CONTRATAPA

Caras blancas por las calles de Tokio

 Por Juan Forn

El 24 de julio de 1927, el escritor Ryunosuke Akutagawa inauguró sin saberlo una tendencia que se prolongó durante casi una década en Japón: la Temporada de los Suicidios Blancos. Tres días antes, su colega Yasunari Kawabata lo acompañó a Asakusa, el famoso Sexto Distrito de la capital, conocido como la letrina de Tokio porque sus callejones hervían de varietés, vendedores de pájaros, fabricantes de kimonos, viejos calígrafos, informantes de la policía, geishas impolutas y mendigas prostitutas. El joven Kawabata había pisado por primera vez Asakusa al llegar a Tokio, después de ver morir a sus padres, luego a su única hermana, luego a su abuela y por fin al abuelo que se lo había llevado a vivir al campo. En uno de los mil cafés de Asakusa vio, rodeado de chicas hermosas, al gran Junichiro Tanizaki y decidió que él también quería ser escritor. Desde entonces vivía en el Sexto Distrito, razón por la cual le resultó de lo más normal acompañar a su compadre Akutagawa a elegir una prostituta.

Lo que le sorprendió un poco fue que su excéntrico amigo llevaba el rostro maquillado de blanco, y aun más lo sorprendió que ninguna prostituta quisiera irse con él, siendo como era un cliente muy apreciado. Hasta que oyó los cuchicheos de las muchachas: creían que Akutagawa era un fantasma. Tres días después se hacía realidad aquel diagnóstico. Akutagawa había calculado cuidadosamente la dosis de veronal para que, al suicidarse, su cadáver luciera plácido, tal como en los días anteriores empezó a blanquearse la cara para que sus “mariposas de la noche” se fueran acostumbrando a verlo muerto.

Poco después, una parejita de estudiantes a quienes sus padres habían prohibido casarse fueron vistos por los pasillos de la Universidad de Ueno con los rostros maquillados de blanco. A quienes preguntaban adónde iban con ese aspecto les contestaron que al volcán Oshima, situado en una de las islas frente a Tokio. La pareja llevó a un testigo que hiciera saber al mundo su decisión: saltar juntos al cráter del volcán. La noticia apareció en todos los diarios, inspiró una popular canción (“Amor consumado en las alturas”) y una práctica aun más popular: en el curso de los nueve años siguientes, más de mil jóvenes víctimas de mal de amores se lanzaron al cráter humeante del volcán Oshima, con el rostro maquillado de blanco y acompañados de un testigo que diera fe de su acto postrero.

La cifra fue dada a conocer en 1936 por el periódico sensacionalista Yomiuri Shinbun, luego de enviar a dos de sus reporteros a internarse en el cráter con trajes antiflama y máscaras antigás. Uno de ellos llegó hasta los veinte metros, pero el calor lo obligó a de-sistir. En su descenso afirmó no haber visto ningún cadáver. Las autoridades municipales sostuvieron entonces que los suicidios del volcán eran una leyenda urbana hasta que otro diario sensacionalista, el Yokohama Mainichi, envió un equipo más preparado a investigar: un reportero y un fotógrafo descendieron en una góndola unida con cables de acero a una grúa. Llegaron hasta los cuarenta metros de profundidad y volvieron con fotos de dos cadáveres aparentemente masculinos. Pero no fue por eso que el alcalde de Tokio ordenó que se vallara el perímetro del volcán y se prohibiera el paso, dando así por clausurada la Temporada de los Suicidios Blancos.

En esos días de mayo de 1936, una mujer llamada Sada Abe ocupó la primera plana de todos los diarios cuando fue atrapada por la policía en una posada cercana al volcán Oshima, luego de vagar por las calles de Tokio durante cuarenta y ocho horas con los órganos genitales de su amante envueltos en papel de diario. Sada y su amante y patrón, Kichi Ishida, habían sido vistos juntos por última vez registrándose en un hotel por horas de Arakawa. En su declaración a la policía, Sada dijo que lo había estrangulado en el clímax del coito y luego de cortarle los genitales había dejado escrito con sangre sobre el pecho del muerto las palabras Kichi y Sada unidos para siempre.

Todo Japón siguió el juicio por la prensa. Se supo que Kichi era dueño del bar donde trabajaba Sada y que estaba casado y que la esposa era la verdadera patrona del bar. Kichi y Sada estaban tan obsesionados uno con el otro que se pasaban días enteros en hoteles de citas, sumidos en maratones sexuales que no se detenían ni siquiera cuando las mucamas entraban a limpiar el cuarto. “Una vez, en medio del coito, él hizo salir unas gotas de sangre de mi pecho. Yo no entendía cómo, ni siquiera podía localizar el punto de donde salía la sangre. El me explicó que los labios pueden, si son lo suficientemente suaves, sacar sangre del cuerpo amado sin que duela, más bien al contrario.” Uno de los tres jueces del tribunal reconoció después que estuvo perturbado por la excitación sexual durante todo el proceso. Cuando se le preguntó a Sada por qué había matado a Kichi, ella declaró: “Porque, mientras siguiera vivo, otras mujeres podrían abrazarlo”. Cuando se le preguntó por qué no se había librado de los genitales, dijo: “Porque quería conservar conmigo la parte de él que me dio mejores recuerdos”.

Para estupor de algunos y alegría de otros, Sada recibió sólo seis años de prisión y no la pena máxima, como ella misma había pedido. De hecho, cuando fue arrestada por la policía, estaba con el rostro pintado enteramente de blanco y se disponía a sortear el vallado municipal y ascender el volcán Oshima para inmolarse en su cráter. La cobertura periodística del caso fue tan grande que las autoridades prohibieron todo acceso al volcán. Nadie más intentó suicidarse allí. Pero cientos de parejas jóvenes iban a los hoteles de citas donde habían estado Sada y Kichi y pedían la habitación usada por los amantes, después de que la transcripción policial del interrogatorio se convirtió en best-seller (con el título Las confesiones eróticas de Sada Abe) e inauguró un género confesional de autobiografías escritas por mujeres que purgaban penas por crímenes pasionales. Ninguna alcanzó la popularidad de Sada y ella no recibió ni un yen por las ventas de aquel libro espurio.

Después de la guerra, reapareció en Tokio como camarera de un famoso bar de lumpenazos de la noche llamado Hoshikikusui. Como atraía a muchos curiosos, pidió ir a trabajar a la cocina, fuera de la vista de los clientes. Mantuvo el bajo perfil los veinte años siguientes, hasta que el director de cine Nagisa Oshima quiso filmar su historia en El imperio de los sentidos. Oshima intentó localizarla en vano: al enterarse de la noticia, Sada había ingresado como monja de clausura en un convento en Hokkaido, en el desolado extremo norte del Japón.

Después del arresto de Sada, la policía envió los genitales de Kichi Ishida a la Facultad de Medicina de Tokio, que los tuvo en exposición en su museo de patología hasta que desaparecieron misteriosamente, como tantas otras cosas, con el fin de la guerra. La leyenda se empeña en afirmar que eran impresionantes, pero en las confesiones eróticas de Sada dice lo contrario: “Era más bien pequeño. El tamaño no importa. Lo único que importa son las ganas de dar placer”.

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