ESPECTáCULOS › ROGER WATERS SE PRESENTA ESTA NOCHE EN BUENOS AIRES

El dueño de los temas de Pink Floyd

Escribió “The Wall” y “El lado oscuro de la luna” en la era en que resultaba el líder natural de uno de los cinco grupos más grandes de la historia del rock. A los 58 años, convirtiéndose en el primer Pink Floyd que pisa la Argentina, este genial compositor e ideólogo tocará aquí buena parte de las canciones que lo convirtieron en grande.

 Por Fernando D´addario

En tiempos difíciles –la edición de The Wall, en 1979, coincidió temporalmente con la dictadura militar argentina–, la música de Roger Waters, es decir Pink Floyd, reunía en sí misma una doble finalidad terapéutica. Era capaz de anestesiar a quien la escuchaba, transportándolo a una frecuencia ajena a la durísima normalidad cotidiana, pero también podía provocar un choque abrupto con la realidad, un encuentro con una conciencia crítica que antes estaba, acaso, adormecida. En ese juego de ambivalencias, a veces contradictorias, otras complementarias, Floyd tejió complicidades indestructibles. Veintitrés años después, más de 30 mil fanáticos que modelaron su personalidad en función de aquella famosa pared (derribada o no, según los casos) encontrarán esta noche en la cancha de Vélez al ideólogo de ese universo paralelo, que como otros infiernos y paraísos, está aquí nomás, listo para adormecer y para aportar su dosis de electroshock.
Son otros tiempos difíciles los que recibirán a Waters. Son otras también las contradicciones y las ambivalencias. Lo único que se muestra inmutable es esa fidelidad incondicional que impulsó a su público a pagar entre 35 y 150 pesos por una entrada, en medio de la peor crisis económica que haya vivido el país. Hay algo de autorrecompensa y otro poco de apuro apocalíptico en esa actitud compulsiva de querer estar sí o sí esta noche en la cancha de Vélez. Es tanto un premio a la paciencia (Waters, como testaferro idóneo de Floyd, era el último grande grande de verdad que debía su visita a la Argentina) como el resultado de una convicción: es ahora o nunca. La confluencia de esos factores promete para hoy un concierto seguramente inolvidable.
No debe extrañar que Pink Floyd haya ingresado en el Olimpo de los intocables para el público argentino. A diferencia de otras bandas atentas a su tiempo histórico, Waters y cía. parecieron sincronizar mejor con la realidad argentina que con sus contemporáneos del Primer Mundo. Cuando Pink Floyd editó The Wall, la new wave había terminado de arrasar con el gigantismo musical de los progresivos. Estaba fuera de tono, más por sus dimensiones que por cuestiones de concepto. La actitud antisistémica que expresaban las letras de las canciones y las imágenes de la película homónima dirigida por Alan Parker no empalidecía frente a los punks que patentaron aquella remera odio a Pink Floyd. En la Argentina aplastada por las botas militares, el desfasaje temporal con lo que sucedía en el Primer Mundo permitía, curiosamente, sintonizar mejor con esa fábula adolescente contra la opresión. Con esas “ganas de volar, sin ningún lugar adónde volar”, expresadas en la canción “Nobody home”.
No sería descabellado asegurar que, en estos momentos, Waters es más Pink Floyd que el mismo Floyd. La separación del grupo en dos bandos irreconciliables (Waters por un lado, como “solista”; David Gilmour, Richard Wright y Nick Mason por el otro, conservando el nombre) ayudó a mensurar los distintos grados de influencia musical e ideológica que fluctuaron a través de los años. Un repaso ligero por la historia de Pink Floyd opera a modo de ayudamemoria: el creciente peso de Waters en las decisiones del grupo, desde el segundo lustro de los ‘70 en adelante, convirtió a Floyd en algo así como la estructura edilicia ideal para el proyecto solista del bajista y letrista. Lo demostró en su primer disco fuera de la banda, Los pro y los contra de hacer dedo, casi una remake de The final cut, el último trabajo firmado por los cuatro integrantes originales. Las mismas obsesiones, los mismos climas, la guerra y sus secuelas psicológicas (debe recordarse que el padre de Waters murió combatiendo en la Segunda Guerra Mundial) como núcleo discursivo. Floyd, en cambio, se encaminó hacia el reciclamiento estándar y desideologizado del concepto musical, amparado en la guitarra imbatible de Gilmour (cómo será de inolvidable Gilmour que Waters, para “reemplazarlo” en Los pro... convocó nada menos que a Eric Clapton). Aunque la mayoría de los fans de Pink Floyd compran el paquete entero (ya, a esta altura, por cuestiones afectivas, que valen más que las musicales) casi todos reconocen el viraje estético que efectuó en los 70. Parafraseando a Julio Verne, pero en sentido inverso, Floyd viajó de la luna a la tierra, en más de un sentido. El recorrido artístico podría interpretarse, también, como el correlato de un viaje de ácido, con su clímax lisérgico, y su posterior bajón. Fue una banda psicodélica de culto mientras estuvo al frente el genial e hipersensible Syd Barrett. Cuando el guitarrista quemó sus últimas fichas y debió alejarse, Pink Floyd pasó a engrosar, ya con Gilmour, esa entelequia llamada “art rock”, poniendo un pie en el espacio sideral y otro, displicente y depresivo, en bucólicas praderas de folk inglés. En ambos planos, las letras evidenciaban una preocupación por los excesos del capitalismo y sus consecuencias patológicas. Durante varios años, la alquimia funcionó con precisión de relojería. Lo prueban discos notables como The dark side of the moon, Wish you were here y (el injustamente subestimado) Animals. Aquel espíritu de happening repentista e imprevisible, se iba convirtiendo, con los años y el éxito acumulados, en una gigantesca puesta en escena. El diseño musical le correspondió a Gilmour y el entramado político a Waters.
La guerra de egos (más difícil de zanjar que la guerra de Malvinas a la que Waters se atrevió a criticar) desnudó debilidades inherentes al status de rock star. No deja de ser paradójico que quien sustentó su credibilidad (más allá de las grandes canciones) en un mensaje de rebeldía frente al mercantilismo (¿qué es “Money”, sino?) y los peligros de la masificación, se haya peleado con sus compañeros por dinero y deba atenerse a los códigos devocionales que testimonia el rock de estadios.
Nada de eso debería importar demasiado hoy. Hace diez años que Waters no saca un disco, abstinencia que implicaría, a despecho de una decreciente fertilidad, una ratificación de lo que ya hizo y/o dijo en su momento. Eso es todo (y es mucho, realmente) lo que pedirán los fans que esperaron por Pink Floyd como quien sueña con un eterno paraíso artificial.

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Waters parece hoy el padre del Waters de los 70, pero su música permanece indestructible.
 
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