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Viento

 Por Santiago O’Donnell

Esta semana George W. Bush citó a su despacho de la Casa Blanca al veterano senador de Virginia Jack Warner, un republicano moderado en temas domésticos pero muy vinculado a las fuerzas armadas. Warner es uno de los senadores que mantienen su apoyo a la guerra de Irak. El grupo al que pertenece Warner, que por ahora es de 43 senadores sobre un total de 100, es la última línea de defensa de Bush en el frente doméstico de la guerra. La de Bush es una minoría sólida, con 33 votos le alcanza para hacer valer los vetos presidenciales y con 40 bloquea el tratamiento de las iniciativas antibélicas, que requieren mayorías especiales. Pero cada día que pasa sin que las cosas mejoren en Irak, la campaña presidencial se acelera el grupo pro-Bush en el Senado se encoge. La semana pasada perdió cuatro miembros, incluyendo dos pesos pesado como Richard Lugar y Pete Domenici. Warner parecía seguir el mismo camino. En la semana, en declaraciones por televisión y en discursos legislativos, había dado a entender que su apoyo empezaba a flaquear.

Por eso Bush lo invitó a Warner a la Casa Blanca y allí, según la crónica del New York Times, le confesó que finalmente le había caído la ficha. Le dijo que era consciente de que la guerra no se podía ganar, por lo menos no en el tiempo que le quedaba, y que entendía había que empezar a achicar la presencia militar en Irak. Que el objetivo ahora era entregarle un paquete ordenado a su sucesor, una situación más o menos controlada, con una reducción, de quizá 20.000 o 30.000 tropas de las 160.000 que actualmente revistan en el Golfo Pérsico. Una cosa prolija, aun si se elige un presidente pacifista, para que no herede un desastre fuera de control. Pero que no querían que le pongan plazos, que le marquen los tiempos, que los políticos de Washington les digan a los militares en Irak lo que tienen que hacer y cuándo hacerlo. Warner dijo que lo iba a pensar. Pero tres días más tarde se había pasado al bando de los que se oponen a la guerra. “El gobierno simplemente no está ejerciendo suficiente liderazgo como para justificar el sacrificio de las fuerzas armadas”, declaró. “Esto tiene que cambiar inmediatamente.”

La pequeña anécdota de Bush y el senador ilustra la batalla que a diario deben librar el presidente y sus asesores para mantenerse a flote y estirar los tiempos con la esperanza de que la ofensiva en Irak empiece a dar resultados. También demuestra hasta qué punto el poder real se ha trasladado de la Casa Blanca al Congreso, donde el líder demócrata en el Senado, Harry Ried, se muestra cada vez más impaciente porque su partido no termina de articular una respuesta legislativa al mandato popular, expresado en las elecciones legislativas de noviembre del año pasado, cuando una contundente mayoría votó en favor del retiro de tropas. Sus asesores sostienen que los demócratas ya tienen los votos necesarios en las dos cámaras para inundar el escritorio de Bush con leyes que ordenen el retiro de tropas. En los próximos meses Bush tendrá que vetar cada una de ellas hasta que se le gaste la tinta de la lapicera, o hasta que el congreso reúna los votos necesarios para torcer la voluntad del presidente. En la Cámara de Representantes, donde la mayoría demócrata es más amplia que en el Senado, el viernes se aprobó un proyecto de ley para el retiro de tropas. El miércoles una resolución similar había fallado en el Senado porque le faltaron tres votos para la mayoría especial. Con el voto de Warner y de algún otro tapado, los demócratas aseguran que alcanzarán la mayoría especial en la próxima votación, que se haría la semana que viene.

Los tiempos se acortan inexorablemente. Dos días después de reunirse con Warner, Bush debió defender ante el Congreso y la opinión pública su actuación en Irak. Dijo que había habido avances militares, pero admitió que no se habían logrado los objetivos políticos. El problema es que cuando el Congreso autorizó la última ofensiva de Bush en febrero pasado, lo hizo a condición del cumplimiento de una serie de objetivos. Los más importantes eran los objetivos políticos, pero ninguno de ellos está cerca de ser alcanzado hasta ahora. A saber: el pasaje de una ley para repartir las regalías petroleras entre las distintas minorías étnicas, elecciones regionales y una ley para permitir la reinserción en el Estado de los ex miembros del partido Baath. Tampoco se puede hablar de grandes progresos en el frente militar, a pesar de lo que diga Bush sobre los avances en la provincia de Anbar y la supuesta desactivación de los escuadrones de la muerte chiítas. La realidad indica que tanto mayo como junio fueron dos de los meses en que más soldados norteamericanos murieron y ésa es la estadística que más le importa al Congreso y a la opinión pública.

Cuando anunció la ofensiva en febrero, Bush pensó que tendría hasta fin de año para mostrar resultados. Después le hicieron saber que sería crucial el informe sobre los progresos obtenidos que en septiembre debían presentar en forma conjunta el embajador de Estados Unidos en Irak y el comandante de las fuerzas militares desplegadas en ese país. Pero los tiempos se acortaron otra vez. El domingo vencía el plazo para un informe preliminar del Pentágono sobre la guerra, previo al informe final de septiembre. Al principio no había grandes expectativas puestas en el informe preliminar, ya que las tropas de refuerzo recién habían terminado de llegar hace cuatro o cinco semanas y todavía se estaban acomodando. Pero los senadores y diputados oficialistas, presionados por la opinión pública, le hicieron saber a Bush que necesitaban ver algún avance esta semana, en el informe preliminar, para seguir apoyándolo. Entonces el presidente convocó a su equipo de confianza para ver cómo frenar la sangría. En estos días, además de su estratega estrella Karl Rove, Bush escucha a los llamados “realistas”, como la secretaria de Estado, Condi Rice, y el titular de Defensa, Robert Gates, que buscan una salida negociada para la guerra, en desmedro de los “halcones” como el vice presidente Dick Cheney, que favorece la opción militar.

Las urgencias de Bush repercutieron en la región. Para estar presente en el cónclave sobre Irak, Gates debió suspender a último momento un viaje a América latina para repartir premios consuelo a los presidentes de Colombia y Perú que se quedaron sin tratado de libre comercio con Estados Unidos porque el Congreso le negó a Bush el mandato para negociarlo. Pero había temas más importantes para resolver en Washington. De las reuniones con Rove y los “realistas” surgieron la ideas de “conflicto manejable” y “retirada prolija” con las que Bush ahora intenta seducir a los legisladores que invita a la Casa Blanca.

Pero el parche no puede durar mucho tiempo. La campaña presidencial magnifica la dimensión de la guerra. El que más la sufre es el republicano John McCain, un héroe de la guerra de Vietnam que se destacó en las primarias del 2000 como representante del ala moderada de su partido, que eventualmente perdió contra los conservadores liderados por Bush. Hasta el año pasado McCain era el favorito para la nominación de su partido, pero su férrea defensa del despliegue de tropas en Irak, incluyendo la última ofensiva, le ha costado una caída libre en las encuestas y esta semana tuvo que echar a sus dos principales asesores de campaña y tomarse un avión a Irak para armarse de argumentos frescos para sostener sus creencias. Mientras tanto, otros tres candidatos que se han despegado sutilmente de Bush, Fred Thompson, Mitch Rommey y Rudy Guliani, han sobrepasado a McCain en las preferencias de los republicanos.

La guerra también se está haciendo sentir en el lado demócrata, donde quien más la sufre es Hillary Clinton. De los tres candidatos principales, todos están a favor de un retiro gradual de tropas y de mantener cierta presencia militar en Irak, pero las coincidencias terminan ahí. Barak Obama votó en contra de la guerra, John Edwards votó a favor pero después dijo públicamente que se arrepintió, mientras Clinton votó a favor de la guerra pero dice que no se arrepiente. La ex primera dama está atrapada porque no puede mostrarse débil o dubitativa en temas militares, como la acusan sus detractores. En cambio, sus contrincantes no cargan con esa mochila y se sienten más libres para criticar la guerra en sintonía con sus bases electorales. A pesar de todo Clinton sigue siendo la favorita, pero de a poco va perdiendo terreno. El tapado que los demócratas quieren ver compitiendo por la presidencia es el ex vicepresidente Al Gore, una figura querida en el mundo y con el prestigio recuperado en Estados Unidos gracias a su película y su campaña internacional para combatir el calentamiento global. Su paso por la sociedad civil ha liberado a Gore del desgaste que sufren los candidatos lanzados ante la esterilidad del debate sobre cómo terminar la guerra. Por ahora, Gore sigue al acecho, volando bajo, pero todo Washington habla de él.

Con la campaña lanzada, el Congreso en llamas y la situación en Irak muy lejos de resolverse, Bush no tiene otra alternativa que apoyarse en las conclusiones del Grupo de Estudios designado por los mismos legisladores que hoy lo acorralan. El Grupo de Estudios, que entonces contaba a Gates entre sus miembros, concluyó el año pasado que ya es hora de abandonar la idea de reconstruir las instituciones iraquíes. A cambio propuso retirar la mayoría de las tropas y concentrarse en combatir el terrorismo con la cooperación de vecinos incómodos como Siria e Irán. También fijó plazos para el comienzo de la retirada. Poco a poco y a regañadientes, obligado por las circunstancias, Bush empezó a cumplir con las recomendaciones, o al menos a simular que las está cumpliendo. Ya se dio cuenta de que no va a ganar la guerra, aunque el jueves, en su informe preliminar al Congreso, haya dicho lo contrario. Con la popularidad más baja que Nixon en medio de Watergate y las elecciones primarias a la vuelta de la esquina, su suerte está echada.

Lo que busca Bush es mantener una cuota de poder y escaparle a la humillación de que le impongan plazos y modalidades a la inevitable retirada. Pero la política suele ser impiadosa con los perdedores. Bob Dylan ya lo había advertido hace mucho tiempo: no hace falta ser meteorólogo para saber hacia dónde sopla el viento.

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