Martes, 15 de junio de 2010 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO “¿Los accidentes son otra manera de llamar a las casualidades?”, pregunto. “No: los accidentes son la vida. La vida es y son los accidentes de la vida”, responde John Irving, de paso por Barcelona para presentar su magnífica La última noche en Twisted River, que bien podría llamarse Un mundo de accidentes. Porque si algo no falta y jamás sobra en su nueva novela –como en las once anteriores– es una cantidad de accidentes de toda índole: choques de autos, ahogamientos, mutilaciones, disparos, sartenazos, paracaidistas desnudas cayendo sobre un asado y, sí, dos torres viniéndose abajo luego de ser atravesadas por dos aviones. Lo curioso y lo interesante es que el efecto de este último accidente sobre los protagonistas del libro –a diferencia de lo que ocurre con todas las ficciones que han hecho uso del 11 de septiembre de 2001 desde entonces y hasta la fecha– es el de una profunda irritación: “Ellos ven todo por televisión, casi como ruido de fondo de sus vidas, y no pueden evitar decirse: ‘¿Qué me importa todo eso que está pasando allí? Yo tengo suficiente con mis propios accidentes’”, suspira Irving.
DOS Hace casi cuatro años, John Irving ya se me había revelado como el perfecto personaje de John Irving. Lo pensé entonces y volví a pensarlo días atrás –otro restaurante, mismas carcajadas– cada vez que Irving arrancaba con un “Déjame que te cuente qué fue lo que pasó exactamente...”. Y lo que pasó, claro, fueron varios accidentes. Y, de algún modo, en ese exactamente reside la clave del mundo según Irving. Porque Irving dice “exactamente” y uno se transforma en, al mismo tiempo, página en blanco y lector. Como si Irving –exactamente– escribiese muy bien en voz alta, con esa voz que uno escucha cada vez que abre un libro de Irving.
TRES Y, en 2006, John Irving había deslumbrado y divertido a los comensales hasta hacer doler las mandíbulas con accidentales anécdotas protagonizadas por él y Kurt Vonnegut, por él y el marido de su ex esposa, por él y John Cheever, y por él y –ahá– una paracaidista desnuda descendiendo desde las alturas como una deidad griega. Y aun así ese Irving era el mismo Irving que –ahora, en la rueda de prensa– había gruñido su cansancio ante la curiosidad de los periodistas preocupados, siempre, por saber y precisar qué había de cierto y qué de ficticio en los accidentes de Owen Meany o T. S. Garp o de Homer Wells o de Jack Burns o de Farrokh Daruwalla o de John Berry o, ahora, de Danny “Angel” Baciagalupo. “No puedo entenderlo. Es algo que no dejan de preguntarme de un tiempo a esta parte. Podría aventurar que esta perversa curiosidad se intensificó con esos reality shows, justo cuando yo dejé de ver televisión. O tal vez la culpa la tenga el actor de sí mismo Hemingway, quien nunca me pareció un gran escritor y sí una influencia nefasta. ¿Qué más puedo decir? Yo no hago otra cosa que usar pequeños episodios de la vida real y los mejoro. Dos palabras: What if... Plantearse el Que pasaría si... Ese es el trabajo del escritor, de los escritores que admiro, de mis maestros que son, para muchos, escritores pasados de moda con obras grandes e historias largas. Como cantaban Los Beatles en ‘Hey Jude’: ‘Take a sad song and make it better’. Nada más que agregar, salvo advertirles que son muchos los miembros de mi familia que están un poco ofendidos conmigo porque nunca los meto en mis libros. A lo que yo les digo: ‘A no quejarse. Es porque los quiero demasiado. Ya saben: en mis libros suceden todos esos accidentes’.”
CUATRO La próxima novela de John Irving se llamará In One Person y el punto de partida será un tramo de su infancia, cuando acompañaba al trabajo a su madre apuntadora en un teatro de provincias. “De ahí, de ver los ensayos, de sentir cómo se iba armando y creciendo la trama, de observar a actores no muy buenos ir mejorando, de tener perfectamente claro cómo acabaría todo, de ahí proviene mi método de escritura. Saber el momento exacto en el que les sucederán los accidentes a mis personajes. Por eso esa necesidad y obligación y cábala mía de tener perfectamente clara la última línea antes de sentarme a escribir. Es bueno saber a dónde se quiere llegar antes de partir”, concluye Irving.
CINCO Y, junto a Irving, de algún modo todo se vuelve un poco Irving. Días atrás yo había leído la historia de Jimmy Jump. Y se la conté a Irving: Jimmy Jump –nombre de guerra y personalidad apenas secreta del catalán Jaume Marquet i Cot, inocuo agente inmobiliario de 35 años– es uno de esos paracaidistas sobre escenarios ajenos. Un Hombre Accidente. Como El Besuqueiro o como Michael “Soy Bomb” Portnoy, Jimmy Jump siente un deseo irrefrenable de meterse donde no lo llaman y así modificar las coordenadas de un argumento planteado por otros, pero súbitamente corregido por su credo estético y existencial. A saber: “Hay tres formas de hacerse famoso. Una: por méritos propios. Esta para mí es muy difícil. Dos: enrollarte a una famosa o decir que lo has hecho. Es la más directa. Y tres: moverse mucho y currárselo, que es lo que yo hago”. Y Jimmy Jump volvió a hacer de las suyas hace algunos sábados, en Oslo, al treparse a la actuación y arruinarle la noche al insoportable delegado español en el festival de Eurovisión: Daniel Siges cantando su “Algo pequeñito”, canción que ha dado luz a los mejores chistes sexuales de la primavera. En cualquier caso, Siges no era candidato a ganar en esa suerte de ese cursi RISK/TEG musical que el continente escenifica año tras año. Pero Jimmy Jump volvió a tener otros quince minutos de fama y varios periódicos se dedicaron a glosar las hazañas de este “saltador profesional” que ya había alcanzado las alturas del rey y del Dalai Lama. Y lo que más me interesó a mí –le expliqué a Irving– de estos perfiles y frentes de Jimmy Jump fueron los dichos de familiares en el pueblo de Sant Quirze del Vallès, donde el monstruo vuelve a almorzar todos los domingos y donde su padre advierte: “Llevo años sin hablar con mi niño de los saltos que realiza. Comemos juntos cada fin de semana, pero nunca tratamos el tema. Es tabú”. Y ahí el padre recordaba aquel día terrible en el que todo comenzó y bienvenidos a Irvinglandia: Jimmy era aún Jaume, no hacía frente a multas de hasta 60 mil euros por sus “apariciones” (que no paga, se declara insolvente, pero acepta donaciones para financiar futuros golpes y vende camisetas con su alias vía Internet), tenía nada más que nueve o diez años y, de visita en el Museo Vaticano, desapareció. Lo encontraron, después de buscarlo mucho, en las dependencias muy secretas y muy privadas del papa Juan Pablo II. Nadie pudo explicar cómo el niño había franqueado a guardias y controles. El padre le preguntó entonces por qué lo había hecho. “Siento algo especial”, fue la críptica pero sincera respuesta y muy irvinguiana del chistoso Jaumeito, ya convertido para siempre en el peterpánico Jimmy Jump. Le cuento todo esto a Irving, quien sonríe, piensa unos segundos y –silencio absoluto en la mesa– dice “What if...” Y eso es sólo el principio.
Afuera, todo está lleno de accidentes. Cada vez más. Y cada vez peor escritos. Por suerte ahí está Irving –Hey John– saltando sobre el escenario del mundo, mejorándolos cada vez que los narra.
SEIS Pequeña confesión: escribí las últimas líneas de esta nota –en las que le hablo a Irving de Jimmy Jump– antes de que sucedieran. Se lo conté a Irving recién horas después. Y la no-ficción no modificó en nada a la ficción. Pero siempre se la puede –se la pudo– mejorar un poco. Y, sí, es bueno saber dónde se quiere llegar antes de partir.
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