CONTRATAPA

Homo Reloj

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona/Nueva York

UNO En el aire y sobre el océano –yendo hacia delante en el espacio, pero marcha atrás en el tiempo– Rodríguez se pregunta una de sus preguntas favoritas. Favorita porque es una pregunta fácil cuya respuesta casi siempre resulta sencilla, pero que de pronto, ahora, en las nubes, se ramifica en multiple choice. La pregunta es: ¿Qué hora es? Y las posibles respuestas son: a) La hora en el punto de partida; b) la hora en el punto de llegada; y acaso la más interesante de todas las opciones: c) la hora que no deja de cambiar y de avanzar y de retroceder aquí arriba, la hora de no saber qué hora es, fue, será. La hora dentro de este avión rumbo a una Manhattan en la que Rodríguez nunca estuvo, pero en la que sí estuvo tantas veces, en tantos libros y canciones y películas y series de televisión, en tantas horas de su vida.

Manhattan Time.

DOS Rodríguez viaja contra tiempo –tac-tic– a Manhattan por un contratiempo. Por un asunto relativo a una posible cuenta de Tangoz, la agencia publicitaria en la que trabaja. Y le tocó a él porque los mellizos Fagliacce-Stein no se ponían de acuerdo en cuanto a quién/cuál de ellos dos le tocaba morder la Gran Manzana. La decisión salomónica de ambos fue que el elegido fuese Rodríguez, desafiándose casi en sincro, con esa coordinación para descoordinarse que suelen tener los hermanos idénticos. Y, claro, se arrepintieron. Pero el pasaje ya había sido expedido y pagado por los anfitriones: una empresa turística promotora de cruceros tipo spring break para que jubilados norteamericanos se convirtiesen en la versión anciana pero igualmente destroyer de esos adolescentes que destruyen todo a su paso y se llenan de alcohol para después correr a vomitarlo al Mediterráneo y (aterrorizando a los jubilados locales y en crisis y a sus hijos y a sus nietos, viviendo todos juntos en pisitos menguantes) que siga la fiesta. El nombre de la empresa es Last Chance. “Lo único que puede salvarnos es vender a España como país neotropical vale todo; más que nunca ahora, cuando Putin vuelve a amenazar con cortarle el gas a toda Europa”, aúllan los Fagliacce-Stein.

Y ahora, al día siguiente de ver el primer episodio de la primera parte de la séptima y última temporada de Mad Men (que arranca con un publicista recitando una propaganda sobre un reloj marca Bulova y modelo Accutron), Rodríguez sale de una reunión de trabajo y camina por Madison Avenue. Ese lugar que es más o menos como la filosófica y filosofal Acrópolis/Piedra Rosetta del Moderno Mondo Advertising y donde –ah, una tregua– no se escucha a nadie teorizar nada sobre el fin de la edad dorada del Barça. Aquí, en este spot exacto, empezó todo, sí. Y aquí vuelven a volver Don Draper y sus colegas siempre en celo, en pedo, en trance, en jingle y en slogan. Rodríguez es seguidor de Mad Men (aunque no fan) y no hace mucho descubrió un site (http://tiii.me/) cuya única función es la de informarte cuánto tiempo de tu vida has ganado o malgastado viendo tu serie favorita. Rodríguez clickeó y supo que verla completa le habrá llevado 3 días, 13 horas y 50 minutos siguiendo por oficinas y camas no tanto a Don Draper sino a su favorito: el fitzferaldiano y orgiástico Roger Sterling, el que no se la cree porque para creérsela están los otros, el que sabe a la perfección qué hora es: hora de tomarse otro martini mientras se hace la hora de tomarse otro scotch on the rocks. Y después a la camita. Con quien sea.

TRES Y, puntual, Rodríguez se acuerda de un reciente viaje a Bilbao en el que se metió a ver en el Guggenheim, The Clock, el collage-visual maníaco-referencial que Christian Marclay presentó en el 2010 luego de mucho tiempo de paciente ensamblado. La obra –celebrada en el mundo como genial o criticada como puro efecto– dura un día completo (día que, corrigen los obsesivos, en realidad dura 23 horas 56 minutos y 4 segundos) y está armada a partir de 86.400 segundos de miles de films y series y escenas. Momentos célebres como Harold Lloyd colgado de una aguja a las 14.45 e instantes imposibles de identificar en que la cámara ha registrado una hora o un actor se refiere a una hora. Todas esas piezas sueltas están compaginadas en tiempo real. Así, la hora en la pantalla es la hora en las muñecas o teléfonos de los espectadores y, pronto, ya todos saben exactamente qué hora es; pero a nadie le preocupa mucho lo que tiene que hacer más allá de saber la hora.

CUATRO El libro que Rodríguez leyó en el avión de ida es Mujeres (Villages en el original) de John Updike. Novela del 2004 y que había permanecido sin traducirse porque, se sabe y se sabía, Updike (fallecido en el 2009) era igual de prolífico que Woody Allen. Y Rodríguez vio y sigue viendo todas las películas de Allen (cuyo influjo se vuelve aún más poderoso ahora que está en Manhattan) y leyó y leerá todo lo que siga saliendo de Updike; porque su vida está como medida y parcelada temporalmente por sus películas y libros. Mujeres trata –como de costumbre– sobre el sexo y la vida en suburbios residenciales, pero también, como casi todo lo que escribió Updike en sus últimos años, sobre el inevitable e incuestionable paso del tiempo. Sobre el modo en que los cuerpos se contraen para que el pasado se expanda. Sobre la manera en que la vida se acorta para que haya más que contar sobre la vida.

Ahora –nada es casual– Rodríguez entra en la librería The Strand y allí un John Updike juvenil, fotografiado en una playa, lo saluda desde la portada de la flamante biografía del escritor que acaba de publicar Adam Begley. En el prefacio, Begley se “queja” de las dificultades que se le plantearon al ordenar toda una vida de alguien quien sin demora, en ocasiones al día siguiente de que algo le hubiese sucedido en el terreno de su íntima no-ficción (demasiadas veces para la desesperación de hijos y esposas y amantes y amigos y enemigos) ya lo había puesto por escrito en sus ficciones. Mejor escrito, sí; para siempre y para todos los que pasasen por allí. Acusado de utilizar material ajeno en lo suyo, Updike solía apenas disculparse con un epifánico y cínico “es algo que les debemos a los muertos y a los olvidados y a los desconocidos: el homenaje de retratarlos”. Y volvía a encerrarse en su estudio. A toda hora.

“La visión que los vivos tienen de toda una vida no puede ser sino provisional, las perspectivas se alteran por el mismo hecho de trazarse; la descripción solidifica el pasado y crea un campo gravitacional que antes no estaba en ese sitio. Un telón de fondo de materia oscura –todo aquello que no ha sido dicho– que permanece allí, murmurando”, apuntó John Updike en sus memorias, hace ya bastante tiempo, ahora mismo, cuando –como Rodríguez– tenía aún tantos libros de John Updike por delante.

Y, de pronto, anochece y comienzan a encenderse las luces de esos edificios a los que el cielo parece acercarse para que sus puntas lo rasquen.

“¿Qué hora es?”, se pregunta Rodríguez.

Y mira su reloj y se da cuenta de que se olvidó de ajustarlo al llegar, luego de que en el aeropuerto –sin contratiempo alguno– le leyeran su ojo y le sellaran su pasaporte y le dijesen aquello de “Have a good time in the city, Mister Rodríguez”.

Y ya era hora –en buena hora– de que alguien se lo dijese.

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