PSICOLOGíA › “PATOLOGIAS DE LA AUTODESTRUCCION” EN MUJERES DE LOS VALLES CALCHAQUIES

Cuerpo “enfermo” de mujer

La autora discierne, en manifestaciones somáticas y psicológicas de mujeres de los Valles Calchaquíes, “un modo de enfermar impuesto y subjetivado como condición para ‘ser mujer’”; “una identificación femenina que sostiene un tipo de sexuación masculina”.

 Por IRIS LELIA ACOSTA *

La constitución de la femineidad en los Valles Calchaquíes, el “destino” de sometimiento de sus mujeres, condensa el sometimiento del sujeto latinoamericano, bajo la dependencia y la colonización –cultural, económica, ideológica– aún irresueltas a más de 500 años. Cada lugar genera las instituciones y estrategias de control social que le convienen y le son funcionales. México tuvo un lugar emblemático, un espacio físico: la casa-refugio de Belén, fundada en 1683 por tres sacerdotes, destinada a salvar a las mujeres de los demonios y del pecado que ellas, por su femenina naturaleza, “atraen” (Humbelina Loyden, “Belén, un asilo para las mujeres. El malestar de lo femenino”, en revista Tramas, Nº 17, UAMX, México, 2001). En los Valles Calchaquíes, la evangelización tuvo como misión ineludible disciplinar a la mujer, y construyó, no un asilo como el de Belén en México, sino nuevos mecanismos para amordazar la sexualidad femenina, condenándola a quedar fuera del orden simbólico y a una prisión: su propio cuerpo; toda ella será sólo un “cuerpo enfermo”.

Los Valles Calchaquíes, en el noroeste argentino, forman parte de la zona andina de América, tanto por su situación geográfica como en su estructuración histórica, económica, política y antropológica. Los diaguitas-calchaquíes, grupos humanos originarios del valle, fueron anexados al imperio inca sólo 60 o 70 años antes de la conquista española. Y resistieron esta conquista, como ningún otro pueblo originario de América latina (salvo los araucanos de Chile) durante 100 años.

La psicoanalista Marta Gerez Ambertín llamó “Otrocidio” a la destrucción de los Otros con mayúscula, los garantes del orden simbólico de las culturas americanas: los códices, los sistemas sociopolíticos, las relaciones de género, las tecnologías agropecuarias, las pautas de relación hombre-naturaleza, las relaciones de parentesco, que ordenaban y legislaban los intercambios humanos y el lugar que cada miembro tenía en las organizaciones sociales, como el ayllu. Pueblos arrasados y reconstruidos desde las cenizas, con los jirones de su historia y los retazos simbólicos de la época prehispana que lograron sobrevivir y transmitirse furtivamente. El “ser latinoamericano” aún se encuentra, a más de 500 años, en construcción (Perilli, Carmen, Imágenes de mujer en Alejo Carpentier y García Márquez, ediciones UNT, Tucumán, Argentina, 1990).

Según los cronistas, las mujeres no obedecían ciegamente a sus maridos, ni se castigaba con severidad la infidelidad. “El proyecto jesuita fue un programa para ‘civilizar’ a este pueblo, el cual incluía la introducción de los principios de la autoridad formal, la obediencia a los nuevos jefes, la disciplina y sobre todo el esfuerzo de situar a la mujeres bajo la autoridad del varón” (H. Garrido-Biazzo: “La subordinación de la mujer, ensayo desde el enfoque antropológico”, en II Seminario Internacional “Género y subregión andina”, Tucumán, Argentina, UNT, 1997). La mujer, objetivo (¿morboso?) y eje fundamental del nuevo ordenamiento simbólico traído por España y concretado, con la ferocidad de los fundamentalismos, por la evangelización.

Hace 30 años, los Valles Calchaquíes recibieron una nueva oleada de sacerdotes (y monjas) españoles; la Congregación Agustina creó entonces la Prelatura de Cafayate, que abarca todo el territorio de los Valles, para completar y profundizar su obra evangelizadora. La relación sexo-religión católica ha determinado el rumbo y la historia de los pueblos de América. Mandatos de la Iglesia son interiorizados como mandatos superyoicos –insensatos, por cierto– bajo cuyo dominio caerá la sexualidad de hombres y mujeres, pero principalmente la sexualidad femenina. Ordenará un modo único de establecer la relación de la mujer con su propio cuerpo; la relación de la mujer con su sexualidad, y los intercambios entre mujeres y hombres.

El cuadro clínico observado en mujeres que consultan en el Hospital Regional Doctor Luis Alberto Vargas –de Santa María, Catamarca– ha sido recortado y delimitado metodológicamente. Es una manifestación sintomática en el cuerpo femenino que denuncia un particular modo de subjetivación de la feminidad. Un modo de enfermar, como premisa para el logro de la identidad sexual, impuesto primero y luego subjetivado por la mujer como condición para Ser Mujer.

Como todo síntoma, éstos tienen sus determinaciones de orden singular, pero se estima que están fuertemente pautados por la historia y la cultura del lugar, dada la frecuencia epidemiológica con que se presentan en la población femenina y la similitud de los padecimientos.

Se trata de mujeres de alrededor de 30 años, aunque algunas de ellas son mucho más jóvenes, quejosas de diferentes molestias somáticas y funcionales. Estas molestias insisten, mutan de lugar, no se “curan” con los tratamientos médicos tradicionales, desorientando a los facultativos. Sufrientes, deterioradas, con un estado de ánimo depresivo; generalmente acompañadas, como si estuvieran incapacitadas; abúlicas, desinteresadas y con inhibición severa para el desempeño de las tareas hogareñas y laborales; con una vida sexual casi inexistente. Aturdimiento, problemas de memoria, enlentecimiento y pobreza ideativa e imaginaria, en un cuerpo que parecen desconocer. Síntomas psíquicos acompañados de síntomas somáticos, psicosomáticos que afectan sucesiva o simultáneamente diferentes órganos y se alojan en diferentes aparatos –osteoarticulatorio, gastrointestinal, cardiovascular, ginecológico, piel–, afectando sus funciones. Llama la atención la traslación del padecimiento de un lugar a otro, la descripción exagerada del mismo y la insistente búsqueda de intervenciones médicas sobre su cuerpo: pruebas de laboratorio, radiografías, estudios especializados hasta llegar a internaciones y a prácticas más riesgosas como múltiples operaciones. Se observa un deterioro lento y progresivo de su salud con el paso de los años.

Consultan y vuelven a consultar en los consultorios médicos, especialmente los servicios de ginecología o clínica médica. La insistencia de sus consultas manifiesta, en su fracaso, el Deseo, y expresa una asignación simbólica e imaginaria de la historia y la cultura a la mujer; un destino superyoico para el género femenino.

La alta incidencia del padecimiento en la población femenina del área urbana y periurbana de la ciudad de Santa María nos lleva a pensar en un fuerte compromiso cultural. Sabemos que el cuerpo erógeno no existe por fuera de las significaciones sociales hegemónicas. Y hay un fuerte compromiso del cuerpo, vivenciado en un profundo sufrimiento que viene a formar parte de la subjetividad y de los padecimientos neuróticos de estas mujeres.

Este cuadro condiciona a todos los miembros de las familias, con alto costo para las subjetividades en juego: pareja, hijos. El problema de salud suele ser “naturalizado”; no produce cuestionamientos ni interrogantes en la familia a pesar de su incidencia en la misma.

En términos de las diferencias psíquicas de los sexos: ¿se trata de un cuadro sostenido por un cierto tipo de relación entre los sexos en el que hombre y mujer sostienen mutuamente sus goces: alcoholismo como rasgo de la masculinidad por un lado y el padecimiento psicosomático de la femineidad, por el otro?

En el discurso del grupo, el cuadro se ubica como un aspecto y condición inherente al “ser mujer”; la sociedad lo incorpora como normal en la femineidad del Valle, como si éste fuera el “destino” vital, destino único para la sexualidad en la mujer, en términos de prescripción de género.

La afección es aceptada pasivamente, sin cuestionamientos por los integrantes de la familia, en su condición limitante, no sólo para la mujer sino para todos; hay imposibilidad de dimensionar las implicancias y consecuencias para el grupo.

La psicoanalista y sanitarista Alicia Stolkiner lamentó que “nuestros conocimientos actuales y el sesgo de nuestra formación intelectual nos impidan incluir las concepciones del bienestar, de la vida y de la muerte de las culturas precolombinas”, y advirtió que muchas de ellas operan aún en algunos de nuestros pueblos. Se hacen necesario estudios que aborden los mecanismos subyacentes de ciertos observables clínicos y violencias, bajo la forma de sutiles sometimientos y victimización en la vida cotidiana, y que indaguen sobre modos de subjetivación en Latinoamérica.

Podríamos ubicar el cuadro descripto dentro de las llamadas “patologías de la autodestrucción” con fuerte compromiso psicosomático, del lado de los “suicidios por rodeo” y de los “suicidios crónicos” en los que opera indudablemente la pulsión de muerte (Susana Quiroga, Patologías de la autodestrucción, Ed. Publicar, 1998). Suicidios encubiertos, velados y naturalizados por la sociedad, que no ve en ellos la marca de la violencia. Marta Gerez Ambertín vincula el suicidio enmascarado con “autoaniquilaciones semideliberadas”, en aras del superyó: acto sacrificial, autopunición, culpa, parricidio.

El cuadro descripto es una muestra de uno de los lugares en que se ubica el goce en una comunidad y una de las modalidades en que se manifiesta lo real de la cultura, sea por ausencia o desfallecimientos de la palabra, o como efecto de mandatos superyoicos en la mujer. Es uno de los múltiples rostros de la violencia, o del malestar en la cultura con rostro de mujer.

Pero también es pertinente la referencia a la responsabilidad del sujeto respecto de los mandatos culturales: Pierre Bourdieu (La dominación masculina, ed. Anagrama, 2000) advierte sobre la “sumisión paradójica” de la mujer ante la “dominación masculina”, como una violencia simbólica, amortiguada, insensible e invisible para sus propias víctimas, que goza de la complicidad de éstas en su condición de sometimiento. Sumisión paradójica que constituye “una ocasión privilegiada para entender la lógica de la dominación ejercida en nombre de un principio simbólico conocido y admitido tanto por el dominador como por el dominado”. Para que el sujeto logre una singularidad, es condición que pueda responsabilizarse de esa alienación originaria y hacerse cargo de la falta (castración) y de la culpa, la del Padre y la propia. Lacan, en “Instancia de la Letra”, es muy claro al respecto: “Nadie puede alegar desconocer la Ley” para desresponsabilizarse de lo que dice, de lo que hace y de lo que es. Nadie es inocente ni ajeno a aquello que soporta como “víctima” de un victimario interior, el superyó, en su versión de “masoquismo primordial” como tragedia de todo sujeto humano femenino o masculino; victimario que, en algún tiempo circular, es externo: cultural.

El cuadro descripto en los Valles Calchaquíes es un observable fáctico del fracaso del deseo; de la irrupción de la crueldad del goce en el cuerpo femenino. Una mujer que enferma para el logro de una identificación, una identidad sexuada en la que se encuentra implicada la cuestión del ser sujeto. Mujeres con sus cuerpos expropiados, descuartizados por la incidencia de un goce que es nudo estructural del superyó; mujeres que hicieron carne el fantasma masculino en el que hay una correspondencia significante entre: la mujer buena-virtuosa-sumisa (maternal y “santa”), y la mujer-enferma. Identificación femenina que, indudablemente, sostiene un tipo particular de sexuación masculina.

* Extractado del trabajo “La feminidad, síntoma sufriente del malestar en la cultura”, en la publicación electrónica Acheronta, Revista de Psicoanálisis y Cultura, Nº 23, octubre 2006. www.acheronta.org

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