Asuntos no tan menores

Por Eduardo Videla

Basta apenas con que un chico menor de 18 años cometa un delito de repercusión pública para que buena parte de la sociedad, agitada desde los medios de comunicación, reclame la baja en la edad de imputabilidad: a esos chicos habría que encerrarlos, dicen, ponerlos al margen de lo que se denomina la “gente decente” y confinarlos en un instituto de menores.

La paradoja argentina (o hipocresía, según cómo se mire) puede resumirse en algunas líneas: el país fue uno de los primeros en adherir a la Convención Internacional para los Derechos del Niño, hace 15 años, y unos de los primeros en incorporarlos a su Constitución, hace 11. El problema fue cuando hubo que llevar los compromisos a la práctica. Casi todos los países de América latina ya adecuaron su legislación. Menos la Argentina.

La convención dice que los chicos (niños o adolescentes), cuando entran en conflicto con la ley, deben tener los mismos derechos que cualquier ciudadano a la hora de ser sometidos a un juicio (derecho a un abogado defensor, a ser escuchados, a que se presuma su inocencia); y dice la Convención que un adolescente no debe recibir la misma pena que un adulto. “Son personas que están en pleno desarrollo y requieren de medidas especiales”, explica el representante de Unicef en Argentina, Jorge Rivera Pizarro.

“La comunidad internacional, al firmar la Convención, consideró que es diferente la responsabilidad si se tienen más o menos de 18 años, y que a los que son más jóvenes hay que darles más oportunidades”, argumenta Mary Beloff, profesora de Derecho Penal Juvenil de la UBA.

Aquellos compromisos internacionales asumidos se cumplirían sancionando una ley de Responsabilidad Penal Juvenil, que derogaría la actual normativa, sancionada durante la dictadura, que permite aplicar las mismas severas penas que reciben los adultos a chicos desde los 16 años, pero sin que ellos cuenten con las garantías del debido proceso, con las que cuenta cualquier mayor. Un régimen que comprenda a adolescentes de 14 a 18 años, que los haga responsables de los hechos que cometieron, pero que les imponga penas alternativas, como el trabajo social o la reparación de daños. O la privación de la libertad, en casos graves como homicidios o secuestros, pero nunca por encima de los 9 o 10 años.

Ya es imposible llevar la cuenta de la cantidad de proyectos de ley de Responsabilidad Penal Juvenil que han perdido estado parlamentario simplemente porque no hubo decisión política de tratarlos. Uno de los últimos es el del Poder Ejecutivo, presentado con bombos y platillos, hace trece meses, por el entonces ministro de Justicia Gustavo Beliz, pero que nunca ingresó a las comisiones parlamentarias.

Hoy, en el Congreso, una retahíla de proyectos para bajar la edad de imputabilidad espera su oportunidad para salir al ruedo: sólo basta que un adolescente cometa un delito grave y que los comunicadores de siempre aticen el fuego. Sólo unas pocas iniciativas se atreven a insistir con el cumplimiento de la Convención, entre ellos, los de los diputados Laura Musa (ARI) y Víctor Fayad (UCR) y el del senador Jorge Yoma, que ni siquiera tienen tratamiento de comisión.

Tan o más grave que esta demora es la que sufre el llamado Régimen de Protección Integral de la Infancia, que deroga la antigua pero vigente Ley de Patronato, que judicializa la pobreza dándoles a los jueces el poder de encerrar en institutos a niños abandonados o víctimas de la explotación y otros delitos.

De sancionarse este nuevo régimen, los chicos en situación de abandono deberían recibir asistencia social en lugar de un proceso judicial y se privilegiaría el fortalecimiento de los lazos familiares en lugar de su segregación.

Pero el tema lleva más de ocho años de tratamiento legislativo, sin resultados. “Siete provincias ya lo sancionaron pero funciona a medias, o porque no fue reglamentado o por la falta de una legislación nacional”, advierte Gimol Pinto, abogada de Unicef. El colmo de la irracionalidad se da en la provincia de Buenos Aires, donde el régimen ya es ley pero su aplicación está suspendida por la Justicia. “Son proyectos que lesionan determinados intereses”, dice Rivera Pizarro, de Unicef. “Los jueces de menores manejan a su arbitrio los presupuestos, que destinan a los institutos donde derivan a los chicos. Hay muchos privilegios en juego”, advierte la diputada Musa.

Mientras las leyes esperan, cada día hay chicos que pierden su oportunidad. Si la sociedad no se hace cargo, su destino estará en un instituto o en una comisaría. O en la cárcel, cuando crezcan y sean condenados, incluso, a cadena perpetua, a contramano de los compromisos internacionales.

Así, la hipoteca social que esto genera –legado para las próximas generaciones– será cada vez más difícil de levantar.

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