CONTRATAPA

Viva el rey

 Por Noé Jitrik

Entre junio y septiembre de 1928 –lamento que no haya sido en enero, cuando yo nacía en remotas regiones del globo, no en sí mismas sino respecto de Nueva Orleáns– Joseph (Joe) Oliver, ya llamado en medios jazzísticos King Oliver, grababa 23 piezas, unas con su propio grupo, King Oliver and his Dixie Syncopators, así como con otros en los que alternaba con diversos ejecutantes. Iban, los músicos, de un grupo al otro, de modo tal que las 23 piezas, recogidas en un volumen del sello Heritage, tienen una unidad rítmica y melódica en la que domina, como marca de fábrica o de estilo, la presencia de Oliver. Uno escucha una rara continuidad, da la impresión de que se trata de una obra única pese a que los autores son varios y seguramente sus piezas fueron ejecutadas igualmente por otros músicos. Nueva Orleáns era, en las décadas del ’20 al ’30, un hervidero. No sólo proliferaban los ejecutantes y los autores sino que competían y trataban, y lo conseguían, de innovar, imprimir un sello personal, inconfundible y cada vez más perfecto.

Ahora recupero esta serie, la cuarta de una colección antológica cuyas primeras obras datan de 1923, y lo que escucho me parece nuevo, como si fuera por primera vez, aunque lo escuché varias veces no hace mucho y, sobre todo, lo debo haber escuchado con pasión en mi adolescencia, cuando el jazz había penetrado como un volcán en una sensibilidad ruda, apenas abierta a los rumores más interesantes del mundo. Mi mayor percepción actual puede deberse a muchas circunstancias, pero la primera debe radicar sin duda en el campo auditivo que, como se sabe, se forma constantemente, se educa escuchando y haciéndose preguntas. Haber incrementado en los últimos años mi acercamiento a la música llamada “clásica”, aunque no toda lo es, y a la “contemporánea”, que lo es cada vez menos, debe haberme hecho sensible a músicas que tienen otra fuente y otro origen: imaginar las cortes rococó se me hace, después de haberlas imaginado, semejante a los algodonales de Louisiana o a los prostíbulos orleaneses. En suma, que sin la irrupción de Bach, Brahms, Debussy, Prokofiev, Cage, Liggeti y aun mi amigo Marcelo Toledo, yo no podría haber tenido en estos días la respuesta que tuve al escuchar “West End Blues”, protagonizado por Oliver y complementado por Clarence Williams, James Archey y otros igualmente iluminados. Sin todo eso, no podría haber llegado a una conclusión arriesgadísima: si Oliver es el King, yo soy monárquico, es el único rey en el que creo.

Todo parece indicar que el gran momento del jazz fue entre el ’20 y el ’30 del siglo pasado. Curiosa coincidencia: entre el ’20 y el ’30 el tango argentino logra una definición análoga en sus propios términos. Basta con recordar que Gardel lo llevó a París, que Discépolo compuso dos o tres de sus mejores poemas y que Julio De Caro y Osvaldo Fresedo, entre muchos otros, le confirieron un carácter universal. Sarmiento se habría regocijado: en el sur estaba ocurriendo algo que se podía admirar en el norte, aunque no fueran las industrias.

No es de estas coincidencias, tan gratificantes, que quiero hablar sino de dos dificultades. La primera tiene que ver con que hay que usar palabras para entrar en la música: la respuesta fácil es la exclamación, el reconocimiento de la emoción que produce la escucha, la biografía del autor, las circunstancias de la composición y no mucho más, a lo sumo analogías o rememoraciones que canalizan la tal emoción o el esbozo de saber, tanto para la música más elaborada como para la designada como popular a falta de un nombre más adecuado, en consonancia y variación respecto de la otra. La segunda es intentar acercarse a la música misma, entrar en ella, reconocer en ella algo, no sólo una virtud (de los ejecutantes o del autor) sino otra cosa menos precisa, pero más profunda, que implique una especie de recuperación para un orden de pensamiento lo que ofrece otro lenguaje y otro tipo de pensamiento. ¿Serán esas dificultades lo que caracteriza ese gesto tan social que se conoce como “crítica musical”? Y en cuanto a mí, que no quiero ser un “crítico musical”, ¿cómo podría dar cuenta de lo que en una primerísima instancia sería para mí una “materia-emoción” en estado puro?

En una fotografía de 1923, se ve a Oliver rodeado de sus músicos; junto a él un joven Louis Armstrong, ambos con sus cornetas en la mano; al piano Lil Hardin, que luego fue la mujer de Armstrong; todos de smoking, o algo semejante, de pie, posando, serios y como en la inminencia de lo que van a desencadenar, que en la grabación de 1928 dista de ser tumultuoso, al contrario, tiene la compostura que uno conoce en los conjuntos de cámara: silencio y respeto recíproco, atención a lo que se está haciendo, tiempo de espera de cada instrumento respecto de lo que les toca a otros y de lo que sucede en el conjunto.

Es un septeto y lo primero que sobresale y tranquiliza es el perfecto acuerdo de los instrumentos, aunque uno sabe que no se trata de orquestación. Ninguno sobresale y todos se destacan y la tersura de los sonidos habla de una sabiduría profunda en la contención de los temas, que parecen variantes de un solo tema central –a veces una pieza es retomada con ligeras variantes, “Empty Bed Blues”, “Got Everything”, “Four or Five Times” y “Organ Grinder Blues”–. No hay estridencia ni narcicismo, pero sí una conmovedora belleza que no habla sin embargo de las desdichas de un origen, como es usual atribuirle a esta música, sino de una tranquila confianza en lo que se está ejecutando, teoría del instante en el que se expande una poética no formulada sino encarnada. De pronto, voces tenues, viejos nombres, Clarence Williams, Elizabeth Johnson, Lizzie Miles, se conjugan con respetuosos trombones o bajos y no exigen nada, ni siquiera ser escuchados, porque integran una masa sonora prodigiosa. Parece increíble que cosa semejante haya podido producirse en ese instante y en esa gente que lo sabía todo seguramente sin haberlo aprendido.

Fluencia de la melodía, ajuste impecable, ejecución virtuosa, con toques, en algún momento –el clarinete de Omer Simeon– de un agudo estremecedor, extendidos hasta un cese resonante, un sonido que penetra en una zona lejana, algo así como la metafísica región que podía haber pensado como destino el propio Ravel, que tal vez escuchó esta música, ojalá haya sido así.

Después, en la década siguiente, todo va cambiando. El país, que entra de a poco en la Depresión; el jazz, que remontando el Mississippi es atendido por los músicos blancos que, de a poco, lo van adaptando, le van extrayendo su sangre primitiva y lo edulcoran, lo sinfonizan y lo salonizan haciendo, de paso, desdichados, a músicos como Bix Beiderbecke, verdadero romántico, o remisos como Ellington y otros hasta llegar a los dramáticos Parker, Davis. Pero ya no es el mismo. Ya no hay monarquía, ahora hay que estar atento a los que se salvan de la voracidad blanca en la que cae también la tenacidad negra.

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