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Pintura veneciana

 Por Walter Pater

Los comienzos de la pintura veneciana se enlazan a los últimos esplendores, duros y semibarbáricos, de la decoración bizantina, y no son sino la introducción de un poco más de expresión humana en el revestimiento de mármol y oro de los muros del Duomo de Murano o de San Marcos. Y en todo el curso de su posterior evolución, siempre subordinada al efecto arquitectónico, la obra de la escuela veneciana nunca escapó a la influencia de sus comienzos. No apoyada en ningún naturalismo, ni misticismo religioso, ni teoría filosófica, y sin trabas, por lo tanto no tuvo un Giotto, ni un Angelico, ni un Botticelli. Libres del peso de la idea y del sentimiento, que tan severamente grabara las aptitudes de generaciones de artistas florentinos, esos primeros pintores venecianos, hasta Carpaccio y los Bellini, no parecen haber sentido ni por un instante la tentación de perder de vista la finalidad de su arte en toda su puntualidad, o haber olvidado que la pintura ha de ser ante todo decorativa, cosa para la vista, espacio de colores en el muro, pero más diestramente mezclados que los detalles y distribución de coloridos de su piedra preciosa o el casual intercambio de sol y sombra sobre el mismo: esto, como principio y como fin; y todo lo que haya de idea, o de poesía, o de ensoñación religiosa, en el medio. Al fin, con el dominio cabal de todos los secretos técnicos de su arte y con algo más que “una chispa del fuego divino”, llega el Giorgione. El es el inventor del genre, de los cuadros fácilmente movibles, que no sirven para fines de devoción, ni para enseñanza alegórica o histórica; grupos pequeños de hombres y mujeres reales, en medio de un mobiliario o paisaje congruente, bocados de vida real, conversación, o música, o juego, pero refinado o idealizado, hasta tal punto que llegan a parecer vislumbres de una vida aún remotísima. El Giorgione desprende del muro esos espacios de colores sagazmente mezclados que hasta entonces llenaban obedientemente sus lugares en un esquema meramente arquitectónico. Hace que algún carpintero diestro les ponga marcos, para que la gente pueda transportarlos fácilmente y llevarlos consigo a donde vayan, como el manuscrito de un poema, o como un instrumento musical, para usarlos a voluntad, como instrumento de autoeducación, estímulo o solaz, entrando como una presencia animada en la habitación propia, para embellecer el aire, como aroma escogido y, como las personas, vivir con nosotros, por un día o por una vida. Giorgione es el iniciador de todo este género de arte que desde entonces ha desempeñado un papel muy importante en la cultura de los hombres. Sin embargo, también en él permanece imperturbada esa vieja claridad o justeza veneciana en la aprehensión de las limitaciones esenciales del arte pictórico. Y aunque hace que su obra pintada fluya juntamente con una poesía sensitiva, cogida directamente de una vida singularmente rica y sensitiva, en su selección de tema, o fase de tema, en la subordinación del mero tema a la intención pictórica, al propósito principal de una pintura, él es representante típico de esa aspiración de todas las artes de alcanzar el estado de la música, que he tratado de explicar, de llegar a la perfecta identificación de contenido y forma.

Nacido poco antes que el Tiziano, tan poco que estos dos condiscípulos del viejo Giovanni Bellini casi pueden llamarse contemporáneos, el Giorgione guarda con el Tiziano una relación semejante a la de Sordello con Dante, en el poema de Browning. El Tiziano, cuando deja a Bellini, pasa a ser, a su vez, discípulo del Giorgione. Vive trabajando constantemente durante más de sesenta años después de la muerte de Giorgione; y con tal fecundidad, que es difícil que haya alguna gran ciudad europea que no posea algún fragmento de su obra. Pero el hombre apenas mayor, con su limitadísima producción real (lo que nos queda parece reducirse, siguiendo un criterio estricto y riguroso, a casi un solo cuadro, como el único y bello fragmento poético de Sordello), expresa, no obstante, como motivo y principio esencial, ese espíritu –que es en sí la adquisición final de todos los largos esfuerzos del arte veneciano– que el Tiziano esparce en la actividad de toda su vida.

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