rosario

Miércoles, 24 de septiembre de 2014

CONTRATAPA

El sentido de las cosas inútiles

 Por Rosana Guardalá

El día que llegó la libretita, discutí con mamá y me largué a llorar. Las dos consecuencias, que no tenían conexión entre sí, se dieron en ese orden. Yo tenía catorce años y acababa de recibir un envío por correo de un pibito que me arrastraba el ala. Mamá quería saber qué contenía el envío. Me llevó tiempo entender que la pregunta, mal planteada, tenía cierto sentido. La segunda consecuencia no tenía relación alguna con la primera. Yo estaba, sin saber muy bien qué implicaba esa palabra, "emocionada".

Eran las nueve de la mañana del sábado 11 de marzo de 1995. Faltaban seis días para mi cumple. El paquete había llegado a tiempo, tal como me había prometido Darío. Nos habíamos conocido en las últimas vacaciones que había pasado con mi familia en Capilla del Monte. El era el hijo de la nueva casera del hospedaje. Darío tenía diesieis años pero parecía más. Su percepción del mundo era más real que el precio de los tomates o que el MB de la conducta en mi libreta. Era un chico completamente retraído que lo único que hacía fuera de cubrir sus funciones básicas, era leer y escribir. Por alguna razón que sin suerte sigo intentando recordar, empezamos a hablar. Esos quince días fueron las mejores vacaciones de mi vida. Yo llevaba un diario íntimo en el que el nombre de Darío comenzó a empujar con fuerza, hasta desplazar el de mi gran amor de la Primaria.

Una tarde, antes de volver a Rosario, nos fuimos a charlar al Mirador. Se escuchaba el ruido apaciguado de un arroyito sucio que pasaba por debajo del lugar. El me preguntó qué recordaba de las personas. Yo le dije: "Poco. Cosas inútiles. Nunca recuerdo con claridad datos importantes. Sólo cositas. Por ejemplo, me acuerdo qué buzo tenías puesto el otro día que fuimos al Videojuego o de qué manera te cruzás los cordones". Recuerdo que él me dijo un piropo que nunca más volví a escuchar: "Qué memoria tan literaria".

Me enamoré completamente de Darío. No importó que no nos diéramos ni un beso. Eso tenía mucho sentido si pensaba en el "Reglamento de relaciones" de Juli, una amiga dos años mayor que yo. El primer artículo decía: "No perder un buen amigo por un posible novio". Darío era de esos chicos con los que uno quiere pasar más y más tiempo. Incluso inventar tiempo para poder seguir pasándolo con él.

--¿Te imaginás un libro que recopile los momentos tiernos de la vida? -﷓me dijo.

La pregunta parecía haberle caído como un yunque.

--La verdad que no. ¿Cómo sería?

--Un libro de esos a los que uno siempre quiere volver. Tener arriba de la mesita de luz y abrir en cualquier parte. Como un libro-biblia pero mejor. Uno de esos que después de leer podés respirar hondo y seguir creyendo. Te voy a hacer uno para tu cumple. Te lo voy a mando por correo.

Vi, en ese momento, como la libretita se iba armando delante de él como si fuera un dibujo animado casero.

Entre esta conversación y la llegada del paquete transcurrieron dos meses. En el medio hubo algunas cartas que hablaban de cómo estaba haciendo la libretita. Creo que nunca supe si le iba bien en la Secu o qué pensaba hacer después de que la terminara. Nuestras cartas iban y venían entre "cosas de chicos".

La libretita, un minicuaderno forrado con imágenes de un pintor, toda escrita a mano. En una letra imprenta y minúscula que reclamaba presencia. Adentro, alternaban frases de escritores que comencé a leer después de que Darío, casi como en una fiesta familiar, me los presentara en la calidez del desconocido que nos deja confiar. Los textos se cruzaban con una selección de imágenes. Personas leyendo en ciertos lugares. El había guardado en su memoria algo que yo le había dicho: "Me parece que son tiernas las personas que intentan leer en todas partes pese a todo y a todos".

La minilibretita, una recopilación de momentos cotidianos de la ternura. Allí, en la cola del Super, una niña le confiesa a su padre que lo ama. Un anciano charla con su esposa invisible en la parada del colectivo; los restos de un florista hacen ver la finitud de las cosas; un viaje en bicicleta de su casa al Uritorco ayuda a saber que todos tenemos formas indecibles de amar. La ternura como un objeto de arte privado de toda repetición mercantil. La ternura cifrada en un "libro-biblia" que alerta sobre el sentido de las cosas inútiles.

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