora en la lectura de la sentencia, varias horas –mayormente sin dejar siquiera tomar asiento al público–, es una demostración de poder y desprecio. Maltratar sobre las heridas a las víctimas, como Susana Trimarco, revela una mentalidad ruin. ¿Para qué infligir un dolor adicional, quebrando hasta las reglas más básicas de la cortesía? Puede que por no pensar, puede que especulando con no pronunciarse hasta después de que terminaran los noticieros de los canales de tevé de aire.

Otra mujer sufrió otro vejamen: la secretaria de la Cámara, Norma Díaz Volachec, a quien se encomendó leer la parte resolutiva del fallo. Se conmovió, sollozó, lloró, tardó en recomponerse. Le costó apurar el mal trago. En declaraciones periodísticas ulteriores, explicó que estaba en desacuerdo con el fallo, que le fue violento exponerse a leerlo. Las normas procesales establecen que le corresponde esa labor. Pero conceder a los ritos valor divino es un vicio clásico de los tribunales. En tamaña circunstancia, los camaristas podían y debían (hasta por caballerosidad) ponerle el cuerpo a lo que habían escrito, quedar expuestos en las imágenes, bancarse sin intermediarias las puteadas o los gritos de tristeza.

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Sigamos hablando de hombres y mujeres. El maltrato a los testigos (y en especial a las testigos) fue repetido. En aras de una falaz tutela del derecho de defensa esa conducta se repite en muchos estrados. No se contempla que muchos testigos son víctimas, que ameritan un trato acorde con su condición.

Las declaraciones de los jueces a los medios inducen a creer que no estaban a la altura del caso. Sus afirmaciones sobre testimonios contradictorios parecen sugerir una falsa igualdad entre quienes declaran. Las víctimas deben ser valoradas de un modo especial. En parte porque nadie documenta en papel delitos como la trata. Y, preponderantemente, porque es muy raro que mientan quienes cuentan que han sido sometidas, prostituidas, sometidas a vasallajes de todo tipo. ¿Qué motivo o incentivo podría inducirlas a mentir lo que las dejará socialmente estigmatizadas, mal vistas? Simulacro indebido de justicia o equidad es ponerlas en pie de igualdad con lo que dice un astuto administrador de un boliche o cualquier personaje mundano.

Los supuestos consentimientos exigen también una mirada inteligente y profunda. Son flagrantes los llamados “vicios de la voluntad”. Sólo un formalismo extremo se cobija en lo aparente para esconder lo real. En este asunto es trágico, en otros hasta paródico: es una rémora clásica de quienes “administran justicia”. Jueces como éstos revalidan al loco del cuento...

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Preguntemos cuestiones fuera de libreto, hasta “jurídicamente incorrectas”, máxime para quien es abogado como el cronista. ¿Son hombres las personas adecuadas para juzgar respecto de este tipo de delitos? Los camaristas no viven en una burbuja, sino en sectores sociales determinados. ¿Con quién empatizarán mejor Sus Señorías? ¿Con los clientes de los prostíbulos o con las mujeres sometidas? Los interrogantes son retóricos: sugieren sus respuestas. Ponerlas en acto equivaldría a conmover el formalismo de la competencia judicial. Hay razones profundas para defender el principio del “juez natural”. Pero es pura apariencia confinarlo al cumplimiento de reglas sobre competencia abstrusas, incomprensibles hasta para muchos iniciados y, por lo general, bastante pavotas.

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Esta nota no aborda todas las responsabilidades sobre la trata que se propagan al poder político y a las policías, sólo para empezar. Trascienden la geografía de una provincia en particular. Casi ninguna fuerza política que gobierne territorios está exenta, ni todas las responsabilidades son del Poder Judicial. Vayan estas líneas de cierre a cuenta de un tratamiento más exhaustivo.

Si se quiere de veras mejorar la Justicia, o “democratizarla” como propone el Gobierno, serán necesarios cambios profundos, de todo tipo y en todos los estamentos estatales. A título de opinión personal, en nada contribuyen mezclarlos con cuestionamientos a las reglas de la libertad condicional. O alentar a los jueces que mantienen encerrados a presos sin condena, reprochando a quienes aplican las garantías constitucionales.

La complejidad del valorable objetivo exige responsabilidades compartidas. Y el deber de explorar cómo actúan los mandatarios provinciales o municipales, de cualquier signo político.

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