SOCIEDAD › OPINIóN

Princesas de porcelana

 Por Sandra Russo

Son otras princesas, no las de los cuentos. Son las antiguas princesas paganas, las que eran sacrificadas, las que como Ifigenia fueron ofrecidas a los dioses para calmarlos, complacerlos o predisponerlos a favor. Estas princesas de porcelana o princesas de cristal, como ellas mismas se designan y reconocen, buscan “la perfección”. Así lo declaran. Tienen 14, 15, 16 años en su mayoría, escriben con horrorosas faltas de ortografía, redactan correos en los que piden ayuda para engañar a sus madres, para vomitar sin que se les enrojezcan los ojos, para ser aceptadas en los foros de iniciadas en la adoración a Ana y a Mia, las dos deidades que las modelarán al gusto contemporáneo de belleza. En el camino a la perfección perderán peso, esmalte dental, reflejos, glóbulos rojos, menstruaciones, calcio, estabilidad emocional, amigos, pelo, y todas las referencias reales de sus respectivas imágenes. Chicas de 1,70 suplican que les digan cómo hacer para llegar a los endiosados 43 kilos, la marca desde la cual son admitidas como verdaderas amigas de Ana y Mia. En ese punto estarán a un paso de morir de un paro cardíaco o de que se les reviente el esófago de tantos jugos y heridas que se habrán provocado con sus dedos índice y pulgar. Estarán a un paso de la muerte o morirán, sin haber salido de este malentendido siniestro, de esta patología de época en la que ellas son nada más que lo que se ve de ellas, y en la que ellas esperan ver, en el espejo, a la que nunca fueron, ni son, ni serán.

En algunas de las páginas hard “pro Mia” o “pro Ana” de Internet, a las adolescentes que recién empiezan con sus ayunos les dicen las “wannabe”, con un tono peyorativo. Es una estrategia que usa cualquier ejército del mundo. Las desestiman, las rebajan, las insultan. “Si eres una wannabe, sal ya mismo de esta página”, les indican. Esa página será exclusivamente para quienes han aprendido a sobrevivir con Ana y Mia como acompañantes permanentes, quienes ya tienen un recorrido por clínicas, centros de rehabilitación u hospitales psiquiátricos, y han engañado a todos. Las que pasados los veinte son veteranas vomitadoras, y han dejado en el olvido el sabor de cualquier alimento específico. Han arrancado los sentidos de sus vidas, para vegetar en un mundo de imágenes con las que se dan fuerzas. La “thinspiration” es una herramienta útil a la que ellas se aferran. Hay páginas enteras de “thinspiration”: hay fotos de modelos o actrices (Lindsay Lohan, Victoria Beckham, Kate Moss) huesudas que ellas toman como musas, o de anoréxicas esperpénticas, revulsivas en su obscena exposición de costillas sin carne.

En ninguna parte hay sexo. No quieren sexo. Dicen que desean ser deseadas, pero ¿por quién? ¿Quién desearía a esos cadáveres que quieren ser? Es falso. Ellas no se dicen la verdad. No se enfrentan a algo. Se mienten. Todas ellas se acompañan en la gran mentira a la que están entregándole su suerte. Ellas no quieren ser mujeres, sino princesas. Son los Peter Pan de esta época, atravesados no por la gracia o la ilusión de la infancia, sino por su perversión. Practican la perversión de la abstinencia. Deben cuidarse de gozar. Ni una pizca de su libido puede recaer sobre otro ser. Las princesas de porcelana padecen un tipo de narcisismo que es urgente estudiar, porque se sabe poco y nada de todo esto, y las nutricionistas hacen inútiles listados de alimentos que ellas comen bajo control y que después vomitan cuando todos duermen. La pérdida de las menstruaciones les garantiza la anticoncepción. No hace falta que la pongan a prueba. Se sienten a gusto en un cuerpo incapaz de reproducirse. Las princesas de porcelana no tienen interioridad. Sueñan un cuerpo deforme y vacío, puro en su vacuidad, sin sangre ni músculos ni articulaciones: quieren ser una bolsa de huesos.

La religiosidad de las páginas “pro Ana” toma, por ejemplo, esta forma:

Credo Ana

Creo en el control, la única energía con suficiente fuerza

como para ordenar el caos en el que vivo.

Creo que soy la persona más rastrera, inútil y despreciable

que haya existido jamás en la tierra

y que soy absolutamente indigna del tiempo o la atención de nadie.

Creo que los que me digan algo distinto son idiotas;

Si pudieran verme como soy realmente me odiarían tanto

como yo lo hago.

Creo en leyes irrompibles, en deberes y obligaciones

que determinen mi comportamiento diario.

Creo en la perfección y lucho por obtenerla.

Creo en la salvación a través del esfuerzo de cada día.

Creo en las listas de calorías como palabra suprema.

Y de acuerdo con esa creencia las memorizaré.

Creo en las balanzas como indicadores de mis fracasos y éxitos.

Creo en el infierno porque en ocasiones vivo en él.

Creo en un mundo en blanco y negro, en la pérdida de peso,

En el remordimiento por los pecados,

En la negación del cuerpo y en una eterna vida de ayuno.

Amén.

Así están de alteradas y de alienadas estas niñas que en Madrid, Bogotá, México, Buenos Aires, Amsterdam, Nueva York, Quito, Lisboa, en todas partes andan cruzando la pubertad y poniéndose coronitas de cotillón en el pelo. Es como si la vida se les hubiera detenido junto al primer síntoma, y de allí en más todo se tratase de volver a una posición fetal para regresar a la nada. Se le adjudica el primer cuadro registrado de anorexia a Catalina de Siena, cuyo ejemplo de ayuno fanático fue tomado por otras santas de la Edad Media. No es casual este pliegue religioso en estas páginas siniestras de Internet. Después de todo, las devotas de Ana y Mia, como se ve, viven agobiadas por el peso de sus pecados, que nunca llegan a ser sexuales: un bocado sabroso o una pizca de sal en la ensalada puede provocarles náuseas, porque lo sensual les parece inmundo. De una manera atroz, estas princesas encarnan los mandamientos religiosos por un lado, y los sociales por otro. Entre esos dos fuegos, uno indicando mugre en el sexo y el otro imponiendo estándares de belleza trucados, quedan ellas, las pobres princesitas que desvarían y se prohíben ser humanas.

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