PSICOLOGíA › DESDE EL ANTIGUO EGIPTO HASTA HOY

Jeroglífico en la piel

 Por Juan Eduardo Tesone

El término “tatuaje” encuentra su origen en las islas de la Polinesia y revela el vínculo del tatuaje con el pensamiento animista atribuido a las sociedades mal llamadas “primitivas”. En esas islas todo lo que existía en la tierra estaba animado por los Atuás, es decir los espíritus. Dibujarse (ta: dibujo) el espíritu sobre el cuerpo mediante un taatuás permitía obtener los favores de ese espíritu o protegerse de sus castigos. El tatuaje, para los primitivos habitantes de Tahití, era el reflejo cutáneo de un modo de funcionamiento social.

El tatuaje ha existido probablemente desde que el hombre escribe. Es importante subrayar el lugar inicial del cuerpo como signo desde las sociedades de sapiens en Europa (Vialou, D. “Sexualité et art préhistoriques” en Le propre de l’homme, de F. Sacco, Delauchaux et Niestlé, Lausanne-Paris, 1998). Encontramos pruebas tangibles del tatuaje en Egipto, a través de las momias. Por ejemplo, la sacerdotisa Hathour Amounet (2160 A. C.), que era una concubina real, tenía tatuajes en su hombro izquierdo, en el vientre, en la región subpubiana y en la cara interna de los muslos. Inicialmente abstractos, los tatuajes se vuelven figurativos en la época del Nuevo Imperio. A menudo, figuraciones del Dios Bes, reservado a las mujeres, son interpretados por los egiptólogos en términos de erogeneidad y de refuerzo del poder de seducción femenino. El tatuaje, entonces, en este origen lejano, está ligado a Eros.

Las tres grandes religiones monoteístas condenarán más tarde todas las prácticas de ornamentación y de modificación voluntaria de la imagen del cuerpo, intentando reprimir toda significación erógena. El tatuaje se convierte en signo de poder divino, castigo y protección al mismo tiempo, como el que trazó Dios con Caín: “Dios puso un signo sobre Caín para que el que lo encuentre no lo mate”. Si Dios puede tatuar al pecador, le está prohibido al hombre tatuarse a sí mismo.

Le debemos al navegante inglés James Cook el renovado interés que surge por el tatuaje en el siglo XVIII. Con una minuciosidad de cartógrafo, describe la práctica del tatuaje en las islas polinesias y transcribe por primera vez al inglés el término tatoo, palabra con la cual lo denominaban los indígenas. El tatuaje se pondrá de moda y harán ir a Europa a los más grandes tatuadores polinesios.

Eduardo VII, George V y VI de Inglaterra, Federico de Prusia, el conde Tolstoi, el zar Nicolás y muchos otros experimentarán ese arte. Sin embargo, la imagen del tatuado se degrada en Europa en el siglo XIX, cuando fue vinculado con la criminalidad. Hubo que esperar los años de 1930, cuando Locard admitió que el “acto del tatuaje no permite concluir a una categoría especial de hombres” (Tenenhaus, H., Le tatouage à l’adolescence, Bayard Ed., Paris, 1993).

Cuando se habla del tatuaje en la historia, no se puede soslayar el ignominioso uso que hicieron los nazis en los campos de concentración, con el tatuaje de números llamados eufemísticamente “de identificación”, en realidad de desubjetivación de los prisioneros. Pero se trata, evidentemente, de una marca impuesta, de una afrenta hecha a la humanidad a través del exterminio de una comunidad. Marca de la muerte, ya no ligada a Eros como en los primeros tiempos, sino a Tánatos.

En nuestras sociedades contemporáneas, el acto voluntario de tatuarse es un gesto individual y en ese sentido es un acto privado, pero su grafismo es leído colectivamente y suele mostrar la pertenencia a un grupo dado, en función de la edad, la cultura u otros parámetros.

Desde una perspectiva psicodinámica, y más allá de los valores culturales comunes, que suelen desplegarse en la elección de los tatuajes, me parece importante subrayar el carácter heterogéneo de los tatuados, el carácter polisémico de los tatuajes. A la manera de la imagen de un sueño, el tatuaje es ante todo la expresión gráfica de una producción psíquica del sujeto. El tatuaje voluntario deviene un acto de lenguaje, a medio camino entre una escritura que se aproxima al jeroglífico, con sus simbolismos, y la oralidad discursiva.

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