SOCIEDAD › “VAMOS A TENER QUE TOMAR LAS CASAS DE LOS VERANEANTES”

Relatos en medio de la desolación

Santiago de Chile, con sus seis millones de habitantes, comenzó ayer a recuperar su actividad normal, pero las heridas siguen abiertas, igual que en otras ciudades donde el terremoto dejó su secuela de muerte y destrucción. No todo el mundo dormía en la madrugada del sábado, cuando se produjo el terremoto. “Empezaron a caerse cables, instalaciones, con un ruido tremendo. Mi reacción fue saltar afuera. Pero enseguida puse en marcha el vehículo para ir a mi casa. Todos estaban bien. Es un barrio de casas bajas con cadenas en las paredes que aguantan el movimiento”, relata sin ocultar su angustia un mecánico de autobuses que se encontraba en plena tarea, dentro de uno de los vehículos, cuando ocurrió el desastre.

El estado de desolación se vivía también en la localidad costera de Dichato, en el sur chileno. “Nos vamos a tener que tomar las casas de los cerros, las de los veraneantes”, anuncia Beatriz Vergara, una empleada doméstica, con los ojos llorosos. “Se las vamos a cuidar”, aclara la mujer, a manera de excusa. “No sé cómo vamos a vivir”, declara luego frente a los escombros de su vivienda, destruida por el maremoto, que por lo menos tuvo el gesto de dejarla sobre el mismo terreno en el que estaba. “Esa casa de allá, la morada, estaba bajo el ciprés que está en ese lado”, dice la mujer señalando cada una de las referencias citadas, para explicar que esa vivienda fue arrastrada más de un kilómetro. En Dichato, las casas cayeron sobre los autos, las lanchas están apiladas en el bosque y buena parte de la estructura costera se hundió en el mar. Fueron cinco las olas gigantescas que provocaron los destrozos. Los pobladores siguen sin caminos abiertos, sin luz y sin agua.

“No quiero ir a ver mi casa”, afirma José Daniel, un pescador que ayer seguía deambulando entre los escombros, con otros cientos de vecinos que recién ahora se animaron a bajar a la costa, luego del escape obligado hacia los cerros que tuvieron que protagonizar. “El jefe (por Dios) nos mandó esto por algo”, susurra José Daniel con resignación y respeto.

Todos buscan, entre los escombros, los cuerpos de varios vecinos que están desaparecidos. Beatriz Vergara también cree en la ira de Dios. Dos bancas cruzadas como una cruz invertida en una iglesia adventista parecen confirmarle sus temores. “Los policías andaban desnudos por las calles”, señala la mujer, que recuerda también la imagen de varios muchachos recorriendo el lugar, armados con pistolas.

“Llegaron delincuentes a saquear desde otros pueblos”, agrega un vecino, que luego vuelve a caer en un silencio profundo. Mientras tanto, los bomberos buscan sus equipos de trabajo entre las ruinas de Dichato. El cuartel de bomberos es uno de los edificios destruidos. “Tenemos que empezar a rescatar los cuerpos”, admite Carolina Gutiérrez, ayudante del capitán de bomberos, como dándose ánimo para emprender la difícil tarea.

De pronto, el rostro de Beatriz Vergara se conmociona: “¡Allí viene mi sobrina!”, exclama y se abraza con una adolescente. Las dos lloran a gritos. Cerca de ellas, una anciana gime mientras se toma la cabeza y Omar Cuevas, obrero de la construcción, reclama porque ya llevan tres días sin recibir ninguna ayuda. “Dicen que la presidenta (Michelle Bachelet) vino en helicóptero, pero yo no la vi”, sostiene.

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Personas armadas circulan por los techos para repeler a los saqueadores.
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