PSICOLOGíA › EL DOLOR, EL DOLERSE, EL ADOLECER, EL DUELO

Libro de quejas

No es posible evitar el dolor, pero quizá sea posible salir del ámbito de la queja. Así lo señala el autor de esta nota, al observar que, “a diferencia del lamento, la queja es acusatoria. Lo lamentable, cuando procura un destinatario, ingresa en el ámbito de la queja”.

 Por Carlos D. Perez *

El diccionario de la Real Academia –no hay como abrirlo para encontrar el sentido común– afirma que el dolor consiste en “una sensación molesta”: pero, si de molestia se trata, no es difícil advertir que toda sensación, alcanzada cierta magnitud, intranquiliza; contraría la ilusión de una vida sin sobresaltos. Pasa con el placer, y eso lo vuelve enigmático. No es necesario llegar al paradigma del masoquismo, la moral cristiana es una lúcida guía: el placer intenso ha de dolernos porque entra en los dominios del pecado. Así despejada la cifra del exquisito dolor como condición erógena, pasible de condena, se baten parches en bien del recato, de la moderación. Nada más sublimemente doloroso que un goce desasosegado; nada menos durable, ya que es cuestión del instante en suspenso. Y es inteligente, en términos eclesiásticos, haberlo convertido en razón de una pena eterna.

Sólo cuando el malestar se torna molestia declarada le prestamos atención; a ese inefable trastorno lo llamamos dolor. Y, una vez que lo llamamos, viene, con visos de padecimiento estable. ¿Y si no lo llamáramos?

Acerca de “doler”, afirma el diccionario: “Arrepentirse de haber hecho alguna cosa y tener pesar por ello.// Compadecerse del mal ajeno”. Desembocamos en una cuestión de culpa, arrepentimiento y noción del mal. La moral toma cartas en el asunto y, de quedarnos en esto, sólo refrendaríamos la condena. La condena moral –el superyó– es habitual productor de dolores de cabeza, y conste, como el niño del ejemplo (ver recuadro) nos enseña, que la cabeza puede alojarse en lugares impensados del cuerpo.

Dolor del duelo, duelo del dolor. Sigo con el diccionario, ahora para constatar derivaciones etimológicas. En relación de inmediatez, “dolor” se asocia a “duelo”, y por ahí también aparece “adolecer”, caer enfermo, y más tarde la condolencia, el dolor compartido. La íntima, familiar, quizás ominosa asociación de dolor y duelo obliga a considerarlos en pie de compleja equivalencia, y el raro adolecer, doler que enferma, también tiene algo a descifrar. Aunque no sea tenida por enfermedad, la adolescencia comprende el difícil tránsito desde lo que ha quedado relegado hacia horizontes para los que no hay evidencias de la prometida adultez. La adolescencia está marcada por esta doble ausencia de lo que ya no es y lo no arribado. De algún modo, vivimos en continua adolescencia.

En lo relativo al dolor del duelo –o quizá, mejor escrito, el dolor–duelo–, Freud escribió Duelo y melancolía y sabemos que el duelo es un doloroso proceso anímico que se activa ante la pérdida de un ser querido. La ausencia no necesariamente es por muerte. Solemos admitir que alguien desaparezca por haber muerto, pero no que nos abandone por decisión o, peor aún, que ni siquiera sepamos si la ausencia fue decidida; la ambigüedad trae el desasosiego de lo insoportable. Y, si la pérdida fuera por muerte, con ella cesamos para el difunto pero no él para nosotros. ¿Cuánto de la dificultad del duelo consiste en que el muerto nos ocupa pero él ya no se ocupa de uno?

El duelo es tramitado con oscura desazón hasta que, Freud lo afirma con envidiable sencillez, concluimos aceptando la cancelación y libres de la pena quedamos habilitados para conferir nuevos destinos al recuerdo del ser querido; no así en la melancolía, duelo fallido donde los reproches hacia sí mismo son la ensordinada acusación dirigida al ser querido extrañado –que, sin ser reconocido y amado desde la diferencia, encarnaba un ideal narcisista al que no se le perdona ausentarse del espejo–. En cuanto a la queja melancólica, son elocuentes los chistes protagonizados por la idishe mame: sus quejosos lamentos, dedicados a ella misma, encubren apenas –un apenas que es a penas– el afán de producir culpa en el destinatario. Es que el lamento, por sí solo, es introspectivo, mientras que la queja es acusatoria. Lo lamentable, cuando procura un destinatario, ingresa en el ámbito de la queja.

Arriesgo mi hipótesis: no hay duelo que curse exento de patología. El duelo compromete a desasirse de posiciones tomadas por el amor, y nada menos frecuente que tener éxito en ese emprendimiento. En la literatura, en los tangos, en los boleros, campea la queja por la ingratitud del ser amado. Freud señala, luminosamente, que el melancólico “sabe a quién ha perdido, pero no lo que con él ha perdido”. Pero, ¿acaso los neuróticos comunes y silvestres sabemos cabalmente a quién o qué perdimos cuando él –o ella– se ausentó, cuando se tornó extraño? Un mínimo de sinceridad obliga a responder que no. Nos atoramos con las quejas que le dedicamos. Por eso es tan elocuente el decir de quien está a la salida del duelo amoroso cuando se pregunta: “¿Por alguien así, como él –o como ella– me hice tanta mala sangre?”. Aún falta, para la cancelación del duelo, que abandone la queja y acepte la ausencia, ya que en esa pregunta contrariada todavía le enrostra no haber estado a la altura de lo que se ilusionaba. La queja es una revuelta contra lo ausente.

Ausencia gaviota

El dolor, en su fundamento, expresa la inmediatez de una ausencia, que puede vestirse de variadas formas y tomar cursos diversos. El tema “Ausencia”, de la talentosa cantante y compositora cubana Liuba María Hevia, lo expresa de modo inigualable: “Hay ausencias que son como el olvido,/ que empolvan madrugadas y semillas,/ que se fueron perdidas a esos mares/ donde nunca podrán hallar la orilla./ Hay ausencias que rozan con el alma,/ mariposas celosas del espacio,/ austeras prisioneras de las flores,/ que te ponen su miel para los labios./ Ausencia, remoto fantasma/ que violas las puertas, que cantas,/ que gritas al cielo esa voz/ que has llevado contigo,/ que escribes tú la canción que falta,/ que siempre nos recuerdas la distancia./ Hay ausencias gaviotas que te salvan,/ que desdeñan fronteras y estaciones,/ que rondan las paredes, las palabras,/ dibujando la fe con sus crayones./ Hay ausencias que te hablan de un mañana,/ que se tornan de todos los colores,/ que te ponen el mundo en la ventana/ y de esperanza llenan los balcones./ Ausencia, remoto fantasma/ que violas las puertas, que cantas,/ que gritas al cielo esa voz/ que has llevado contigo,/ que escribes tú la canción que falta/ que siempre nos recuerdas la distancia.”

Hay ausencias que, si queremos encerrarlas en el olvido, nos condenan a no hallar otra orilla para el dolor, pero si se liberan, transformadas en mariposas del espacio salidas de sus capullos, son capaces de miel. Y están las violadoras de puertas que se abren al canto y olvidadas del olvido escriben lo que falta, y hay gaviotas de la ausencia, dibujadoras de una confianza que nos salva, rondadoras de paredes, de palabras. Y entonces la ausencia anuncia el mañana esperanzando balcones, trayendo el mundo a la ventana. Hermosas, sutiles metáforas que trazan el curso que va desde el dolor que ahoga madrugadas al recuerdo de distancias capaces del acto nuevo.

Libro de quejas. A veces sordamente, a veces de modo desembozado, la queja es apelación a otro al que se conmina a dar consistencia a un reclamo. Lejos de pretender la salida de un lugar que atrapa, es la manera de hacerle sentir su inmensa culpabilidad y así gozar del sufrimiento, en la convicción de que está dedicado a una venganza sin fin. A menos que la queja sea abandonada, y con ello se desarme la escena. ¿Es posible prescindir del libro de quejas?

No es posible si obedecemos al obcecado superyó; si al momento de vivir la vida nos duele una condena moral, siempre dispuesta a activarse. Es preciso atravesar ese andamiaje, desarmarlo en acto. A veces ha de ganarnos el miedo a prescindir de nuestra religión íntima, pero no es imposible, por momentos, alcanzar esa realidad. Si así no fuera, Liuba María Hevia no habría podido escribir su poema sobre la ausencia que posibilita la palabra nueva, la sin queja, la de la aceptación de los dolores vitales que abren paso al encuentro inusitado.

* Extractado del trabajo “Dolor y queja”.

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