PSICOLOGíA › LO QUE QUEDA DE LA INFANCIA EN LA SOCIEDAD ACTUAL

“No tengo raíces”

En su camino en busca de lo que queda de la infancia en la sociedad actual, la autora señala cambios en la concepción de la niñez, distingue entre el partenaire sexual y el “peluche para el otro” y, al cuestionar la noción de un sujeto falto de raíces, señala las raíces del racismo.

 Por Colette Soler *

No hay lugar a dudas de que desde los treinta primeros años del siglo XX, la época de Freud, algo ha cambiado en el discurso común. Es incluso un verdadero cambio radical en lo que se refiere a las costumbres. Releí algunos textos de Freud, los dedicados a la educación sexual de los niños de 1907 y a las teorías sexuales infantiles de 1908. Jamás había notado hasta qué punto, además de su alcance analítico, se trata de verdaderos documentos antropológicos. Los ejemplos de los niños que cita, sobre todo los de las niñas, hoy en día serían inhallables. Tal como ése en el que una “doncella inocente” –como dice Freud– se indigna de que su esposo le hubiera “orinado adentro” en su noche de bodas... Hay otros de ese estilo.

Hoy constatamos la caída patente de las hipótesis naturalistas en lo que se refiere a las realidades sexuales. Los gender studies pasaron por ahí. Cualquiera sea su diversidad, conciben las realidades sexuales como profundamente sociales. En Francia, Simone de Beauvoir profirió su famoso “no se nace mujer, se llega a serlo”.

Es cierto que una contraofensiva está en marcha actualmente, la que retorna a un naturalismo biológico a través de la hipótesis de los determinismos orgánicos, cerebrales, hormonales, genéticos. Una repercusión ideológica de la ciencia. Mientras tanto, la normalización de la homosexualidad está en curso, a pesar de algunos focos de resistencia que actualmente nos hacen ruido, pero que la corriente principal arrastrará. Igualmente, hay a nivel jurídico una permisividad sexual cuyo único límite es actualmente el consentimiento del partenaire. De allí el ascenso de las dos únicas grandes faltas legales que permanecen, la violación y la pedofilia, donde falta el consentimiento.

Finalmente, la concepción de lo que son un niño y un adulto ha cambiado. En el discurso común, ese que hablan los sujetos que recibimos, el adulto ha sido pensado desde hace tiempo en términos de valores: valores de madurez a los que habría que acceder y de racionalidad. Quien dice madurez y racionalidad habla, en términos freudianos, del principio de realidad, o sea de la aceptación de las prohibiciones y obligaciones ligadas a toda integración en un discurso. Se habla mucho en estos tiempos de los problemas de integración, se trata siempre de la integración en los valores que regulan los lazos sociales. Ese principio de realidad incita a todos y a cada uno a salir de la infancia, a renunciar a la irresponsabilidad que se cree que la caracteriza y a temperar su preferencia en todo por el principio del placer. Como resultado, la relación niño-adulto es concebida en términos del acceso a favorecer, promover, incluso a imponer.

El tema acosa a todo el mundo de la educación, que no es solamente el de la escuela sino, en principio, las familias. No sorprende encontrarlo en boca de los analizantes cuando lamentan no poder llegar a ser adulto y responsable. Uno de ellos me decía lamentándose: “Soy todavía un niño, mi verdad, mi real, es que seguí siendo niño, un niño inquieto y asustado”. La cuestión es entonces saber cuál es la verdadera naturaleza del sentimiento de déficit del que un sujeto testimonia cuando se expresa de esa manera, lo que no es raro. ¿Es solamente el resultado de una idealización del adulto, que se percibe cuando se le atribuye a éste madurez y racionalidad? ¿Es esta idealización la que genera ese afecto de incapacidad, digamos de impotencia? No resulta impensable porque un ideal produce siempre, además de sus efectos de arrastre, efectos deprimentes en tanto que, justamente, no se realiza nunca sino parcialmente. No es impensable entonces, sino sin duda un poco precario. Además, esta idealización misma tambalea más y más.

Un peluche

¿Qué diferencia a un niño de un adulto en lo concerniente al estatuto del partenaire? Se ha creído, Freud lo creyó y hasta los propios niños lo creen en su momento, que los adultos tienen acceso a un goce del que ellos aún están privados y que sería más pleno que sus pequeños plus de goce perverso polimorfos; un goce que además está ligado a la posible reproducción. Y los niños sueñan también con amores que serían menos decepcionantes que sus primeros amores en el seno de lo que sostiene su lugar en la familia. De ahí la idea formulada por Freud de que el deseo propio del niño sería el deseo de crecer. Dicho de otro modo: de acceder a las realizaciones del adulto.

En un antiguo artículo, Michel Silvestre (“La neurosis infantil según Freud”, en Mañana el psicoanálisis, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1988) postulaba que lo que producía el pasaje de la sexualidad infantil hacia la de la edad adulta y su diferencia era la experiencia del deseo del Otro, pero ya no bajo las formas del deseo de la madre, sino del Otro con el formato del deseo enigmático de la mujer no-toda, de la que no se sabe lo que quiere. Entonces, según la tesis de Michel Silvestre, si nos preguntamos qué le falta al niño para ser adulto, la respuesta sería: le falta el encuentro sexual con el Otro del sexo, la mujer barrada, el continente negro, el Otro absoluto.

Esta respuesta tenía la ventaja de hacerle un lugar al acto sexual marcando un antes y un después, y con él a ese umbral que constituye la pubertad orgánica; pero sobre todo, tomaba en cuenta al Sexo –como se decía en los siglos pasados–, al Otro con mayúscula. No obstante, esta respuesta siempre me dejó muchas dudas. Por ser sexuada, una mujer no es menos hablante, y en consecuencia está presente por su decir. Por eso la Esfinge es una encarnación de la mujer. Para tener que enfrentarse con ese decir otro del Otro, no hay que esperar a tener cierta edad. No hay que esperar porque no está excluido que en una familia haya una mujer que sea no-toda madre.

Además, y es la segunda razón, aún más decisiva, si pensamos en el encuentro de los cuerpos a través del acto heterosexual, ¿no es justamente allí donde la falta de encuentro con el Otro sexo se juega de modo más irreductible? Es lo que llamamos castración, y lo que funda el decir de Freud según Lacan: “No hay proporción/relación sexual”. Los tormentos, los enojos, las decepciones de los adolescentes liberados no dejan de mostrar que el acceso al acto –que es cada vez más libre– es el acceso a la desilusión.

Por otra parte, si observamos a las parejas que duran en el tiempo –si bien son cada vez más raras hoy en día, no obstante existen–, en lo referente a las relaciones entre los cuerpos, ya se trate del acto ritualizado en los hábitos y a menudo a costa de la mujer, o de que los cuerpos no se encuentren más –lo que ilustra a menudo el hecho de dormir en camas separadas–, resulta perceptible que a lo mejor cada uno de esos cuerpos no es más que lo que llamaré un peluche para el otro. El peluche es una de las dimensiones de la experiencia donde el confort del principio del placer triunfa sobre el deseo y el goce.

Raíces

Escuchamos a sujetos que dicen: “No tengo raíces”. Pero es el discurso colectivo el que otorga lo que comúnmente se denominan “raíces”. Vemos hoy en día que el resultado es que las luchas bien reales –concretamente las más asesinas y más devastadoras de la historia– se traducen en los tiempos posteriores como lucha de las memorias. Es el caso general en las guerras y la colonización y, en el fondo, en todos los desastres de la historia.

A falta de ello, el sujeto puede percibirse como sin raíces, flotante, indeciso, apasionado, demasiado libre, ya sea porque el discurso es muy inconsistente como para que los preceptos resulten creíbles, ya sea porque, por estructura, el sujeto está fuera de discurso, o sea un poco demasiado libre respecto de los mandatos sociales, se vanaglorie o no de eso.

Sin embargo, el sujeto que se califica como “sin raíces” se engaña. Todo sujeto tiene sus raíces en la infancia, y hay que decir cuáles. El nombre analítico más general para esas raíces lo ha propuesto Freud: se trata de la fijación, que Lacan reescribió fixion, con una equis, para indicar la diferencia con las ficciones imaginarizadas de la verdad. Esas fixiones son siempre estrictamente individuales. Hablar de fijación es plantear que la infancia es el tiempo de la primera vez para todas las experiencias esenciales. Estas se repartirían en dos: 1) encuentro con el discurso del Otro con mayúscula, lugar del lenguaje, y 2) encuentro con las experiencias de goce. Son los primeros enigmas, los primeros espantos, las primeras satisfacciones.

Las marcas del pasado no son todas traumáticas, entendiendo que, en el psicoanálisis, el trauma es el nombre de las primeras experiencias de espanto de las que luego el sujeto ya no podrá deshacerse. Muchas cosas resultan fijadas en la infancia y son constituyentes de nuestra singularidad, no sufrimos de ellas y sin embargo se nos graban en la piel. Comprenden todas las sensaciones cotidianas, según el lugar, con su clima, sus paisajes, y también todo lo que es del registro del habitus –como diría Bourdieu–, incluyendo los rituales del cuerpo, las prácticas alimentarias, higiénicas, etcétera; toda la relación con la realidad a la que uno se adaptó, ya sea urbana, rural, culta o inculta; es todo lo que fabrica las preferencias propias de cada quien y que comparte en mayor o menor medida con una colectividad. Dicho de otro modo: los gustos, individuales o colectivos.

Pongo aquí bajo el término “gusto” todas esas prácticas que son, a la vez, corporales y subjetivas, y que constituyen lo que puedo llamar las sensibilidades existenciales. Estas son el resorte más habitual de las empatías y simpatías, y fundan el sentimiento de tener o no –como se dice– cosas en común: visiones, olores, canciones, hábitos. También fundan las nostalgias cuando alguien se exilia, las emociones del regreso, el placer de reencontrar lo que se llamaba un país, para designar algo que viene del mismo lugar. Es impactante constatar hasta qué punto la mayor parte del tiempo uno está abrochado a eso como a sí mismo, incluso sin darse cuenta, como si fuera muy natural.

Ese registro que se fija en la infancia es el de las satisfacciones reguladas por el principio del placer, siempre homeostáticas y temperadas. Es con la noción de discurso como orden social como Lacan dio razón de esos goces producidos en cada lazo social, que no están más allá del principio del placer y que son constituyentes, a la vez, del sentimiento de pertenencia social y de la identidad.

Estos goces tienen una particularidad: parecen poco propicios al conflicto. Se pelea por la validez del matrimonio homosexual, pero el gusto por la cocina o la canción francesa no genera debate. Que obtengamos más satisfacción de comer un estofado o una fabada o una bouillabaise o una paella o un cuscús o espaguetis, no desencadena una guerra. De allí el proverbio “de los gustos y de los colores no se discute”. Emmanuel Kant elogió ese proverbio.

Pero ese costado aparentemente pacificado se revela como muy discutible ya que, justamente, los gustos y los colores tienen un gran peso en los sentimientos de pertenencia comunitaria y, por eso, en lo que cimenta todos esos afectos problemáticos que son los sentimientos nacionalistas, regionalistas y, digamos más ampliamente, todos los racismos. Cualesquiera sean las justificaciones que invoque, el racismo tiene una definición precisa: es la aversión por la modalidades de satisfacción del Otro, por sus costumbres, y la preferencia por las suyas propias.

* Texto extractado de Lo que queda de la infancia, de reciente aparición (ed. Letra Viva). Su autora, prestigiosa psicoanalista francesa, visita la Argentina en estos días.

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