SOCIEDAD › OPINION

El secreto de Carrascosa o que parezca un crimen

 Por Juan Sasturain

En la Argentina moderna este canoso, el Viudo, es el segundo Carrascosa famoso que calla. El primer Carrascosa fue el Lobo, lateral izquierdo de Huracán y de la Selección nacional de Menotti, que se retiró del equipo en vísperas del Mundial 78 o “de los milicos”, hizo mutis por el túnel, abrió un interrogante sobre sus motivos. Como el Viudo ahora. Pero al revés: los supuestos y callados motivos del Lobo –parafraseando a Darío– para callar, lo ennoblecían. Lo ennoblecieron equívocamente para siempre. Al Viudo, en cambio, lo condenan.

Cabe un desvío. Se sabe que el que habla se expone –el famoso “esclavo de sus palabras”– y que el que se calla es dueño: “de su silencio”, dicen. Uno tiende (o yo tiendo, al menos) a sobreestimar a los callados en la misma proporción en que se harta (me harto) de los charlatanes, incluido el que suscribe. Los mutantes tácitos nos parecen, por reservados y sobrios, más cautos, discretos y por lo tanto más inteligentes. Su mutismo nos lleva a suponer que si no dicen nada es porque callan algo –un saber, una reflexión– que consideran que no vale la pena dar a conocer en un auditorio tan necio y vulgar como el que integramos los desaprensivos locuaces. Claro que no siempre ni mucho menos es así: en general, cuando después de despertar cierta expectativa abren la boca, dicen alguna gansada épica o no dicen nada. No callaban porque ocultaban algo sino porque no había nada que tuvieran que decir.

Volviendo a los Carrascosa, es obvio que al Lobo el secreto lo ha mitificado positivamente. Con razón o sin ella, se ha convertido –para los ocasionales y reiterados revisores del Mundial 78– en enigmático poseedor de una razón o saber nunca del todo revelado tras y pese a sus sucesivas aclaraciones, que no aclaran nunca lo suficiente para los suspicaces. A la inversa, al Viudo, como a Montgomery Clift en aquella película de Hitchcock en que hacía de cura joven entrampado en un secreto de confesión, el silencio (no decir todo) lo condena. Ya lo condenó, bah. Montgomery Clift sabía quién había cometido el crimen –no era él, claro–, pero no podía decirlo por un mandato interior, una cuestión ética. La verdad, lo que sabía, lo salvaba, pero no podía decirla. En el caso del Carrascosa del country, la verdad, lo que sabe, (suponemos que) lo condena aún más. Por eso calla. Y por eso también callan todos los demás, que es el verdadero misterio.

Propongo un relato ficcional, un delirio sin otra pretensión especulativa que desplegar una paradoja, propia de un relato policial estilizado a la Chesterton –perdonando la distancia–, acaso no contemplada por eso, por inverosímil. Pero que me encanta. Se trata de un juego. La idea es que, en realidad, en el caso de María Marta se ha cometido un crimen para ocultar un accidente. Deliremos: ella murió en realidad de un golpe en la bañera, de un paro cardíaco por insuficiencia no descubierta, por una conexión eléctrica mal hecha que la electrocutó en el agua, por lo que fuere. Pero, pese a eso o por eso mismo, alguien la encontró muerta y le metió encima y adentro los evidentes balazos. ¿Quién puede o decide cometer un crimen para ocultar un accidente? Dos posibilidades: a) el que pierde y queda expuesto con el accidente –fabricante de bañeras o proveedor de la zona sometido a juicio por resbalón, cardiólogo incompetente, electricista del country que hizo mal la conexión– o b) el que deja de ganar con el accidente porque cobraba sólo si se producía el crimen.

Hipótesis para conjeturar: suponer un asesino clase a) es divertido como juego, pero no se puede ir muy lejos sin caer en despropósitos; el asesinato clase b) tiene aristas más interesantes para pensar sin ironías: se trata de un asesino por encargo que se encuentra sin víctima pero con cadáver y decide seguir adelante para poder cobrar.

Más desarrollado: supongamos que un grupo de personas –una familia, una empresa, un gabinete, una tripulación, un partido político, una banda– decide deshacerse de uno de sus integrantes por razones (equívocamente saludables o simplemente perversas) que todos comparten. Eligen sacárselo de encima, digamos, atendiendo a un interés común. Claro que nadie está dispuesto a ejecutar el crimen. Entonces deciden contratar a alguien para que lo haga. Un crimen por encargo. Es una decisión colectiva y se juramentan mantenerse unidos y callados. Pagarán bien, una fortuna incluso, a un profesional.

Convenidos lugar y fecha –que por alguna razón son únicos, últimos e insoslayables–, todos se escurren y el asesino se prepara para hacer su trabajo. Pero la víctima se demora, no acude a la cita con la muerte en el lugar previsto. El contratado, que necesita cumplir con lo suyo sí o sí y sobre todo necesita la guita, se sale de libreto, va en busca de su objetivo y lo encuentra. Pero su tarea ya es inútil: la que debería morir está muerta. Se ha desnucado/electrocutado/sincopado en un accidente estúpido de baño. El asesino vacila un momento y al final decide desde su perspectiva: quiere cobrar. Entonces va y mata a la muerta fuera de contexto: comete su crimen para enmascarar un accidente. Ya verá cómo explica ante sus pagadores el cambio de planes.

Cuando los conjurados se encuentran con la nueva situación, vacilan. ¿Por qué la mató ahí adentro? Incluso podemos suponer una variante más sutil: que llegaron a enterarse de que hubo un accidente pero que el asesino los primereó, no pudieron pararlo, complicando lo que la realidad por sí misma había simplificado. Así, ante el cadáver dos veces muerto y alevoso, por segunda vez alguien tiene que decidir qué hacer sobre la marcha. Y decide –como mal menor– enmascarar el crimen que no fue pero parece, como un accidente que realmente fue pero no parece ya. Es decir: volver a la verdad a través de la mentira. Lo demás se sabe. Los cómplices improvisan una puesta en escena, les sale mal y terminan entrampados. El asesino chapucero cobró más por su silencio que por su trabajo y a los conjurados sólo les queda refugiarse en el silencio, aceptar como mal menor la condena por encubrimiento de un crimen al que instigaron y que jamás se cometió.

Capote escribió, en cita famosa y siguiendo a Santa Teresa, que “hay más lágrimas derramadas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Acaso les quepa esa paradójica condena a los callados responsables de desear la muerte de María Marta. Acaso el hecho de que ese deseo largamente acariciado se les haya cumplido en el peor momento, cuando ya descreían y decidieron obrar para reforzarlo, sea castigo suficiente para su malvada estupidez. Ahora –suponemos en esta fantasía– a Carrascosa y sus adláteres sólo les cabe callar, más que de culpa, de vergüenza.

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