¿No se iban a ir "todos"?

Por Raúl Dellatorre

Designar el momento de inicio o fin de un ciclo, en particular cuando se trata de fechas recientes, suele ser arbitrario. En este caso, no faltarán argumentos a favor (tampoco en contra) de señalar al 19 y 20 de diciembre de 2001 como fin de una etapa y comienzo de otra. En definitiva, el actual Gobierno es un emergente de aquella situación y, por tanto, forma parte de un período que trasciende su tiempo material al frente del Ejecutivo. Al hablar de las cuestiones pendientes, entonces, podemos hacerlo a partir de las expectativas, demandas y necesidades que se forjaron en aquellos días y dieron lugar a la más importante revuelta popular en las últimas décadas de historia de este país.

¿Se acuerdan de la consigna “que se vayan todos”? Difícilmente alguien pueda haberla olvidado, más allá de las innumerables reinterpretaciones a que dio lugar. Para ser claro, doy la mía: la demanda estaba referida a “todos” los que tuvieran que ver con una forma de hacer política que había caído en la absoluta falta de representatividad, ya fuera desde los partidos políticos, los sindicatos o cualquier otra institución pública. A derecha e izquierda, la falta de reflexión sobre una nueva forma de organización social –la larga siesta de los intelectuales orgánicos del fin del siglo XX, podría decirse metafóricamente– y consecuentemente de representación, dejó huérfanos de ideas a muchos de los que debieron ocupar, u ocuparon sin las cualidades para el asunto, cargos dirigentes. Si la sociedad y sus organizaciones son el contrapeso a la acumulación de más poder de los que ya son poderosos, la falencia de las primeras les deja el camino allanado a los últimos para que sigan avanzando en su proceso de concentración.

Llegado este punto, podemos interrogarnos sobre las cuestiones pendientes para alcanzar esos cambios, que le otorguen una herramienta de contrapeso a la sociedad frente a quienes se aprovechan de ella. ¿Se fueron “todos”, al menos aquellos “todos” que ya no podían representar ni liderar a una sociedad en el tránsito hacia un estadio de mayor justicia? Es fácil responder que no, pero habrá que reconocerles a muchos de los condenados por las movilizaciones de diciembre de 2001 una enorme capacidad para disfrazarse, transmutarse, asimilarse y seguir siendo lo que eran aunque pareciendo otra cosa.

¿Es el actual Gobierno nada más que una asimilación a los tiempos que corren de los gobiernos tradicionales de los partidos tradicionales de las últimas dos décadas? Nadie puede decir que tiene elementos suficientes para dar una respuesta definitiva, en un sentido o en otro. Pero vale señalar los resabios del ciclo político anterior, las “cuentas pendientes” para demostrar que efectivamente éste es un gobierno de “nuevo tipo”.

¿Por qué se sigue recurriendo a dirigentes políticos y a formas de hacer política en las llamadas “provincias chicas”, tan vinculadas al caudillismo y formas casi feudales de organización para formar esa especie de escudo de respaldo al gobierno nacional?

¿Por qué se sigue generando una suerte de compromiso o vínculo permanente con la vieja dirigencia sindical, reconociéndole desde el Gobierno una representatividad que sus propias bases no le reconocen, para construir consensos que, en definitiva, serán tan débiles como el respaldo que esos mismos dirigentes concitan?

¿Por qué se mantienen viejas estructuras del Estado viciadas por su dependencia de los mismos intereses económicos a los que deberían controlar, en vez de ejecutar un cambio de fondo que remueva esa lacra?

Con estos condicionantes, sin removerlos previamente, difícilmente se asista a una transformación en serio. Las expectativas abiertas con el derrumbe del viejo sistema que se pretendió ejecutar aquel “19 y 20” podrían volver a verse frustradas, si es que nadie va a capitalizar esa enorme fuerza que es la gente en las calles, capaz de equilibrar cualquier “relación de fuerzas desfavorable”, ese argumento tantas veces aprovechado para justificar la inmovilidad. El efecto de aquel impulso no se agotó. El tiempo para remover esos resabios –una cuantiosa cuenta pendiente–, tampoco.

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