Queremos ser todo

Por Susana Viau

El 19 de diciembre de 2001 nos cautivó una bandera con una multitud de peces y una inscripción: “No somos nada. Queremos ser todo”. Eran días propicios al estallido de grandes sentimientos y a la revelación de ideas luminosas. Pregunté de dónde salía aquella frase y los portadores de la pancarta, confundidos, no supieron responder. Alguien arriesgaría luego el nombre del abate Sieyés. Pasó la efervescencia, languidecieron las asambleas, se fragmentaron las organizaciones piqueteras. De aquellas oleadas quedaron, sin embargo, formas de solidaridad, lugares de reunión, lazos fraternales, ciertos códigos y la certeza de que algo de lo que se respiró en Buenos Aires esas noches debe haber soplado en las grandes conmociones de la historia. Hace poco, por pura casualidad, supe por fin a quién pertenecía la hermosa frase. Era de Eugène Pottier, un obrero estampador de sedas al que cualquier turista puede rendir homenaje en el cementerio de Père Lachaise. El texto anotado en la bandera de los pescaditos pertenece a una canción famosa, aunque ese fragmento, precisamente ese fragmento, sea ignorado por la mayoría de nosotros. A la canción se la conoce como La Internacional y acaban de pedir por su difusión el pago de derechos de autor. Lo de “no somos nada, queremos ser todo” ha dejado de ser un tema pendiente, al menos como incógnita.

Queda, sin embargo, otro, menor y también hijo de la curiosidad: el graffiti pintado en el puesto de diarios de Medrano y Sarmiento. Sobre la chapa verde se lee “Gilles de Rais” o, en verdad, “Guilles de Rais”, como por apuro o impericia ha garabateado el autor. Claro, “Guilles” suena más familiar al oído de un joven porteño, que el nombre de Gilles de Laval, mariscal y barón de Rais, revisitado –entre muchos– por Huysmans en Allá Lejos ¿Será una secta, una banda de rock, una hermandad de pedófilos o una cofradía de poetas malditos la que se coloca bajo la advocación del hombre que cabalgó junto a Juana de Arco y pidió al tribunal que lo juzgó morir como ella, en la hoguera, pero no en olor de santidad sino por haber dejado un tendal de niños violados, destripados, profanados, entre ellos un sobrino de su mujer, Catherine de Thouars? La razón de la enigmática aparición de este desequilibrado lector de Suetonio, de este alucinado bufarrón medieval en una esquina del barrio de Almagro, continúa siendo un tema pendiente.

Pendiente como penden el ahorcado de la soga, el aro de la oreja, el péndulo de la varilla, el saco de la percha (o del clavo, como en el poema de Brecht). Pende el pendón –no en el sentido de putón que le suelen dar en la madre patria sino en el de banderola– del mástil; lo que pende, por tanto, pende porque está sostenido, suspendido, cuelga porque algo lo sujeta, está condicionado al soporte, es “de-pendiente”. Se ofrecen departamentos con dependencias y no dependencias con departamentos, las tiendas colocan cartelitos en las vidrieras pidiendo dependientes y uno sabe muy bien qué significa la palabreja.

Lo pendiente, queridos míos, son colgajos, cuentitas que se nos pasaron por alto, deudas chicas a anotar en la cuenta del otario. Cuando lo que falta es lo esencial, estamos hablando de otra cosa, estamos hablando de fracasos. ¿Hay algo que se haya quedado atascado en el tintero de lo colectivo? Siento la tentación de recurrir a la difusa, bastorra fórmula de la “deuda social”, eso que en un lenguaje de tradición más noble suele llamarse “equidad”. Pero mi instinto me indica que no lo haga, que no cometa este error, que espabile porque la inmensa noción de equidad se resiste a entrar en el brete de los “temas pendientes”. ¿Acaso puede considerarse un tema pendiente la felicidad? ¿Pueden serlo la igualdad, o el ideal, esa “verdad vista de lejos” de la que hablaba Lamartine?

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