SOCIEDAD

Fui esa madre que aborrecía

Un libro de la periodista Sonia Santoro sobre el costado más negro de la maternidad.

Libros en torno del nacimiento de un hijo hay muchos. Basta con ver las góndolas de maternidad de las librerías para darse una idea. Abundan los técnicos, que ayudan a dar la teta, dormir al bebé, saber cómo es cada semana del embarazo. Y por otro lado, hay toda una gama de libros de humor del tipo guía práctica para la mujer moderna. Lo que no había hasta el momento era un libro que abordara la maternidad en clave de humor pero en sus dos acepciones, aquella que refiere a algo que provoca risa y aquella otra que la define como una especie de “supuración”. Y un día me convertí en esa madre que aborrecía (Capital Intelectual), de la periodista Sonia Santoro, es un libro de no ficción que se atreve a contar, de manera llana, el costado más negro de la maternidad. Siguen algunos extractos del libro.

Ser Madre

Recuerdo el primer año de la maternidad como una larga resaca. Tan negra como una temporada de consumo intenso de drogas. No dormía, no comía por largas horas y de golpe me agarraban unas ganas terribles de devorar la pechuga de pollo más insulsa que había sobrado y estaba en la heladera, dulce de leche a cucharadas o galletitas de arroz. Rompía en llanto varias veces al día y especialmente a la noche. Tenía breves raptos de euforia en los que me encariñaba con Nanni, mi hijo, el protagonista involuntario de esta historia. Pero en su mayor parte eran momentos de impotencia frente a un grito que no lograba descifrar. Peleas conyugales por cómo lo vestíamos o qué cobertura médica teníamos, salidas abortadas ante un sueño repentino, un vómito sorpresivo, una caída de la cama. No me resignaba a pensar que eso que llevaba tantas horas por día era ser madre.

Ni siquiera me gustaban los chicos. ¿Quién puede querer ser madre?, pensaba cada vez que veía a amigas o parientes con la carga pesada de los hijos. Pero un día lo fui. Y me convertí en todo lo que hasta entonces había aborrecido. Me volví como esas que no soportan que reten a sus hijos, que los cargosean hasta bordes incestuosos, que sonríen hasta después de haber recibido un escupitajo o que gritan como locas al rato siguiente para pedirle perdón por haberse excedido. También sentí que nadie había logrado transmitirme lo maravilloso y especial que tiene la maternidad. Era un secreto que habían guardado las madres del mundo y que se abría hacia mí (una tiene algunos momentos místicos durante los primeros tiempos).

Me pregunté cómo iba a poder seguir mi vida si lo único que podía hacer era cambiar pañales, lavar batitas, dar la teta y acunar. ¿Cuándo haría todo lo demás?

Tenía que volver rápido a trabajar para no desaparecer. Eso pensé, para que no se olviden de mí, para guardar el pequeño lugar que había conquistado.

Todavía no podía sentarme derecha a causa de la episiotomía que me atravesaba la vagina y los puntos que se habían abierto una y otra vez, cuando me puse a escribir un guión empujada por mi madre, porque “si ahora no tenés tiempo, imaginate lo que va a ser después”.

(...)

30 de junio de 2002

Tres días después del parto aparece mi suegra en casa. Me hace compota para que evacue con normalidad, dice. Tengo unos cuantos puntos que hacen de mi vagina un moño asimétrico. No puedo hacer ningún tipo de fuerza. Los días pasan y los dolores, lejos de calmarse, se acrecientan. Me siento de costado, evito las escaleras y los pasos largos. Los movimientos bruscos. Subir y bajar. Pero los llantos de Nanni me reclaman y me levanto impulsada como un resorte, olvidándome de los puntos y sintiendo el dolor inmediatamente después. Nanni llora mucho. Todos sus problemas empiezan a la noche. Y en el medio de un sueño alerta, nuevo en mí, me levanto con torpeza, choco con la cómoda o unos zapatos que quedaron a mitad de camino de la pieza, y el dolor empeora.

El no para de llorar. Le doy la teta, toma un poco, se duerme, luego se despierta a los cinco minutos llorando. Marcelo (mi marido) se enoja conmigo porque no lo puedo calmar. Intento darle la teta de nuevo pero se le escapa de la boca. No quiere. Nanni prefiere los brazos del padre, más largos, más pacientes. Yo me enojo con Marcelo porque lo malcría. Pero pasan las horas y Nanni no para de gemir. En medio de la noche helada, Marcelo insiste en que vayamos al hospital. Tiene algo, no puede llorar porque sí, opina. Sobrevuela el temor a que la clavícula quebrada en una maniobra del parto lo esté haciendo sufrir. Estoy tan agotada que lo sigo. No creo que tenga nada grave pero no puedo escuchar un quejido más. Y tal vez me pueda hacer ver los puntos.

El auto lo calma, va hacia un lugar seguro. También tranquiliza a Nanni. Lo llevo en el asiento trasero, envuelto con varias mantas, como un paquete alargado. En el hospital nos recibe un médico amable. Se lleva a Nanni unos minutos con sus alaridos. Al rato aparece de nuevo con el bebé callado.

–Bajó de peso, pero está bien. Le dimos una mamadera porque lo que tenía era hambre.

–Es que nos dijeron que no le diéramos mamadera porque si no, no agarra más la teta –me defiendo.

Marcelo decide que ese médico sea el pediatra. El salvador.

En el auto dice:

–Ya sabía que tu leche era floja.

Tengo tanto sueño que no puedo contestarle. Aprieto a Nanni contra mi pecho, algo tiesa, tratando de amortiguar los movimientos del auto para que los puntos no me tiren. Me olvidé de consultar por mí.

29 de marzo

Los encuentros con otros padres suelen ser estimulantes. Mientras la maestra habla, algunas madres no paran de llamar a sus hijos con la mano para sacarles una foto. Una pregunta si la escuela filma un día de clases de los niños y después hace circular el video entre los papis. Fue la misma que tuvo la idea de que grabaran las canciones que cantan en el jardín y luego las hicieran circular por las casas para que podamos aprenderlas. Como sea. En las reuniones somos todas una. Estamos de entrada en total situación de subordinación. Primero nos hacen pasar a la salita de los niños, con sillas que no superan los 30 centímetros de alto y con bastante menos base que el contorno de nuestro trasero. Nos hacen sentar en círculo escuchando a “la seño”. Nos dan consejos y se atreven a saber más que nosotras de nuestros hijos.

La maestra habla más de una hora sobre lo que hacen y harán los niños, los actos en los que participarán, los paseos a los que irán, etc. Todas escuchan con aparente atención, pero al final se desvela que lo único que interesa a las madres (hay sólo cuatro varones sobre 24, que incluso no vinieron solos sino acompañando a sus mujeres) es saber exactamente qué está pasando con el niñito o la niñita de sus ojos. Así que de a una abordan a la maestra y no se apartan hasta lograr que les hable al menos un minuto de él o ella.

Una pregunta si eso que comentó sobre un nene que se comunicaba a los tirones de pelo, no era sobre el suyo. Otra, si su nena jugaba, y se alivia tremendamente cuando le dicen que no hacía otra cosa. Una tercera quiere saber por qué su hija no habla nada del jardín. Yo pregunto si Nanni habla.

Obtengo la desoladora respuesta de que no dice “ni mu” y que juega solo, tanto que lo tienen que ir a buscar para integrarlo. Pienso qué pasara por su cabecita durante las tres horas y media que está ahí adentro. Si en casa no para de hablar, cómo puede ser que no se anime a decir nada. Salgo un poco desanimada.

11 de julio

Una de las cosas que más me molesta es cuando la gente le pregunta si tiene novia. Hace más de un año que se lo vienen preguntando y todavía no tiene tres. El asunto es que hoy estaba a upa, recostado porque está un poco enfermo y me dice “novia” y se ríe.

–¿Sabés que es novia? –le pregunto.

–Sí. Mamá.

Me río.

28 de marzo

Vamos al Parque Rivadavia y apenas bajamos del auto Nanni dice: “El parque está prisionero”. Desde hace unos días está todo enrejado.

21 de julio

Nanni tirado en el piso hunde la panza. Viene haciendo eso desde hace varios días.

–¿Soy flaquito? –pregunta.

–¿Por qué hacés eso? –le pregunto.

–Porque no quiero ser gordo.

–¿De dónde sacaste la idea?

–De todos lados.

Glup.

15 de marzo de 2006

En la cama, antes de leer un cuento, Nanni dice:

–Leo tiene una estrella verde que da deseos. Mi estrella también da deseos, algunos pesados y otros blanditos.

–¿Cuál sería pesado? –pregunto.

–Camioneta. Y liviano... ¡un helado!

3 de julio

–Mamá, te quiero mucho pero a veces quiero estar todo el tiempo con vos y otras veces no quiero estar todo el tiempo con vos.

20 de julio

–Yo tengo una luna que les gana a todas las estrellas. A la tuya, a la de papá y a la de la abuela.

–¿Por qué?

–Porque tiene botines. ¡Corre más rápido que todas!

El hermanito

27 de abril

Quiero que todo empiece de una vez. Y que termine, ya, rápido. O mejor, que me duerma y me despierte y que ya haya pasado. No dejo de desearlo cada día. Que salga, que salga y no me dé cuenta; que me pase como esas mujeres que dicen que ni se enteraron y tuvieron al bebé apenas bajadas de una bicicleta. Mujeres que dicen olvidarse del dolor con el paso de las horas, los días, los años. Mujeres que escupen bebés como semillas de mandarinas.

Pero yo no soy así. No soy como esa mujer que hizo todo su trabajo de parto al lado de mi cama y no dijo ni “mu”. Era una boliviana de 38 años que paría por primera vez. Era gorda y robusta. Su madre estaba sentada en la punta de la cama y la vigilaba desde ahí. En ningún momento una palabra, una caricia, nada. De repente no la vi más y al rato ya estaba ahí con el bebé.

¡Había parido! Yo, que había llorado, gritado, rogado y me había desintegrado en una sensación de no poder con todo aquello. No podía creerlo. Mi parto había sido la cosa más dolorosa, desordenada, sangrienta y violenta que viví en mi vida. ¿Por qué esta vez iba a ser diferente? Con Nanni había pensado que el parto era una cuestión gimnástica y que yo, que toda la vida había hecho gimnasia, fortalecido mis cuádriceps, trabajado mis bíceps y practicado las respiraciones altas, bajas, medias, podría con ello con total facilidad. Había ido a un grupo de partos naturales y eso me dio fuerzas. Pero la realidad en el hospital de los municipales me tiró mi autoestima abajo en el primer cambio de guardia. Ahora ya sé que no me pueden convencer de nada, que aunque quiera que me mientan mi perineo, mis exigidos pulmones, mi vagina cortada, cosida y vuelta a coser, ya sabrán de lo que estamos hablando; ya lo sabemos.

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Imagen: Jorge Larrosa
 
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