Un escenario no tan extraño

Por Eduardo Fabregat
Daniel Jayo

Miras los edificios que dan al puerto
dejando amanecer todo.
Miras por la ventana de tu ciudad
la vida como cierra el paso.
Y aunque saliendo a la vereda
nada te espere ya
seguís saliendo por tu libertad.
(Emilio del Guercio, 1980)

 

La canción se llama “Las cosas por hacer”, y era la apertura de El valle interior, el disco con el que Almendra volvió al ruedo en 1980. Después del nefasto 30 de diciembre de 2004, en la escena rock argentina hay muchas cosas por hacer. Hay un proceso judicial pendiente y de pronóstico impredecible, pero los integrantes del medio tienen su propio laberinto a recorrer, igualmente complejo, de difícil resolución. Germán Daffunchio, guitarrista y cantante de Las Pelotas (una de las pocas bandas de primera línea que no esconde el bulto al debate), viene afirmando una y otra vez que el estado de las cosas post-Cromañón es un festín para la derecha argentina, feliz de tener tantas herramientas a mano para silenciar un movimiento que siempre se las arregló para ser un grano en el culo del poder.

Todo clausurado, todo cuestionado, todo tapado por el mismo humo de bengala.

La situación es compleja, pero hay un par de datos que no se pueden perder de vista. Para el rock, afuera siempre hubo un enemigo: en todo caso, en este momento dispone de armas más potentes para salirse con la suya. Pero el rock debe encontrar la forma de hacer abstracción de eso y propiciar su debate interno, su propio método –entre el plan y el instinto– para modificar ciertas cosas y salir adelante. No es la primera crisis, la primera contradicción que el rock debe afrontar. Durante años, los artistas debieron tocar a escondidas, un domingo de mañana en un teatro, trasnoches en sótanos de acceso difícil, siempre con el camión celular en la puerta esperando las presas. De pronto y a instancias de un general borracho, en 1982 recibió la bendición de una dictadura que prohibió todo “cantable” en inglés en las radios (qué casualidad, como Hadad en La Mega) y motivó un explosivo crecimiento en la difusión, producción discográfica y actividad en vivo.

Hasta ese momento, la derecha también se había hecho un festín con el rock. Pero cuando el movimiento pudo salir a la luz, tenía una calidad artística y un potencial de generar cambios en su público que le hizo ganarse largamente ese lugar. La Guerra de Malvinas y el Festival de la Solidaridad Latinoamericana instalaron también el primer conflicto ideológico serio en un cuerpo que había sabido unirse –más allá de diferencias estilísticas o viejas discusiones como Manal o Almendra– para resistir al enemigo de afuera. Pero salió adelante, y supo diversificarse y revalidar su razón de ser, y ante cada rebrote fascista concentrado en la actividad rockera encontró la manera de abrirse camino.

Cromañón debería activar nuevamente esos mecanismos, oxidados y aceitados de manera cíclica a lo largo de una fértil historia de cuatro décadas. Es una tarea que incumbe a músicos, productores, empresarios, bolicheros, pero también a la prensa y al público. Exigir que se castiguen las responsabilidades políticas y se modifique el escenario estatal que colaboró en las muertes es sólo una parte: este gran entramado de personas, relacionadas con una música que siempre buscó celebrar la vida y defender a una generación, tiene un mayor y más productivo trabajo por delante, en un terreno en el que realmente puede accionar. Asumir todo lo que se hizo mal y actuar para renovar la confianza entre todas las partes, fijar otras prioridades en la agenda periodística, reeducar –en el buen sentido de la palabra– al público para encontrar otras maneras de darle cuerpo a la fiesta, replantear el modo de llevar adelante el negocio y corregir, al fin, desidias de años.

Seguir saliendo por la libertad.

Click para ir al inicio de esta nota