Lo que resta por hacer

Por José Pablo Feinmann
Gustavo Mujica

Una historiadora argentina, Ema Cibotti, suele decir que la Argentina tiene una tradición: la sociedad es más vital que el Estado y sus instituciones. Ocurre desde 1810. Una nació antes. Los otros surgieron después. Es a la vez una noticia buena y una mala. La buena es que los argentinos, como sociedad democrática, terminaron siempre superando los peores escollos. Superaron incluso su propia existencia como escollo en su camino. La mala noticia puede ir en forma de pregunta: ¿para qué tanto desperdicio de energía?

Ante este nivel de vitalidad, una asignatura pendiente es que el Estado escuche más. Que se entere. Y que baje esa información no como un plan soviético sino como iniciativas concretas, líneas de crédito o, simplemente, ejemplos de difusión fácil y comprensión sencilla de unos para otros. ¿Cuántos emprendimientos agrícolas hay en todo el país? ¿Cuál es el nuevo tipo de inversión que podría imitarse? ¿Se puede regular la falta de mano de obra en un lugar y la desocupación en otro saliendo del circuito infernal de los peones golondrina?

Otra asignatura pendiente es el Gran Buenos Aires, sobre todo mirando al sur y al sudoeste de la Capital Federal. El presidente Néstor Kirchner dijo que se propone dejar a la Argentina, en el 2007, a la salida del infierno y a las puertas del purgatorio. Se supone que el purgatorio es mejor que el infierno y peor que el paraíso. Bien. Una policía bonaerense en camino de reforma es un paso. Pero, ¿la Justicia en la provincia quedará igual? ¿También quedarán iguales los partidos monstruosos y el hacinamiento de Matanza o Solano? ¿Nadie discutirá una reforma política que disperse el poder? ¿No habría que cuantificar la salida del infierno también en términos de tantas villas menos, o tanta gente que ya no vivirá en villas? Y en general, ¿no habría que cuantificar? El gobierno chileno de Ricardo Lagos es muy elogiado por los conservadores argentinos. Conviene no caer en la trampa. Lo bueno de Lagos no es la aceptación de la irritante división jerárquica de la sociedad chilena –cosa que afortunadamente no acepta– sino la obsesión constante por el hecho de que ninguna medida cotidiana aparte al gobierno de lo que sus funcionarios más importantes suelen definir como “reformismo serio”.

En esta lista que no está armada de mayor a menor ni lo contrario, y que tampoco tiene pretensiones enciclopédicas, la reforma judicial sigue en veremos. El Gobierno impulsó la renovación de la Corte. Pero institucionalmente no encaró ni la limpieza pendiente en el fuero federal ni se puso a pensar, por ejemplo, en el comercial y el penal económico. El Poder Ejecutivo está en mora en el Consejo de la Magistratura. Debiera ser más dinámico. El Presidente dijo en los últimos días que una reforma profunda de la Justicia es para días de calma. Pero, ¿habrá alguna vez calma en este país? Y más aún: ¿habrá calma sin cambios en la Justicia?

Queda un tema que tiene urgencia de días, no de meses y menos de años. Al final, después de abandonar las relaciones carnales la Argentina parece haberse decidido por una buena relación con los Estados Unidos y una cooperación mayor con Brasil. Lo primero es razonable. Con Washington lo mejor es una relación de bases concretas en seguridad y terrorismo y con pocas expectativas mundiales. La Argentina es un protagonista pequeño del mundo, y asumirlo no está mal. Por eso la agenda común con Brasil no puede quedarse en la discusión del lugar en el Consejo de Seguridad y las diferencias comerciales. A mediados de los ‘80 la Argentina tomó la iniciativa y construyó el Grupo de Apoyo a Contadora para colaborar en la solución de la crisis de América Central. La tesis era que una mayor polarización perjudicaría a esta región del mundo, en ese momento recién salida de la ola de dictaduras. Hoy el desafío mayor se llama Bolivia, donde Brasil y la Argentina podrían hacer política juntos por generosidad hacia los bolivianos, por egoísmo nacional y por ejercicio de construcción de confianza entre brasileños y argentinos. Habría una quinta asignatura en esta lista: terminar con la histeria falsamente informativa. Bajar un cambio entre políticos y periodistas en la velocidad infernal de circulación de datos que no son tales y declaraciones sobre declaraciones sobre datos que no lo eran. Y si no se puede terminar con la histeria, limitarla. Y si no, por lo menos consignarla. Queda hecho.

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