VERANO12 › MIGUEL ANGEL MOLFINO

Farewell

A Nelson Becerra
(In Memoriam)

Desempañándose lentamente, vuelve la historia del hombre flaco vestido de azul, lo poco que sé de él.

La pobre idea de su existencia empezó allá por el ’81, fines de 1981. Fue en el patio de recreo de la cárcel de La Plata. Se la conté al Viejo Becerra a mitad de una tediosa lucha de peones y alfiles poco convencidos de su crueldad.

Le dije: veo un tipo en un muelle, en el muelle de Puerto Barranqueras y está más solo que un gusano, y el Viejo Becerra dijo ahá, y yo seguí con que el tipo estaba por realizar un acto desesperado y que no sabía en qué carajos consistía. Entonces, ya en la celda, lo escribí de un tirón: catorce o quince hojas de un cuaderno Gloria.

Sin pasión, con imprudencia, terminé esa primera versión de “Farewell” sabiendo que la requisa del penal se la llevaría una semana después. La fácil profecía se cumplió. Terminó sus días seguramente en un cesto de papeles y luego que la inteligencia militar desechara por enésima vez la posibilidad de que “Farewell” se tratara de un plan de evasión, maquillado con la desgracia de un tipo parado al borde del río Paraná.

La desaparición del cuento, a pesar de que no era el primero en correr semejante suerte, determinó que el hombre flaco vestido de azul, inmóvil en el muelle, cobrara la indócil materia de los fantasmas. Y como todo espectro se comportó como tal.

Fue por años inasible, por lo menos para mí. Intenté reescribir el episodio pero fue inútil. Ya en libertad, me sentaba, tecleaba la máquina en busca de las palabras –ya desleídas o imposibles– de aquel primer texto. Y nada.

Visité Barranqueras, repasé el muelle fumando, un poco difuso, con un extraño sentimiento de espera. Presentí la desdicha en cada barcaza que se alejaba, vi el trote confuso de un perro, la mateada de dos peones de la arenera, el viento deliberado del atardecer extrayéndoles ruidos a las grúas y a las chapas de los galpones y pensé que jamás volvería a escribir “Farewell”.

FAREWELL

“...creí reconocer –en aliento, axila, sexo, cansancio– las palabras, seres y cosas que enumeran los libros y que volverán.”

J. C. Onetti

Puerto Barranqueras. Es un otoño ventoso, de cielos de estaño y soles débiles.

Hay un lanchón retirándose del muelle y un hombre bajo, flaco e indiferenciado, vestido con un traje azul de gabardina pesada. El pelo rabiosamente estirado por la gomina, soplado por la brisa, se indisciplina en las sienes. Los faldones del saco se hinchan y deshinchan por esa misma tenacidad del viento.

El hombrecito de azul, las manos a la espalda, ligeramente echado hacia atrás, se mantiene quieto mientras la barcaza muge y abre las aguas gruesas del río. Es el atardecer y el aire se tizna de un gris pavoroso. Sin presagios, blanda, la hora se extiende sobre los múltiples lomos del Paraná, licuándose en la arboleda de la isla Santa Rosa, y como no encuentra un final, se estanca en el chapoteo de agua y madera de los pilotes del muelle.

Desde el galpón de los cereales, más allá de la arenera, tres estibadores ven al hombre pequeño, negro para ellos en el contraluz, remoto y sólo memorable después, cuando los hechos se hayan desencadenado y sea necesario modificarlos hasta la adulteración.

(En la primera versión, la perdida, el momento padecía de un perro que husmeaba sobre el muelle. Afortunadamente, hoy el muelle está despejado y carece de animales retóricos.)

El lanchón gira en el río y muestra la popa corrompida por las rémoras y el óxido. La sirena resopla nuevamente como si fuera un lamento agónico.

Fascinado por un sentimiento impronunciable, el hombrecito de azul no quita los ojos de la embarcación, siempre estático y abofeteado por la repetida brisa. De sus manos enlazadas en la espalda cuelga –sin propósito– un pañuelo blanco.

Ese pañuelo es el que será un papel agitado por la brisa para el cabo de la Prefectura que, desde unos treinta metros, algo adormilado, asiste a la figura terca y menuda, al lanchón y a ese desvanecimiento del día.

El cabo de guardia dirá que el hombrecito leyó ese papel, que lo había leído mientras el lanchón se separaba del muelle y que luego lo hundió en uno de los bolsillos del saco. Dijo: lo metió con furia, pero no fue así, porque no se trataba de papel alguno sino del pañuelo que no cesó de flotar en el viento y en manos del pequeño hombre.

(El suboficial de Prefectura debuta en esta versión. En la anterior, la desaparecida, era imposible su existencia: por más que se tratara de un episodio de ficción, estaba prohibido por los carceleros vestir de uniforme a nadie o mencionar uniformados en todo texto escrito por un preso político, excepto que se tratara de un cartero.

Originalmente, una señora gorda, de enormes pechos rosados, pasaba frente al edificio de la Prefectura –a la sazón, desguarnecido de toda guardia– y con ojos casuales creía ver al hombrecito con un papel en la mano. La mujer, excitada, hiperbólica, llegó a declarar que había visto cómo el hombrecito de azul se despidió, sobre la planchada del lanchón, de una mujer alta, rubia, hermosa, dichos que fueron desmentidos por el gerente de la Anderson & Clayton que, en el anterior texto, había observado los sucesos desde los ventanales de su oficina, situada junto a los silos de la compañía. Hoy, el testimonio del gerente no será tenido en cuenta, ya que, cuando vuelvan a repetirse los hechos sobre el muelle, estará distraído en la lectura de un informe sobre los últimos embarques de algodón a Brasil.)

La barcaza se recorta como un dibujo de hojalata contra la vegetación de la isla. En un rato, algunas luces indecisas babearán la proa, dos ojos de buey y la ruinosa caseta del timón. La noche parece venir del este.

Suspira. El saco azul se abre como si la camisa quisiera decir algo. La corbata oscura chicotea sobre los hombros, toca la cara absorta, desciende y vuelve a golpear contra los hombros. El lanchón ya llega al recodo del río. Lejano y rumoroso, parece haber encallado en un banco de eternidad y que ya fuera imposible escapar de ese atardecer, de ese hombre en el muelle, del agua negra de la hora y del flotar desparejo de los camalotes.

Ya es difícil discernir cuánto se alejó la embarcación desde que zarpara. La luz sucia contribuye a esas elusiones.

Tiembla el metal herrumbrado de las grúas y el chirrido de los guinches se bambolea lento y pesado. Barranqueras, a espaldas del puerto, hincha en el aire su caparazón de luces y llegan hasta el muelle, casi disueltos, bocinazos, músicas pueblerinas, y el desinflarse de los frenos de los Leyland de la línea 1.

El hombrecito de azul, cuando supone que nadie podrá avistarlo desde el lanchón, desprende sus manos. En la izquierda se ve el pañuelo. Ningún gesto le interrumpe las facciones huesudas. Levanta la mano y comienza a agitar el pañuelo. En verdad, no mueve la mano. Simplemente la ha alzado y es la brisa la que agita la tela blanca.

En ese instante, primero vacilantes, después azafranadas y escuálidas, se encienden las luces del lanchón. Esta casualidad llevará a imaginar a los peones de la arenera que acaso haya sido una respuesta al saludo del hombrecito que parecía decir adiós.

Cuando todo haya sucedido y no haya forma de desmentirlo y ya el patrullero se haya estacionado en el muelle, oblicuo al río, mareando la oscuridad con las balizas del techo, la señora gorda de los enormes pechos rosados agregará, entusiasmada por su propia narración y como empujada por un súbito deber de conciencia, que el hombre flaco vestido de traje azul, tras saludar, giró sobre sus talones y echó a andar cubriéndose la cara con las manos, como si se alejara llorando.

El lanchón, doblando el codo del río, renueva su sirenazo. En pocos momentos más, la isla Santa Rosa ocultará la silueta del barco.

(En la versión escrita en la celda, sobre esta escena, irrumpían unos niños que llegaban a jugar un picado. Un pelotazo golpeaba la pierna del hombrecito de azul sin que reaccionara, como si ya nada le importara. Hoy, mientras escribo esta nueva versión, me duele la cabeza y evito la escena, no tengo ganas de escuchar el griterío de esos pibes.)

Inverosímil y torpe, el hombrecito persiste en ese gesto tenso que asemeja a un adiós. La noche todavía es frágil y le cuesta apoderarse de la isla y de las gigantescas grúas que fulguran con sudores de hierro. La brisa, ahora fría, mece los faroles y de ese modo, mezcla las zonas de luz y sombra en el muelle, echando momentáneos charcos de negrura sobre los tambores de grasa, los carretes de soga y los galpones.

Los estibadores dirán después que lo notaron inquieto o que temblaba en esos momentos previos. Ustedes que están leyendo saben tan bien como yo que no fue así, ya que nadie presenció la totalidad de los hechos, por desinterés o por esa abulia triste que deparan los crepúsculos junto al río.

Errático y sumido, el hombrecito de traje azul no parece sentir más que su brazo levantado, el pañuelo negligente y la insensata carnadura de su cuerpo, como si le fuese imposible pensarse de otra forma y en otro lugar, como si hubiese nacido allí, en ese instante en el que la brisa le arranca truenos de trapo al pañuelo, azuzándolo contra la noche que crece sobre Barranqueras.

Lo cierto es que, cuando el lanchón se deja ver al otro lado de la isla, el hombre flaco lleva una mano, la derecha, hasta la cintura, por debajo del saco. La mano izquierda permanece en alto con el pañuelo. La mano derecha reaparece cargada con un revólver.

El hombrecito de azul apunta y dispara contra la mano que sostiene el pañuelo.

Los estibadores declararán que, tras escuchar el estampido, corrieron hasta él y que lo socorrieron y que tenía la mano partida por el balazo y que el hombrecito vestido de azul los miraba como quien acaba de despertarse.

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