SOCIEDAD › OPINIóN

Fruto podrido

 Por Noé Jitrik

Mi amigo, mi hermano, Darío Cantón, publicó hace algunos años un libro titulado Corrupción de la naranja. Título bizarro, sin duda, y, acaso, de asunto a primera vista intrascendente: ¿a quién le puede importar, salvo a quien quiera comérsela y no pueda hacerlo, que una naranja se corrompa? A nadie, creo, salvo que no se trata en el caso de naranjas para comer sino de palabras que describen ese proceso y más aún, de poemas felizmente hermosos, llenos de hallazgos, esas frases que uno lee y se le llena el espíritu de gracia.

O no es sólo eso sino una encubierta declaración o una secreta metáfora, algo así como que si una simple naranja termina corrupta es posible que la corrupción pueda verse en otros terrenos, mayores y más complejos. O sea, en realidad, que más allá de la riqueza poética, Cantón haya querido referirse a otras corrupciones pero como son más crudas y menos suaves prefirió que los lectores sacaran sus propias y delicadas conclusiones. Un cuerpo, por ejemplo, se corrompe después de muerto, aunque hay casos en que eso se produce antes, en vida: describirlo no es muy elegante sobre todo si el muerto fue persona de bien, importante o algo así y, por lo tanto, al referirse a la naranja que comienza por ser redonda y bella y termina por ser una rugosa y ennegrecida piel y oler mal, a uno se le puede ocurrir que se refiere a los cuerpos y, llevando las cosas al extremo, al propio cuerpo, pensamiento nada agradable.

Peor todavía si se trata de corrupción moral: no huele, es sabido, y puede ser que sea íntima, que permanezca en el hueco de eso que se llama conciencia y nadie, salvo el que es consciente de que ocurre, lo perciba. Claro que hay justicia y en algún momento quienes no están contaminados perciben el olor que brota de esas profundidades y actúan, por desprecio o por denuncia o por condena, hay muchos modos de reaccionar. La vida y la literatura están llenas de ese modo de la corrupción, habitual, cotidiano e inconfesable, sin lugar en los códigos: en la vida son objeto de rechazo, en la literatura de hallazgos en ocasiones fascinantes, con sólo aproximarse a la obra de Shakespeare tendremos elocuentes ejemplos. Y en política ni hablar.

Claro que en política da lugar a generalizaciones a veces caprichosas: me causa gracia imaginar, como lo suelen afirmar taxistas y pensionados del Ejército, a un ministro o presidente sacando dinero de una caja cuando nadie lo ve y enviándolo de inmediato a una cuenta en las Barbados, tal como parecen creerlo quienes hablan de corrupción gubernativa, sin advertir que hay muchos otros modos, no tan directos, de corrupción, muchísimos, tantos que es difícil tipificarlos. Así como hay zonas en las que reina: en las profesiones, en los deportes, en el comercio, en las finanzas, en el periodismo, en los sindicatos, en la medicina, hasta en las familias. Se diría, entonces, considerando esa multiplicidad, que la corrupción está en todas partes: así como alguna vez lo dije respecto de la basura, amplío el concepto y declaro que, por eso, porque está en todas partes y en todos los momentos, la corrupción es como dios.

¿Será un dios mayor, que reina con la adoración de los acólitos? ¿O un dios menor, más o menos barrial o, si esto es disminuirlo demasiado, sectorial? Desecho su forma majestuosa porque es imposible abarcarla y aun comprenderla y me quedo con las operaciones más sinuosas y parciales de su forma menor, por ejemplo cómo opera en determinados campos, más fácilmente observables. Frecuentador de farmacias y de sanatorios y médicos, tomo el de la salud, que si bien nos concierne a todos a algunos, a los pobres, a los necesitados, a los dejados, precisamente, de la mano de Dios, los afecta mucho más: pocas voces se elevan para defenderlos de modo que la corrupción se disfraza con la necesidad pero ¡vaya que hay materia para observar!

En cuatro esferas actúa la corrupción: en la industria farmacéutica, en los médicos, en las clínicas y hospitales y en el Estado. Por ahí me quedo corto y hay más campos, pero uno no puede abarcar todo. Como proclama Martín Fierro, son “males que conocen todos pero que naides contó”. Salvo mi amigo Cereijido cuando fue fugaz decano de Farmacia en la Universidad de Buenos Aires: propuso crear laboratorios estatales para pelear contra las industrias privadas y transnacionales, pero me parece que perdió la batalla. Yo, sin llegar a tanta iniciativa, tampoco podré contarlo del todo porque habría que poder introducirse con ojo de espía en las hondonadas y recovecos de cada uno de esos campos para detectar lo fino en lo grueso, lo delicado en lo torpe.

Así, en lo que concierne a la industria farmacéutica, es impresionante que después de generar millones de pildoritas de un medicamento necesario para la población –la cantidad suele normalmente abaratar el producto– cada una llegue a los usuarios como si estuviera recubierta de oro: se supone que si para llegar a producirlas tienen gastos de diverso orden, el margen de ganancia que descargan sobre el ansioso consumidor tiene que ser exorbitante para que antes de llegar a su boca éste sienta que la pildorita es como un cañonazo en su presente y en su futuro. ¡Qué misterio cómo forman los precios! Hay algo de corrupto en esa no controlada impunidad que cae sobre la espalda de los consumidores como si su salud fuera lo de menos y, en cambio, lo de más fuera esa riqueza que vaya uno a saber cómo aprovechan pero que acumulan, equivalente a la que logran los narcotraficantes de quienes es fácil decir que son corruptos. Investigan, no hay duda, pero cuando lo hacen para etiquetar de otro modo lo que ya existe y que no tendría por qué no continuar tal cual –y cada vez más barato por toda la amortización de que disfruta, patentes, aparatos, instalaciones–, con el sano propósito de cobrarlo más caro, no hay otro modo de designar esa estrategia como corrupción, sobre todo porque cuentan con la ansiedad del cliente y su anhelante creencia en que el nuevo medicamento será mejor sólo porque es más caro, ideología en estado puro, como si todo el mundo, sobre todo los más pobres, pertenecieran a una clase media consumidora a la que el dinero le sobra y que considera que los que no lo tienen en la misma medida es porque no quieren, porque si quisieran no se fijarían en la corrupción por la que hay que pagar y no la designarían con ese epíteto tan desagradable.

En cuanto a los médicos la cosa es más complicada; muchos de los que yo conozco y atienden a mis males, y muchos más, los que defienden a hospitales en estado de socorro, siguen siendo fieles al juramento hipocrático; lo hacen a veces en condiciones penosas sabiendo que les aguarda al final de la contienda una jubilación nada jubilosa y que tienen una misión que cumplir. Otros, en cambio, ordenan su ejercicio de otro modo; escépticos, nada esperan de lo que puede venir del dolor al que tienen que detener: se corrompen. Correlativamente, se diría que son nostálgicos: siempre esperan un “retorno”, sentimiento que tiene menos alcance poético que el que alienta en todo ser humano respecto del lugar perdido. Esa espera, o más bien promesa nostálgica, de retorno debe tener grados: el nivel más bajo es el del que espera que el laboratorio le pase un tanto por recetar sus productos, esa forma de retorno que se denomina “ana-ana”, expresión que todos comprenden pero no logran definir, porque su alcance es variable, el más corriente se relaciona con un medicamento que, en esa perspectiva, repite obsesivamente como si no existiera ningún otra pócima, para el síntoma que sea; el más alto cuando exige exámenes sofisticados, de la llamada “alta complejidad”, tan innecesarios como caros pero que generan “retornos” mucho más consistentes, permiten mejores casas, hasta en los countries, mejores vacaciones, ropa más elegante, mejor servicio doméstico y, en fin, una dignidad social que, sin esas gratificaciones, meramente trabajando en un hospital público o recibiendo honorarios razonables, no lograrían. Viajes a congresos, hoteles internacionales, con esposa y todo, pagados por la industria con tal de que..., completan parcialmente el mapa de la corrupción. Pero no es sólo eso: también se corrompen médicos que se distraen acerca de la hora de llegada pero tienen clarísimo la de salida, y qué decir los que atienden a miles de a cinco minutos por cabeza, que se olvidan de lo que diagnosticaron, que no corrigen sus errores, que se endurecen, que se creen dioses, que cobran mucho más de lo que implica su saber, su experiencia o su mera posición de poder. Supongo que se podrá decir mucho más y que, si leen esto, muchos se sentirán agraviados y otros podrán aportar nuevos y apasionantes capítulos en esta historia universal, no sólo local, de la infamia.

Un mundo es lo que circula por los pasillos, los consultorios, los quirófanos, los sótanos, las salas de espera, las oficinas de los sanatorios y clínicas que vienen arrasando la medicina pública y convirtiendo la privada en necesidad. Desde luego que este aspecto del asunto concierne a las políticas de Estado: una gestión antipública –las viene habiendo desde hace décadas– logró desguarnecer los hospitales públicos y crear condiciones para el desarrollo hipertrófico de los privados, en algunos casos –presumo, no tengo pruebas– con recursos higiénicos, o sea de dineros lavados en gran escala; a aquellos, que sobreviven por el esfuerzo titánico de los médicos y están desbordados de pobres, les es difícil, casi imposible, renovar equipos –los municipios, éste, el porteño, los escatima, va disminuyendo las partidas, deja que todo se caiga–, éstos, los privados, por estridente contraste, lo pueden hacer descargando sobre los pacientes los costos de renovaciones de las que se jactan. Sin embargo, desde el punto de vista de la eficiencia, o sea de la salud de los enfermos, no por eso es de jactarse porque, casi por lo general, lo más importante es la factura que, elaborada en el corazón de la clínica, pagan las prepagas o los mismos sacrificados pacientes. Las facturas son de chiste: figura no sólo la televisión sino el agua y la aspirina y hasta las visitas de cortesía que pueden hacer los médicos para preguntar “cómo está ese corazoncito” a un pobre sujeto que está a punto de pasar al otro lado. Pero, eso no se puede negar, las chicas que atienden son deslumbrantes y lejanas y los muchachos pasan inadvertidos, lo contrario de lo que se puede registrar en los hospitales públicos.

En cuanto al Estado es de preguntarse por qué no hace todo lo que debería hacer. No estoy en condiciones de formularme la pregunta, pero tampoco puedo permanecer en silencio porque esté a salvo protegido por una buena obra social, contemplando cómo se produjo y se sigue produciendo ese fatal deslizamiento de lo público a lo comercial. Supongo que el tema exige más que reformulaciones de propósitos o declaraciones estentóreas planes graduales de saneamiento, desde salarios a instalaciones, desde controles a poderes instalados a procedimientos límpidos de selección de personal, desde inversiones atinadas a restauraciones indispensables. Pero para qué formular estas quejas cuando nadie ignora lo que significa para un país una protección adecuada de la salud de sus habitantes. Y no es que nadie haga nada: conozco iniciativas inteligentes y oportunas que vienen a suplir lo que los presupuestos escatiman, pero tampoco se me escapa que la corrupción trastorna todo propósito. La naranja termina por ser arrojada a la basura.

Mapa funesto de la corrupción, solapado, integrado, difícil combatirlo individualmente; cuando el dolor o la duda apremian se acepta lo que sea, realidad o apariencia, el discernimiento desaparece. ¿No es ése el efecto central de lo que llamamos “corrupción”?

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