CONTRATAPA

Entretenimiento para adultos

 Por José Pablo Feinmann

Todos quieren a las putas. Sobre todo los escritores y las actrices. García Márquez sacó no hace mucho un libro de memorias. No lo leí, pero según el título que el sagaz colombiano le puso, sus Memorias iban entrelazadas fogosamente con las putas. Aunque no sólo con el fuego de las ancestrales trabajadoras del placer, sino con su tristeza. Memorias de mis putas tristes se llama el libro. Algunos dicen que García Márquez habrá transitado el mundo de los burdeles no a lo largo de años, sino por dos o tres días. Para un escritor es suficiente. ¿O no trabajamos con la imaginación? Denle a un escritor una tardecita en un buen burdel y sacará de ahí una novela de 500 páginas. Añadirle la “tristeza” era indispensable. Es el toque romántico, crepuscular de la cosa. Las putas son siempre tristes porque viven condenadas a vivir sin amor. Y cuando lo encuentran las convenciones sociales –que son siempre crueles con ellas– se lo obliteran. Belgrano Rawson me contó alguna vez que –no bien llegó de San Luis a la gran urbe– se fue a vivir a una pensión de putas. No me contó si cogió mucho o poco o nada. Ni hablamos de eso. Me dijo que eran flor de minas, buenas compañeras. Se las tiende a idealizar. Entre ellas, como en todos lados, tiene que haber buenas y malas. No me despiertan mucha ternura las de los lujosos books para business men llenos de dinero y de acciones en distintas empresas y bancos del mundo. Hay un esquema de la puta que no se detiene en éstas. Es la puta solitaria, sin amor, la que se sabe despreciada por la moral burguesa de las mujeres honestas, de las madres de familia, de las chupacirios, de las que reservan para sus esposos lo que ellas ofrecen a sus mejores clientes. Las actrices aman meterse en sus pieles, en sus almas, en sus alegrías y tristezas. En Hollywood hay una frase: “Hacés de puta o de tarada y te ganás un Oscar”. Jodie Foster intentó las dos cosas. De puta, Taxi Driver. De tarada, Nell. Acabo de ver a Michelle Pfeiffer interpretar a una lujosa muñeca de placer de La Belle Epoque. Se enamora de un pibe y todo termina mal. El pibe la abandona por su joven esposa pero, con el tiempo, descubre que, al hacerlo, dejó atrás al gran amor de su vida y se pega un tiro. A su vez, ella descubre en su rostro el paso del tiempo, esa fiera venganza de la vida. Pero eso le permite a Stephen Frears hacerle un close up de casi un minuto y cerrar la película, ir a negro. Ese plano final de Michelle es deslumbrante: ahí se ve la soledad insalvable que aguarda a la puta en su final, cada arruga es una derrota, cada dolor ahonda la falta de frescura, de espontánea liviandad, torna denso, trágico el brillo opaco de sus ojos.

A Eva Perón fueron sus enemigos quienes insistieron en decirle puta. Al ser actriz, al venir a la gran ciudad desde un pueblo pobre, todas las sospechas cayeron sobre ella. Para colmo, la señora Mary Main escribió un best seller que se llamó La mujer del látigo. Es más piadosa ella que los garcas locales que se ensañaron con Eva. Al final, en el último párrafo del libro, dice que, si se quiere terminar con eso que “Santa Evita” representa para “los corazones simples y las almas sencillas”, nada se logrará por medio de “leyes ni decretos”. O sea, Mary Main no habría aprobado (y acaso a él se refiere en este texto) el decreto 4161 de la Libertadora que prohibía nombrar a Perón y a Evita. Peores que la señora Main fueron Martínez Estrada y Américo Ghioldi. Que así la describe: “Corta de inteligencia, deficiente de cultura y sensibilidad femenina, ignorante de las relaciones morales y civiles de los hombres, sin autocrítica, sin carga de escrúpulos de conciencia, falta de gusto, Eva Perón ingresa a la historia como una leyenda plantada en el mentidero argentino”. Pero el golpe decisivo lo dieron el guionista Tim Rice y el músico Andrew Lloyd Weber. Tomaron el libro de Mary Main e hicieron una ópera rock: Evita. Luego Alan Parker hizo la película con Madonna y se acabó. La verdad es un producto del poder, como bien dijo Michel Foucault. Evita y puta pasaron a ser sinónimos. Poco podría asombrarnos que en una revista alemana para guiar a los “adultos” en sus “entretenimientos” figure una empresa “international” de prostitución llamada Evita Escorts. Ofrecen un servicio sofisticado. Los tipos están por todos lados. En muchas ciudades. Perseveré en comunicarme con ellos pero no pude. O quizás abandoné el intento. ¿Qué les iba a decir? “¿Por qué le pusieron Evita a una empresa que ofrece prostitutas por toda Europa?” Habrían, por qué no, respondido: “¡Porque ella fue una grande! Llevó a la cumbre la profesión. ¿O usted cree que Madonna habría filmado la vida de cualquier puta? ¿Usted es argentino? Lo felicito. Son pocos los países que pueden jactarse de tener una puta así”.

Le mostré el aviso a un amigo que tengo en Berlín. Se rajó durante la dictadura y cambió la revolución por el dinero. Se muere por hacer guita grande. Tiene un tío avaro que –razonablemente– debiera morirse. El tío no tiene herederos. O eso cree. Supone, el muy idiota, que a su sobrino lo boletearon y –según célebre frase del horror argentino– “se evaporó”. De ninguna manera. El sobrino está muy atento a la salud de su tío. Y si el maldito viejo dura mucho ya contrató a un killer para que lo retire de este mundo. Ahí sí, el dinero caerá sobre él como si el mismísimo Dios se lo arrojara amorosamente. Entonces, me dice, hará eso que –gracias a mí– acaba de descubrir: pondrá una cadena internacional de prostitutas de lujo. Es de madrugada y hemos tomado ya demasiada cerveza. Esto agita nuestra imaginación. “Ayudame”, dice. “¿Qué nombre le pondríamos?” (Porque ya me ha hecho su socio.) Y sugiere: “¿Lady Di Escorts?”. “No está mal”, digo. Y propongo: “¿Jackie Kennedy Escorts?”. La noche renace. Entusiastas, pedimos más cerveza: “Golda Escorts?”. “Pará, escuchá ésta: Mónica Lewinsky Escorts”. “No, tengo otra mejor: Princess Grace Kelly Escorts”. “¿Y Margaret Thatcher Escorts? No, no iría nadie.” “Carla Bruni Escorts. Tendríamos líos con Francia.” “¡Ya sé! Berlusconi Escorts.” Seguimos: “Marie Curie Escorts”. “María Magdalena Escorts.” “Escuchá, ésta es buena: Eva Braun Escorts.” “Madre Teresa Escorts.” “¿Y qué tal Juana de Arco Escorts?” Ahora caminamos, vacilantes, por una calle solitaria, con adoquines que brillan por la niebla y por la obstinada Luna que sigue ahí, invencible. De pronto, mi amigo se detiene y empieza a gritar: “¡Si serán herejes irrespetuosos! ¿Cómo se atreven a decir que Evita es una puta? Evita fue una militante, carajo. Luchó por el pueblo y dio su vida por él. Y si viviera...”. Se tambalea, lo sostengo, le digo tranquilo, flaco, tranquilo. “Si viviera...” Junta aire y grita: “¡Sería montonera, carajo!”. Se pudrió todo.

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