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El cuento por su autor

¿Dónde nace un relato? La mayoría de las veces es imposible saberlo. Tal vez habría que pensar en una serie de búsquedas que coinciden en algún punto, que se encuentran; entonces en el oído irrumpe una voz, un tono; a veces creemos incluso ver algo.

No recuerdo quién dijo aquello de que el conflicto central de la literatura es la búsqueda del padre. Me animo a reformularlo: la ausencia del padre (lo que de ningún modo se reduce sólo a la muerte). De ser así, quizá yo lleve veinticinco años enredado en ese pleito, que no puede tomar otra forma que la de una obsesión.

Sin embargo poco y nada hay, creo yo, de mi padre en este otro que se cree filósofo, pescador, poeta, héroe anónimo. Le gustaba la pesca, sí, pasión que me contagió pero que jamás aprendí, y amaba la escritura –más que la literatura– y el box. Poco y nada: las historias están en otra parte.

Esa distancia, o esa cercanía apenas anecdótica o trivial, es cada vez más claramente, para mí, un modo de proteger su recuerdo: una serie de imágenes que no necesitan ser realimentadas, comprendidas, manipuladas. Es así que después de creer sinceramente que no está en casi ningún lado, sospecho por fin que mi padre se esconde, en muchas de mis historias, en todas partes. Ocurre que sólo yo puedo descubrirlo.

Más allá de cuál haya sido su origen puntual, si es posible establecerlo, lo cierto es que El pescador responde en buena medida a un modo de pensar la escritura como un proceso largo, a la vez que concentrado: ir detrás de una sensación, sensación que a su vez recibimos de otros textos, otros discursos, cualquier eslabón suelto. El eco de una respiración, una mirada, un gesto aparentemente sin sentido. El relato como una revelación egoísta: una epifanía que sólo funciona para quien la escribe.

Me ha tocado leer El pescador un par de veces en público. Aunque puedo decir que funcionó, no estoy seguro de que las reacciones que supo provocar hayan sido las que esperaba. Es un relato melancólico, y la melancolía necesita del reposo y del silencio. Por eso es melancólica la música de Miles Davis, y lo es el ajedrez. Y la pesca.

La melancolía, se entiende, es un sentimiento que contiene sólo en parte a la tristeza, y que toma la nostalgia apenas como su punto de partida. En un bellísimo relato escrito hace tiempo, Tabucchi hablaba –a partir de Pessoa, por supuesto– de la saudade, ese sentimiento que sólo los portugueses conocen porque poseen el término para nombrarlo. Precioso, pero Tabucchi exagera: la melancolía, no la simple nostalgia, se le parece bastante. Y se trata de un estado de ánimo, un estado de la conciencia, ambiguo, oscilante, con frecuencia lúcido, sin duda extremadamente poético.

Esa melancolía se sitúa en los pliegues de la mayor parte de aquello que me interesa, dentro y fuera de la literatura. Es El gran Gatsby, y casi todos los relatos de Cheever; es el cine de Jarmusch, la música de Radiohead, las canciones pero también el modo de hablar y de sonreír de David Bowie. Y esa melancolía está, también, en el toreo, o lo estuvo allá lejos: la gloria y la muerte tan próximas que asustan, ambas.

Y no puedo dejar de pensar que escribí este cuento hace alrededor de tres años, cuando era un padre demasiado reciente. La intensidad de cada momento con mi hija, que por suerte persiste, me arrastraba además hacia un tiempo casi remoto: un cuarto de siglo atrás, cuando murió mi padre. Me preguntaba a cada rato qué hubiese ocurrido entre ellos, de qué manera uno se multiplicaría en el otro. Y eso que no era tristeza ni nostalgia sino melancolía, se convertía en una búsqueda, en la que la literatura es acaso la parte más visible y, sin embargo, la que me resulta más extraña.

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